Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?. José Montero

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Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto? - José Montero Zona Límite

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apoyo.

      —¡¿Pero qué se creen que soy?! ¡¿Una mercadería?! ¡¿El premio de una rifa?! –bramó Lula, haciéndose oír sobre la muchedumbre.

      —¡Sííííí! –fue la respuesta generalizada.

      —¡Paren, che! ¡A la amiga de Toto no la toca nadie, ¿estamos?! –reclamó el Viejo Oscar.

      Era evidente que lo respetaban, porque se hizo silencio.

      —Okey, corramos por el honor –dijo Facu.

      Lula quedó al cuidado del Viejo Oscar. En la línea de largada, Toto miraba la moto de Facu y sabía que no tenía demasiadas chances. Sus 250 centímetros cúbicos competían contra 500.

      Tampoco tenía ganas de correr porque lo estaban obligando. Si lo hacía era para cumplir los códigos del grupo –que ya no era el suyo–, zafar lo más rápido posible e irse con Lula, poniéndola a salvo.

      Sin embargo, todo cambió cuando la luz de la linterna se encendió allá a lo lejos y Tomás entró en modo competitivo. Quería comerse a los chicos crudos, ganar a cualquier precio, estaba dispuesto a saltar sobre su presa con el cuchillo entre los dientes.

      Facu iba con ventaja, pero Toto comprendió que iba a llegar con demasiada potencia y velocidad (y poco peso) al momento de girar alrededor del tipo que sujetaba la luz.

      Efectivamente, ocurrió eso y Facu, para no irse al demonio, tuvo que hacer una frenada más larga. Se pasó como cincuenta metros y recién ahí pudo pegar la vuelta.

      Para entonces, Tomás ya había girado e iba derecho hacia la línea final. Facu se le acercaba peligrosamente. En determinado momento se pusieron a la par, y Toto hizo una jugada arriesgada. Le tiró la moto encima y el otro, temeroso de perder el control, aflojó.

      La maniobra rindió sus frutos y Tomás llegó a la meta con lo justo, pero llegó primero.

      Terminada la carrera, los dos hicieron una larga frenada. Siguieron casi cien metros en dirección a La Salada.

      En todo el trayecto, Facu fue insultándolo de arriba abajo. Tomás no se enganchó. Ni le dio bola. Mantuvo la compostura y dijo:

      —¿Por qué te hacés problema, amigo? Corrimos por el honor y vos no tenés. No perdiste nada.

      Fue peor. Facu se enardeció y los insultos recrudecieron. Toto simplemente esperó que se cansara. Cuando ya estaba por ir en busca de Lula, vio a alguien conocido. No tenía demasiado interés en hablar. Así que simuló no haberlo visto y apoyó un pie en el asfalto para doblar. Un gorila se le interpuso y le dijo:

      —Momento. El jefe quiere hablar con vos.

      —¿El jefe? –preguntó Tomás–. ¿Desde cuándo? En las carreras nunca hubo jefe.

      El gigante ni siquiera se molestó en responderle. Simplemente se mantuvo delante de Tomás para que no se fuera.

      Toto iba a necesitar algo más que una moto para sacarlo del medio. Iba a necesitar un camión. O un tanque. Como no tenía ninguno a mano, optó por obedecer.

      De pronto alguien conocido se acercó.

      —Toto, querido, cuánto tiempo sin verte. Buena carrera. ¡Te felicito! –dijo Catriel, un poco cambiado, el pelo más a la moda, anillos de oro en los dedos.

      Siguió diciendo frases de ocasión, buena onda, mientras lo abrazaba y lo palmeaba. En esos segundos que duró el saludo, Tomás vio que otro de los gorilas apretaba a un tipo, que parecía muy disconforme y quejoso, y le sacaba un paquete. No era precisamente un paquete de me-dialunas. Eran varios fajos de dinero que fueron a dar a las manos de Catriel, quien dijo:

      —Gracias, Tomás, me hiciste ganar mucha plata.

      Capítulo 7

      —Me engañaron –atinó a decir Tomás.

      Catriel optó por el silencio. Chasqueó los dedos y sus gorilas le trajeron una súper moto tuneada con imágenes de San La Muerte. Se subió, la encendió y el motor emitió un ronquido profundo, que parecía salir del fondo del Riachuelo y se adueñaba del alma de todas las personas que lo rodeaban. Luego se subió a la nave.

      Empezaron a andar a paso de hombre, cada uno en su moto, hacia la línea de donde partían y adonde llegaban los competidores.

      —Me engañaron –repitió Tomás–. Me usaron.

      —Bueno, che, no seas tan principista.

      —Acabo de escupir sobre la tumba de Ángel.

      —Uh, loco, qué dramático. Es una carrera por guita, nada más.

      —Él era contrario a todo esto.

      —Ángel no tiene nada que ver.

      —Definitivamente no.

      —Dejalo en paz –ordenó Catriel.

      —No va a tener paz hasta que se haga justicia. Hasta que se sepa que lo mataron por no prenderse en un robo. Tus amigos, los policías corruptos, y los socios de la transportadora de caudales.

      —¡Pará, pará, pará! –se detuvo Catriel, y los gorutas acudieron rápidamente a su lado para ver si había algún problema–. ¿Policías amigos? Yo no tengo policías amigos. Los odio. Si te presioné para que facilitaras el trabajo en Tulsaco fue porque me tenían agarrado del cuello. Me amenazaron, me pegaron. Amenazaron con secuestrar a mi vieja.

      —¿Por qué no los denunciaste en vez de meterme a mí en problemas?

      —¿Denunciarlos? ¿A los polis? ¿Vos querés que me maten? ¿Dónde los voy a denunciar? ¿En la comisaría, en el Departamento Central?

      —En Tribunales. Ante un juez, un fiscal.

      —Eso hacen los ricachones. Los que tienen abogado. Yo no tengo nada.

      —¿Vos sos consciente de las que pasé? Estuve preso, coimearon a mi viejo, me destrozaron la moto. Quedé imposibilitado de trabajar por derecha. Y pueden volver. Pueden hacer conmigo lo que quieran.

      —No me las cuentes. Las que vos pasaste, las pasé primero yo. Peor –dijo Catriel.

      —…

      —Era más fácil si los hacías entrar a Tulsaco y listo.

      —…

      —Igual, quedate tranquilo. Yo ya cerré con los polis esos. Desde que soy capitalista del juego, me tienen más respeto.

      —¿Capitalista?

      —Ponele. Les doy algo todos los meses. Me la hacen fácil. Puedo hablarles por vos. Puedo decirles que te dejen tranquilo.

      —Disculpame, Catriel, pero no quiero nada de tu parte. No me metas en más líos.

      —Te

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