Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?. José Montero

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Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto? - José Montero Zona Límite

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puedo creer. ¿Qué hacés acá? Nunca creí que iba a encontrarte en este barrio.

      —Yo tampoco.

      —Cuando le cuente a mi hija, se desmaya. Cuatro añitos tiene y se sabe todas tus canciones. Es refanática. Yo también.

      —Bueno, gracias.

      —¿Nos podemos sacar una selfie?

      —En realidad… –intentó decir Lula, pero fue inútil.

      La policía ya había sacado su celu, extendido su brazo y obtenido una foto de los tres. Si era capaz de desenfundar su arma tan rápido como el teléfono, los delincuentes estaban perdidos.

      —¡Ay, gracias, Lula! ¡Sos una genia! En el barrio van a reventar de envidia.

      —¿Podemos seguir? –preguntó Tomás.

      —Dejen que les avise a mis compañeros –dijo la agente señalando al resto de la dotación de los dos patrulleros.

      —Me encantaría, dulce –dijo Lula y la compró con un beso–, pero estoy apurada. Otro día.

      Al final llegaron hasta la barrera, la cruzaron y entraron en la casilla justo cuando dos trenes que pasaban juntos (uno en cada dirección) provocaron un terremoto de 8 grados en la escala de Richter.

      —Pasá, ponete cómoda –invitó Tomás.

      A pesar de que era temprano para merendar (las tres y algo de la tarde), tomaron unos mates, devoraron los churros rellenos con dulce de leche y bañados en chocolate y luego discutieron quién hablaba primero.

      —Tu mensaje llegó diez segundos antes. Sorry, empezás vos. Sos el más angustiado. El que necesita contención psicológica urgente –se impuso Lula.

      Toto rió y festejó la desfachatez, pero se puso serio de inmediato para decir:

      —Volví a mentirte, Lula. El otro día no tenía fiebre.

      —¿Qué pasa? ¿No querés trabajar más conmigo? –se adelantó ella.

      —No puedo manejar. Me volvieron los mareos que sentí cuando mi vieja me abandonó. Intento recuperarme, pero no hay caso.

      —¿Qué pasó?

      —…

      —¿Tuviste algún problema? ¿Discutiste con alguien? ¿Cortaste alguna relación?

      —No, Lula, sabés que no estoy con nadie.

      —Qué sé yo. Capaz que no me contás.

      —A esta altura, te cuento todo.

      Se clavaron los ojos hasta que Lula no pudo sostenerle la mirada y se concentró en una diminuta manchita de chocolate que había quedado en la comisura de los labios de Toto. Se mojó un dedo con saliva y se la limpió. Él se dejó hacer.

      —Pasó algo, sí –se sinceró Tomás y le narró, hasta el más mínimo detalle, el episodio vivido en Parque Patricios con el espíritu, o el recuerdo, o la imagen, de su madre.

      —¿Puedo ver la estampita? –pidió Lourdes cuando concluyó el relato.

      —Eso es lo más loco. Yo la tuve, la toqué. La guardé en un cajón, pero ya no está más.

      Lula inspiró hondo buscando una explicación a lo incomprensible.

      —¿Te acordás de qué cementerio era?

      —Chacarita.

      —¿Recordás la dirección que figuraba?

      —Sección ocho. Todo lo demás, ni idea.

      —¿Qué hora es?

      —Las cuatro.

      Lula chequeó información en el teléfono y anunció:

      —Está abierto hasta las seis. Vamos.

      Tomaron un taxi y en poco más de media hora estuvieron en el Cementerio de la Chacarita.

      El conductor preguntó si los dejaba en la puerta principal o si deseaban entrar.

      —Ni idea –dijo Tomás.

      —Vamos a la sección ocho. ¿Sabe dónde queda? –preguntó Lula.

      El taxista la miró por el espejo retrovisor y dijo:

      —En Buenos Aires hay miles de calles. Con suerte, conozco quinientas. ¿Encima me pedís que conozca la ciudad de los muertos, pibe?

      Lula seguía en su “modo chico”. Estuvo a punto de responder, pero se contuvo cuando Tomás le apoyó una mano en la rodilla en señal de que no valía la pena.

      Toto le pidió al conductor:

      —Por favor, entre, señor. Una vez adentro le preguntamos a algún empleado.

      —Ahí me gusta más –respondió el tipo dando un volantazo para dirigirse hacia un ingreso de autos.

      —¿Viste que hablando se entiende la gente, “Carlitos”? –le dijo Toto a Lourdes, cargándola por su aspecto y por las confusiones que generaba.

      Les preguntaron a varios cuidadores por la ubicación de la sección ocho, pero nadie sabía. Ni siquiera se dignaban a hablar. Miraban para otro lado, se encogían de hombros, pegaban media vuelta.

      El taxista llegó a una conclusión:

      —Me parece que acá, para que funcione, hay que engrasar la máquina.

      —Sí, ¿no? –dijo Tomás.

      —¿Eh? ¿De qué hablan? –preguntó Lula.

      —Que quieren un billete –abundó Toto.

      Sacó algo de la billetera y se lo entregó al chofer, para que este a su vez se lo ofreciera a otro cuidador que venía de frente.

      —No, ¿qué hacés? –dijo el empleado del cementerio al ver el billete extendido–. Más discreto. Hacémelo chiquito.

      El taxista lo dobló en cuatro y se lo dio en forma disimulada, como si estuviera saludándolo con un rápido apretón de manos.

      —Parece que estamos comprando droga –dijo Lula, indignada.

      —Tranquila –la contuvo Tomás, por lo bajo.

      Llegaron por fin al lugar que buscaban. Pagaron el viaje y el taxi se fue.

      La sección ocho ocupaba dos manzanas irregulares. Había cientos de tumbas.

      —¿Por dónde empezamos? –preguntó Lula.

      —Si

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