La noche del dragón. Julie Kagawa

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La noche del dragón - Julie Kagawa La sombra del zorro

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saltaba hacia mí con las dos kama en alto.

      Curvé un labio y le di un tirón feroz a mi brazo. El shinobi en el otro extremo de la cadena se levantó bruscamente con la sacudida, voló por el aire y chocó con el segundo atacante. Ambos cayeron hacia el piso del bosque, pero el primer shinobi logró aferrarse al kusarigama y quedó colgado de la cadena como un pez aturdido. Su compañero no tuvo tanta suerte, golpeó el suelo en un ángulo letal y el terrible chasquido de sus huesos rasgó la noche. Se retorció una vez, con las extremidades flácidas, y luego se quedó inmóvil.

      Con la cadena del kusarigama todavía envuelta alrededor de mi muñeca, levanté al shinobi, lo agarré por el cuello y lo estrellé contra el tronco del árbol. Jadeó. Era el primer sonido que le escuchaba, y me quedé congelado: la voz que había emergido debajo de la capucha y la máscara definitivamente no era masculina.

      Me estiré para rasgar su velo: jalé la capucha y la máscara a fin de revelar el rostro oculto. Los oscuros ojos familiares me miraron y mi estómago se retorció.

      —¿Ayame?

      La kunoichi me miró fijamente, con un desafío escrito en el rostro y una esquina de su labio contraída con desdén.

      —Me sorprende que me hayas reconocido, Tatsumi-kun6 —dijo con esa voz sarcástica y penetrante—. ¿O debería llamarte “Hakaimono” ahora?

      Sacudí la cabeza. Ayame era una de las mejores shinobi del clan y, hacía mucho tiempo, había sido una amiga. Mi mejor amiga, quizá. Después de que fuera elegido para convertirme en el nuevo asesino de demonios, el majutsushi me había separado y me había hecho entrenar en un entorno aislado, lejos de mis compañeros shinobi y de cualquier otro de mi edad. A medida que pasaron los años, Ayame y yo nos habíamos distanciado, y después de convertirme en el asesino de demonios, nos veíamos escasamente. Pero todavía tenía algunos recuerdos de ese breve tiempo anterior, algunos recuerdos que ni siquiera el duro entrenamiento de asesino de demonios había podido nublar. Ayame siempre había sido impaciente, desafiante y absolutamente intrépida. Me dolía el pecho al pensarla mi enemiga ahora, una a quien muy probablemente tendría que eliminar.

      —Te enviaron por mí —dije—. ¿Fue una orden de la dama Hanshou?

      Sus ojos oscuros parpadearon y la esquina de su boca se curvó aún más.

      —Ya deberías saberlo, Tatsumi-kun —dijo en voz baja—. Un shinobi nunca revela sus secretos, ni siquiera a un demonio. En particular, no a un demonio —por un breve instante, una sombra de lástima cruzó su rostro, un indicio del arrepentimiento que me estaba devorando desde las entrañas—. Kamis misericordiosos, en verdad te has convertido en un monstruo, ¿no es así? —murmuró—. Entonces, ésta es la razón por la cual los nobles Kage están aterrorizados por Kamigoroshi. Yo creí que tú, de entre todas las personas, eras demasiado fuerte para caer ante Hakaimono.

      Sus palabras no deberían haber herido, pero las sentí como si hubiera clavado la hoja de una espada tanto debajo de mi piel. Y al mismo tiempo, sentí una oscuridad desarrollándose en mi interior que me instaba a matarla, a que aplastara su garganta entre mis manos. Pude ver mi reflejo en sus ojos oscuros; los alfilerazos al rojo vivo de mi propia mirada en su mirada. En las puntas de mis dedos habían crecido unas garras negras curvas que se clavaban en su piel.

      —No quiero matarte —dije en un susurro, y escuché la disculpa en mi voz. Porque los dos sabíamos que la muerte era el único final de este enfrentamiento. Un shinobi nunca se rendía. Si la dejaba ir, ella regresaría con refuerzos, y la vida de Yumeko y los demás estaría en riesgo.

      Una sonrisa triste y triunfante cruzó el rostro de Ayame.

      —No lo harás —dijo—. No te preocupes, Tatsumi-kun. Mi misión ya se ha cumplido.

      Su mandíbula se movió, como si estuviera masticando algo, y percibí el indicio de un aroma dulce y escalofriante que hizo que mi estómago se revolviera.

      —¡No! —apreté su garganta, empujando a la kunoichi de vuelta contra el tronco, tratando de evitar que tragara, pero ya era demasiado tarde.

      La cabeza de Ayame rodó hacia atrás, y comenzó a convulsionarse. Sus extremidades se retorcieron en espasmos frenéticos y descontrolados. Sus labios se separaron y una espuma blanca salió burbujeando, se derramó por su barbilla y bajó por el cuello de su uniforme. Observé impotente, con dolor, enojo y un doloroso nudo en mi garganta, hasta que los espasmos finalmente cesaron, y ella se desplomó sin vida en mis brazos, víctima de las lágrimas de loto de sangre, uno de los venenos más potentes que el clan tenía a su disposición. Unas cuantas gotas te mataban al instante, y todos los shinobi llevaban un diminuto y frágil frasco consigo, accesible incluso si sus manos estuvieran sujetas. Las lágrimas de loto de sangre aseguraban que un shinobi de los Kage nunca revelara sus secretos.

      Aturdido, bajé a la kunoichi a la rama, la recosté con suavidad contra el tronco y acomodé sus manos sobre su regazo. Ayame tenía la mirada al frente, con sus oscuros ojos fijos y ciegos, la expresión floja. Un hilo blanco todavía corría desde una esquina de sus labios. Lo limpié con un paño y cerré sus ojos para que pareciera que estaba durmiendo. Entonces llegó hasta mí un recuerdo: la imagen de una niña dormitando en las ramas de un árbol, escondiéndose de sus instructores. Estaba tan molesta cuando le dije que debíamos volver que amenazó con poner un ciempiés en mi saco de dormir si le decía a nuestro sensei dónde había estado.

      —Lo siento —le dije en voz baja—. Perdóname, Ayame. Ojalá no fuera ésta nuestra circunstancia.

      “En verdad te has convertido en un monstruo, ¿no es así?”

      Incliné la cabeza. Mi antigua hermana de clan tenía razón: yo era un demonio ahora. Mi verdadera naturaleza era matar y destruir. No había lugar para mí en el Imperio, no había lugar para mí entre los nobles clanes o mi familia, y ciertamente no tendría lugar al lado de una hermosa e ingenua chica zorro que parecía tontamente impávida ante el hecho de que yo pudiera destrozarla sin miramientos.

      Una brisa agitó las ramas de los árboles, y suspiré mientras pasaba una mano por mi rostro. ¿Por qué la dama Hanshou había enviado sólo a dos shinobi para enfrentarme? Ayame era una de las mejores guerreras del Clan de la Sombra y estaba directamente bajo las órdenes de Maestro Ichiro, el instructor principal de los shinobi de los Kage; sólo la daimyo podría haber ordenado tal misión, pero la dama Hanshou sabía, mejor que nadie, que un par de shinobi no tendría ninguna posibilidad contra un demonio. Y sin embargo, Ayame había dicho que su misión ya se había cumplido…

      Me enderecé alarmado. La dama Hanshou sabía que dos shinobi no podrían vencerme, ése nunca había sido el objetivo. La misión de Ayame no era matarme, sino fungir de distracción. Una artimaña para alejarme de Yumeko y los demás, de manera que se quedaran solos en una cueva oscura…

      Con un gruñido, di media vuelta y corrí de regreso a través de los árboles, maldiciendo mi estupidez y esperando que no fuera demasiado tarde.

      03 El sufijo -san expresa cortesía y respeto, es el honorífico más común, y se utiliza tanto en hombres como en mujeres.

      04 Al tratarse de un noble, realeza, puede usarse además la partícula “no” que significa “de”, para referirse a la pertenencia a una renombrada familia.

      05 El sufijo -sama es más formal que -san. Se utiliza para personas de una posición muy superior (como un monarca o un gran maestro) o alguien a quien se admira mucho.

      06

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