A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster
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Читать онлайн книгу A merced de la ira - Un acuerdo perfecto - Lori Foster страница 27
Trace la hizo volverse hacia la cómoda, con la espalda pegada a su pecho. Deslizó las manos desde sus hombros hasta sus muñecas y le apoyó las manos sobre la cómoda.
–Ya conoces la rutina.
¿La rutina? Priss abrió los ojos de par en par al verse reflejada en el espejo de la cómoda. No se atrevería.
Trace le hizo separar las piernas sirviéndose del pie.
–Relájate. Seré rápido y luego podremos marcharnos.
–¡Y un cuerno! –pero cuando fue a volverse él la sujetó con fuerza–. Maldita sea, Trace, ya sabes que…
–¿Qué? –su boca estaba muy cerca del oído de Priss. Su aliento era cálido y suave–. ¿Que eres una dulce niñita que solo busca a su papá?
Priss mantuvo la boca cerrada.
Trace se pegó a ella y añadió:
–¿Que no tienes ningún plan oculto, un plan que podría poner en peligro un montón de cosas?
–¿Tus planes, por ejemplo?
Él no mordió el anzuelo. Sus dedos ásperos y firmes acariciaron la parte interior de sus muñecas.
–¿Crees que voy tragarme que eres lo que dices ser, Priss, una mujer sin secretos? –preguntó en tono sarcástico pero con voz suave, casi seductora.
Ella se puso furiosa.
–Eres un cerdo.
–Tienes razón –apoyó las manos sobre las de ella. La miró a los ojos en el espejo–. Ahora quédate quieta como una buena chica y déjame hacer mi trabajo.
No pensaba darle permiso, ni muerta. Pero tampoco podía enfrentarse a él sin delatarse, así que se limitó a mirarlo fijamente, como si lo desafiara a seguir adelante.
Trace esbozó una sonrisa.
–Tienes valor, cariño, hay que reconocerlo.
Sus manos comenzaron a explorarla: subieron por sus brazos, tocaron sus axilas, se deslizaron acariciadoras por sus costados y sus caderas.
–No me llames «cariño» –respiraba trabajosamente, pero no quería que él la oyera jadear.
Mientras deslizaba las manos por la cara interna de sus muslos, Trace le susurró ásperamente al oído:
–Apuesto a que sabes a miel, ¿a que sí?
Dios… Aquello no era un registro. Era una seducción en toda regla. Priss no soportaba mirarse al espejo, ver cómo la turbaba Trace a pesar de estar burlándose de ella.
Volviendo la cara, dijo con voz ronca:
–Para de una vez.
Y él paró, hasta cierto punto al menos. Palpó metódicamente su cintura, por debajo de sus pechos y luego le separó el cuello de la camiseta para echar un vistazo a su escote. Priss se apartó de un salto y, cerrando los puños, volvió la cara hacia él.
–¿Satisfecho?
Él esbozó de nuevo aquella sonrisa burlona.
–Será una broma.
Allí, delante de ella, como si no fuera algo personal, se ajustó los pantalones. Priss se quedó boquiabierta. ¡Santo cielo, tenía una erección!
En ese momento notó también que había vuelto a ponerse su ropa de faena. Debajo del polo negro llegaba el chaleco de kevlar y su cinturón estaba de nuevo cargado con un machete, esposas de nailon, porra eléctrica, pistola y cargadores de repuesto.
Trace recogió su bolso y estuvo hurgando en él. Como la noche anterior la había visto sacar la llave del apartamento de un bolsillo escondido, registró cuidadosamente su interior. Al no encontrar nada, le devolvió el bolso.
Intentando mantener la compostura, Priss cruzó los brazos:
–¿Esperas una guerra esta mañana?
–La espero todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches –señaló a Liger con la cabeza–. Recógelo y salgamos de aquí.
Priss recogió al gato, que se acurrucó en sus brazos con un maullido de placer.
–Eres un verdadero capullo, Trace, ¿lo sabías?
Él abrió la puerta, se asomó afuera y agarró la bolsa con las cosas del gato.
–Sí, lo sé –contestó distraídamente.
No volvieron a hablar mientras bajaban al coche.
Le convenía que Priss le hubiera retirado la palabra. Hasta le hacía un poco de gracia. No había imaginado que fuera tan femenina en esas cosas. Hasta el momento, no había dejado de sorprenderlo. Pero cuantas menos preguntas hiciese, menos mentiras tendría que contarle.
Cuando pasó por un restaurante de comida rápida para comprar unos bocadillos, no le preguntó qué quería comer, ni ella se lo dijo. No pidió zumo ni café para acompañar la comida y, aunque Priss movió la nariz al sentir su delicioso aroma, no dijo ni una palabra cuando Trace puso una bolsa de sándwiches calientes en el suelo, junto a sus pies.
Lo cual era perfecto.
Pero, por desgracia, no podía durar. Había cosas que Priss necesitaba saber, así que unos minutos después, cuando entró en el garaje privado, casi escondido, Trace dijo:
–Ya basta, Priss. Necesito que prestes atención, así que deja de hacer pucheros.
Ella apretó la mandíbula pero contestó con voz calmada:
–Vete al infierno.
Trace no hizo caso. Debía de sentir curiosidad por dónde estaban y por qué. Al llegar al final de la rampa subterránea, Trace sacó el brazo por la ventanilla y marcó un código en el teclado de la puerta del garaje. Una gran verja se abrió, dejándoles pasar.
–Me he asegurado de que no nos seguían y, si alguna vez necesitas venir aquí, debes hacer lo mismo.
Ella lo miró intrigada.
–¿Para qué iba a venir aquí?
Trace se fingió sorprendido.
–¿Me has hecho una pregunta? ¿En serio? Así que el sentido común ha vencido a la terquedad, ¿eh? Estupendo.
Ella cerró el puño derecho.
–Repito, Trace Miller: vete al infierno.
Él no pudo evitar echarse a reír.
–Creo que podrías necesitar este garaje porque estoy convencido de que estás tramando algo, algo completamente