A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster

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A merced de la ira - Un acuerdo perfecto - Lori Foster Tiffany

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a pensar que los dos tenéis razón. Quizá sea la solución más lógica.

      Ella se pasó la lengua por el labio superior.

      –¿Acostarnos?

      –¿Tú qué crees?

      Su expresión cambió, su respiración se hizo más agitada. Sacudió la cabeza, pero Trace no hizo caso.

      –Ven aquí, Priss –la atrajo hacia sí.

      Ella se dejó llevar, pero parecía insegura. Era tan cálida, tan redondeada allí donde debía serlo…

      Trace le levantó la barbilla, agachó la cabeza y la besó en la boca.

      Y en ese instante se perdió.

      Murray se recostó en su silla y puso los pies en el alféizar de la ventana para poder contemplar la vista. A aquella hora del día había un sol radiante. Solo algunas nubes deshilachadas surcaban el cielo azul.

      Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. ¿Haría Trace lo que le había dicho? ¿Cuánto tiempo tardaría en desnudarla y en tenerla debajo? ¿Qué pensaría Priscilla? ¿Intentaría huir? ¿Estaría aterrorizada?

      ¿Era su hija?

      –¡No te creo, joder!

      El grito estridente de Helene interrumpió sus cavilaciones. Al girar la cabeza la vio en la puerta.

      –Deberías haber llamado –dijo, ceñudo.

      –¿Desde cuándo?

      –Desde que te crees con derecho a hablarme en ese tono –giró la silla y ladeó la cabeza para observarla. Luego se dio unas palmadas en el regazo–. Ven aquí.

      Ella obedeció como un perrillo faldero, aunque a regañadientes. Cuando la tuvo sentada sobre sus muslos, Murray tocó sus pechos grandes y firmes. Los mejores que podían comprarse con dinero, pensó.

      Las tetas de Priscilla, en cambio, parecían auténticas.

      –¿Qué decías? –preguntó mientras apretaba.

      Ella levantó el mentón con aire desafiante y lo miró. Helene nunca se acobardaba. Eso era lo que más le gustaba de ella. Por brusco que fuera su humor, su sexualidad nunca le asustaba.

      A Helene nada le asustaba. Aún.

      Ella sacudió su larga melena para apartarla de sus pechos.

      –¿Has ordenado a Trace que se tire a esa zorrita?

      –Eso no es asunto tuyo –Murray sintió a través de la fina tela de su blusa que sus pezones se endurecían. Sonrió.

      –Nunca habías hecho algo así. Cuando una mujer te interesa, la pruebas tú mismo y luego la vendes.

      –Cierto.

      Y, dado que lo asumía como parte del negocio, Helene se tragaba sus celos. Pero sabía que con Priscilla sería distinto.

      –Hasta ahora no ha habido ninguna que asegurara ser mi hija –contestó Murray.

      Helene se puso colorada de rabia. Anticipándose a su respuesta, él añadió:

      –No esperarías que la probara yo, ¿no?

      Helene le dio un empujón.

      –Dudo que sea tu hija, pero ¿por qué no esperas hasta saberlo?

      –¿Te da envidia que le estemos dedicando tanta atención?

      Los ojos de Helene echaron chispas.

      Murray dejó sus pechos y metió la mano bajo su falda. Observó sus ojos cuando puso la mano sobre su sexo caliente.

      –Te interesa mucho Trace Miller, ¿no?

      Ella pareció menos segura que antes. Se humedeció los labios y Murray vio que decidía desafiarlo diciéndole la verdad.

      –Sí, me interesa.

      Aquella respuesta fue acompañada de una efusión de flujo que mojó la palma de Murray. Maldición, su salvaje sexualidad nunca dejaba de excitarlo.

      –¿Lo quieres para ti?

      Ella sopesó de nuevo su respuesta y se decantó por la audacia:

      –Tengo un fármaco nuevo que me gustaría probar con él.

      ¿Un fármaco nuevo? Fascinante. Desde que estaba con él, Helene había dado con numerosas variantes de afrodisíacos y alucinógenos que dejaban a las mujeres dóciles, excitadas y de vez en cuando en estado comatoso. Raras veces sus brebajes habían causado una muerte.

      –¿Funciona con los hombres?

      –Creo que sí. Solo experimentaría con Trace –se apresuró a añadir–, y solo con tu permiso.

      Murray metió los gruesos dedos bajo la entrepierna de sus braguitas de encaje.

      –Ya sabes dónde está tu sitio, Helene –dijo, complacido.

      –A tu lado. O debajo de ti. O encima de ti –sofocó un gemido–. Donde tú quieras, Murray. Ya lo sabes.

      –Sí, donde yo quiera.

      La docilidad de Helene a todos sus deseos, por retorcidos que fueran, le daba prioridad sobre cualquier otra mujer. Ese tipo de lealtad llegaba muy lejos, sexualmente y en otros terrenos.

      –Murray –susurró, cerrando los ojos.

      Murray sopesó la situación. No había llegado donde estaba por tomar decisiones precipitadas.

      –¿Sabes, Helene?, puede que deje que te diviertas un poco con Trace. Puede –añadió enfáticamente cuando Helene entreabrió los labios, gimiendo.

      De momento, Trace había demostrado ser un empleado impecable: astuto, inteligente, enormemente capaz en todos los sentidos.

      Pero seguía siendo nuevo.

      Era tan bueno que Murray sospechaba de él a veces. Se preguntaba por qué un hombre con sus capacidades se molestaba en trabajar para otro. Podía ser independiente y sin embargo vivía en hoteles y estaba disponible de día o de noche. Murray tenía la impresión de que debería ser un adversario, no un lacayo a su servicio.

      Si alguna vez demostraba no ser de fiar, si le fallaba en algo, no le importaría que Helene hiciera lo que quisiera con él.

      –Pero, de momento, amor, te quiero de rodillas. Me has puesto cachondo, pero tengo poco tiempo. Chúpamela y háztelo sola cuando me vaya.

      Helene suspiró, se bajó de su regazo y se puso de rodillas sobre la gruesa moqueta. Sus ojos azules brillaban de excitación cuando le abrió la hebilla del cinturón y le bajó la cremallera.

      Al sentir su boquita caliente en

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