La noche del dragón. Julie Kagawa

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La noche del dragón - Julie Kagawa La sombra del zorro

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solemne—. Técnicamente, todavía eres parte de los Kage. Tu daimyo te envió a buscar el pergamino para ella, ¿cierto? ¿Qué harás si esa orden sigue en pie o si ella te ordena que no dejes testigos? ¿Nos matarás a todos para recuperar el pergamino del Dragón?

      Sentí que Yumeko se ponía rígida a mi lado.

      —Yo… dejé de ser parte del Clan de la Sombra en el momento en que Hakaimono tomó el control —respondí.

      Era un argumento realista. Yo había sido parte de los Kage toda mi vida. Desde el comienzo del Imperio, la expectativa había sido servir al clan y a la familia de manera resuelta, sin dudar, durante el tiempo que durara la vida. Les debía a los Kage mi lealtad, mi obediencia, mi existencia incluso. Si ellos me hubieran dado la orden de enfrentar solo a mil demonios yo habría obedecido —y muerto— sin dudarlo, como lo haría todo samurái. Pero ahora, yo era un huérfano. No tenía clan, familia o señor. Como ese ronin que vagaba por el Imperio, deshonrado y perdido, excepto que yo era algo aún peor.

      —Mi lealtad a los Kage no entrará en duda —le aseguré al noble, que todavía parecía preocupado—. La dama Hanshou no correría el riesgo de tener tratos con un oni, al menos no públicamente. Y no tengo intención de volver con los Kage. No hasta que encuentre al Maestro de los Demonios y lo haga pagar su traición.

      Las últimas palabras surgieron como un rugido áspero, y una rabia hosca cobró vida desde el interior. Yo era algo antinatural y demoniaco, expulsado de mi clan, y mi existencia terminaría bajo el filo de los Kage o ante mi propia espada, pero mataría a Genno antes de abandonar este mundo. El Maestro de los Demonios no escaparía de mi venganza. Lo rastrearía y lo destrozaría, y él moriría suplicando por misericordia cuando yo enviara su alma de regreso a Jigoku, al lugar donde pertenece.

      —Tatsumi —dijo Yumeko en voz baja mientras el resto del círculo se quedaba en silencio—. Tus ojos están brillando.

      Parpadeé y me sacudí, luego eché un vistazo alrededor, a los demás, que se veían sombríos. El noble Taiyo había llevado la mano a la empuñadura de su espada y el ronin se había acomodado en una posición que le permitiría aprestar su arco. La doncella del santuario había estirado una mano hacia la manga de su haori, y su perro se erizaba y me mostraba los dientes. Respiré lentamente y sentí cómo la rabia en mí retrocedía. La tensión alrededor del fuego disminuyó un poco, aunque todavía flotaba en el aire, frágil e incómoda.

      —Bueno, no dormiré esta noche —anunció el ronin con forzada voz alegre. Buscó en su saco, extrajo un cuenco simple y vació un par de dados en su palma abierta—. ¿Jugamos cho-han? No es complicado y ayudará a pasar el tiempo.

      La doncella del santuario frunció el ceño.

      —¿El cho-han no es un juego de apuestas?

      —Sólo si hay apuestas de por medio.

      Me puse en pie y todos levantaron bruscamente la mirada hacia mí.

      —Montaré vigilancia esta noche —dije. Era un largo camino hasta la costa, y Genno estaba muy por delante de nosotros. Si eliminar mi presencia les permitía dormir, incluso durante un par de horas, tanto mejor—. Prosigan con normalidad. Estaré afuera.

      —Espera, Tatsumi —Yumeko también comenzó a levantarse—. Te acompaño.

      —No —gruñí, y ella parpadeó y echó sus orejas atrás—. Quédate aquí —le dije—. No me sigas, Yumeko. Yo no…

      No quiero que estés sola con un demonio. No sé si puedo confiar en que no te lastimaré.

      —No necesito tu ayuda —terminé con voz fría cuando un destello de confusión cruzó su rostro. Ella había hecho tanto y había llegado tan lejos… pero sería mejor que aprendiera a odiarme. Podía sentir la oscuridad dentro de mí, una masa turbulenta de rabia y ferocidad, esperando ser desatada. Lo último que quería era poner en peligro a la chica que había rescatado mi alma.

      Cuando salí de la cueva hacia la cálida noche de verano, percibí la más leve ondulación en la oscuridad y los cabellos de mi nuca se erizaron. Por puro instinto, me doblé hacia un lado. Sentí un cambio en el aire cuando algo pasó rozando mi cara y golpeó con un ruido sordo el árbol a mis espaldas. No necesitaba verlo para saber de qué se trataba: kunai, una daga arrojadiza de metal negro como la tinta y lo suficientemente afilada para cortar las alas de una libélula en pleno vuelo. Sentí la sangre gotear desde una delgada herida en mi mejilla, y la molestia estalló en llamas, convertida en ira inmediata.

      Eché un vistazo a las copas de los árboles y vislumbré un destello de movimiento, un manchón sin rasgos que retrocedía hacia la oscuridad. Entrecerré los ojos. Un shinobi de los Kage, pensando que podría asesinarme desde las sombras. O tal vez con la intención de llevarme a una emboscada. Conocía a mi clan. Si no me ocupaba de esto ahora, vendrían más shinobi, como hormigas pululando sobre una cigarra muerta, y nuestras noches serían siempre acosadas por las sombras.

      Curvé mi labio en un gruñido y salté a la oscuridad detrás del que había sido un compañero de clan.

      Lo perseguí durante más tiempo del que pensé que necesitaría. Seguí su olor, el susurro de las ramas que se sacudían delante de mí. Se movía rápido, saltaba a través de las ramas de los árboles con la gracia de un mono y apenas hacía ruido mientras brincaba de rama en rama. En el suelo, me costaba mucho mantener el ritmo, así que después de unos minutos de esquivar arbustos y abrirme paso a través de la maleza, salté de un tronco caído y me precipité hacia las ramas detrás de él.

      Un trío de kunai llegó hasta mi cara, con sus breves destellos de metal oscuro en la noche. Me agaché, pero uno rozó mi hombro al pasar y luego se perdió con un susurro entre las hojas. Gruñí, levanté la mirada y distinguí una figura vestida de negro que esperaba en otra rama, y una kusarigama —una pesada cadena con una hoz kama unida al final— girando en una mano.

      Desenvainé a Kamigoroshi en una llamarada de luz púrpura y me acomodé frente al shinobi. Por el más breve de los instantes, sentí una punzada de renuencia, de arrepentimiento, por tener que matar a quien había sido un compañero. Pero los Kage no cederían, y había jurado evitar que el Maestro de los Demonios convocara al Dragón. No podía permitir que ellos me mataran ahora.

      El shinobi me esperaba y su kusarigama relampagueaba mientras la hacía girar en un círculo experto. Era un arma mortal, más peligrosa a larga distancia; la cadena se usaba para enredar y desarmar al enemigo, mientras la hoz kama asestaba el golpe final. Las había visto en acción, pero nunca me había enfrentado a una. Tenían el estigma de ser armas campesinas, algo que los granjeros, monjes y asesinos usarían, pero no los samuráis. Por supuesto, el shinobi de los Kage no compartía ese noble prejuicio.

      Estreché la mirada hacia el guerrero que estaba frente a mí.

      —¿Sólo tú, entonces? —pregunté en voz baja. Algo iba mal. A menudo, los shinobi de los Kage eran operadores solitarios que se infiltraban en silencio en una casa o campamento a fin de asesinar a un objetivo o robar información importante. Sin embargo, en misiones extremadamente arriesgadas o peligrosas, se enviaba a un batallón completo, una tropa entera de espías y asesinos altamente entrenados, para asegurarse de que el trabajo fuera hecho. Rastrear al asesino de demonios más famoso en toda la historia del Clan de la Sombra sin duda calificaría como “peligroso”. Era claro que no habrían enviado a un solo Kage para hacer el trabajo…

      Me di la vuelta, aferrado a Kamigoroshi, y golpeé un par de kunai en el aire. Un segundo shinobi había aparecido en una rama detrás de

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