Amigo o marido. Kim Lawrence
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Tess se sorprendió al oír aquella referencia. Su expresión tensa se suavizó. Por supuesto que se acordaba. Recordaba haber estrechado el cuerpo delgado y juvenil de Rafe contra el suyo y, en más de una ocasión, haberse quedado dormida con su cabeza morena apoyada en su pecho plano de adolescente.
El vívido recuerdo le hizo un nudo en la garganta. Su amistad con un Rafe mucho más joven y vulnerable había sido la más estrecha de todas. No podía esperar que aquel grado de intimidad durara para siempre, pero era triste pensar en lo mucho que se habían distanciado. Si algo era bueno, merecía la pena hacer un esfuerzo por conservarlo.
Exhaló un pequeño suspiro y se permitió albergar cierta esperanza. Si aquella ocasión había sido tan inocente como las que Rafe mencionaba, no tenía nada de qué preocuparse. Pero Tess se habría sentido mucho más aliviada si Rafe no tuviera la clase de voz que podía convertir una canción de cuna en una insinuación sugerente.
–¿Todavía está el viejo nogal junto a la ventana?
Las mujeres siempre solían recibir a Rafe con los brazos abiertos… salvo por Claudine. Su mirada se endureció al recordar su desaire. Lástima que no le hubiera dado la espalda antes de que Rafe hiciera el más absoluto de los ridículos.
–No, estaba enfermo y tuvieron que talarlo –respondió Tess en un tono enérgico que no reflejaba ni un ápice de la tristeza que había sentido en su momento.
–El tiempo no pasa en vano –suspiró Rafe con pesar. Tess paseó la mirada con rapidez por su cuerpo grande y viril. ¡Como si él estuviera decrépito!–. No está bien –prosiguió– que una casita llamada El Nogal no tenga nogal.
Tess pensaba lo mismo, pero se negó a sucumbir a la tristeza.
–No irás a ponerte nostálgico, ¿no? Si te sirve de consuelo –reconoció–, planté varios esquejes del antiguo nogal después de que lo talaran. Y, para ser exactos, esta era la habitación de la abuela por aquel entonces, y también su cama.
La que Rafe había compartido con ella era una estructura estrecha de metal que, seguramente, se hundiría hoy día bajo su peso, pensó, mientras recorría su figura larga y fornida con la mirada.
¿Quién habría pensado que el niño flacucho se convertiría en un espécimen tan asombrosamente perfecto? Consciente de que su respiración se aceleraba al contemplarlo, Tess inspiró hondo y se humedeció los labios con la punta de la lengua. Cuando tragó saliva, tenía la garganta seca y dolorida, como si quisiera llorar… pero no quería.
Una cosa era considerar el magnetismo sexual de un hombre, y otra muy distinta babear por ello. Rafe ya tenía bastantes admiradoras que encomiaban su perfección física para que ella se uniera al club. Alzó la vista con nerviosismo para ver si él se había percatado de su escrutinio, pero Rafe no tenía la mirada puesta en el rostro de Tess.
–Han cambiado muchas cosas desde entonces –la voz grave estaba cargada de cálida apreciación mientras seguía contemplando el perfil de sus pequeños senos.
Rafe alzó la vista y sus ojos estaban cargados de turbio erotismo. Los senos trémulos de Tess reaccionaron como si los hubiera acariciado con su cálida boca. La sorprendente imagen desterró todo pensamiento racional de la mente de Tess durante un largo momento candente. Con las mejillas ardiendo, luchó por recuperar la cordura.
–Hay cosas que no cambian… como tu total desconsideración con los demás –era un embuste como la copa de un pino, así que para justificarlo, Tess rebuscó en la memoria algún ejemplo que lo ilustrara. Se sintió triunfante al descubrir uno–. Tu familia debía de preocuparse mucho todas esas noches en las que desaparecías.
–Si la preocupación es directamente proporcional a la intensidad del castigo, estaban muy, pero que muy angustiados –la nota cínica de su voz la impulsó a escrutar el rostro pétreo de Rafe. El recuerdo de los cardenales que vio en una ocasión en su espalda, cuando toda la cuadrilla había ido a nadar, surgió en su cabeza. De repente, todas las ocasiones en las que Rafe se había negado a despojarse de su jersey de mangas largas en un caluroso día de verano cobraron sentido y la horrorizaron.
Se olvidó del dolor de cabeza y se incorporó con brusquedad. Sus ojos llameaban de indignación.
–¡Te pegaba! –pensó en Guy Farrar, con su pequeña boca ruin y sus carnosos puños y se le puso la piel de gallina–. ¡Nunca me lo dijiste!
Nadie, ni sus padres, de los que tenía un vago recuerdo, ni la querida abuela Aggie le habían puesto nunca la mano encima.
–Déjalo, Tess –dijo Rafe con aspereza.
–¡Pero…!
–Estás jadeando –la interrumpió, mientras estudiaba con interés clínico al agitado ascenso y descenso de sus senos pequeños y moldeados. ¡De modo que Tess tenía senos! No tenía importancia. Sin embargo, fijarse era una cosa, contemplar otra muy distinta. Rafe desvió la mirada con firmeza.
–¡No estoy jadeando! –exclamó Tess casi sin aliento. Contrajo la mandíbula y entornó su mirada furibunda–. ¡Me gustaría…!
Rafe tomó sus manos y, tras introducir los pulgares en sus pequeños puños, los abrió muy despacio.
–Ya veo lo que te gustaría hacer –la regañó con suavidad.
Rafe solía dar gracias a la fortuna porque el único legado personal que había recibido de un padre con tendencia a levantar la mano a su hijo rebelde, fuera la profunda aversión que sentía por la violencia y los individuos que la utilizaban para controlar a los más débiles.
Solo había utilizado la fuerza física en una ocasión para castigar a otra persona… en realidad, habían sido tres, estudiantes de sexto curso que estaban haciendo de la vida de un cuarto compañero un auténtico infierno. Rafe entró un día en la sala común y los sorprendió inmovilizando al más débil contra la pared mientras hacían turnos para pegarlo. Echó fuego por los ojos, un fuego carmesí que lo cegó. Aquel día, se liberó de sus demonios y fue expulsado del internado.
Tess se quedó inmóvil al sentir el pulgar de Rafe en la palma de su mano. El estremecimiento que la recorrió le hizo fruncir la frente cuando, con recelo, su mirada se cruzó con la de aquellos ojos oscuros, sensuales y aterciopelados.
El descubrimiento de la intensidad de aquella mirada escrutadora la tomó por sorpresa. De repente, la tensión que la dominaba pasó a un nuevo nivel de atracción sexual más intenso que el anterior, y se quedó mirándolo sin aliento y con la garganta reseca.
–Sé que te mueres por saberlo… –empezó a decir Rafe, y Tess no dio importancia al calor líquido que sentía en el vientre. Era comprensible, Rafe hablaba con una voz grave e íntima destinada a hechizar, hipnotizar y embelesar a cualquier mujer con hormonas en el cuerpo. Las de Tess, después de años de obstinada desatención, estaban volviendo a la vida en el momento más inoportuno. Sentía un ansia en la que no quería pensar… era increíblemente bochornoso–. Pero no, no acepté la invitación que el alcohol te indujo a hacerme. Claro que no podía dejarte durmiendo en la mecedora, así que te subí a la cama.
–¡Yo no te invité a entrar en mi cama! –con los puños cerrados, Tess se negó en redondo a responder a la provocación. Con el estómago encogido, contempló con incomodidad aquellos sólidos bíceps. No