Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?. José Montero
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Y así fue como conoció a Lula.
Capítulo 1
Hacía años que Tomás no entraba al Parque Patricios.
Vivía en el barrio, pero no pisaba la plaza. Hasta evitaba caminar por sus veredas. A nadie le gusta volver al lugar donde sucedieron hechos dolorosos, que dejaron cicatrices.
Pero últimamente hacía una excepción. Se permitía poner pie en el borde para recorrer los cuatro o cinco puestos de libros y revistas usados, sobre la calle Monteagudo, casi esquina Caseros.
Cada vez que pasaba, Toto encontraba alguna publicación sobre motos. El tema lo apasionaba. Le gustaba leer sobre su funcionamiento, su diseño, su historia. Cuando entraban esas revistas, los puesteros se las guardaban para que Tomás seleccionara primero que nadie.
A veces se quedaba hablando con los vendedores. De a poco, el escozor que le causaba hallarse en la plaza fue cediendo, y un día se desafió a sí mismo entrando por un sendero en diagonal, con la intención de salir por el otro extremo. Era un recorrido de cincuenta o sesenta metros. No más. Pero cuando hubo andado los primeros diez o quince pasos tuvo que volver para atrás y, casi corriendo, salir de la zona maldita. Del lugar donde parte de su alma había quedado enterrada a los cinco años.
Una tarde ocurrió lo impensado, y fue que Toto, compenetrado en la lectura de una revista importada sobre su ídolo del Moto GP, el italiano Valentino Rossi, sin darse cuenta entró en el parque y de pronto se detuvo frente al monumento al soldado de Patricios.
Fue como entrar en otra dimensión. El ruido del tránsito quedó lejos. También cesó el griterío de los chicos que jugaban. Hasta se apagaron los cantos de los pájaros. De repente, como en una película, el espacio en cincuenta metros a la redonda quedó vacío. Las personas se fueron. Desaparecieron. Solo quedaron Tomás y una mujer anciana.
Toto enrolló la revista y, por puro instinto, quiso alejarse, salir de esa zona de incomodidad. ¿Qué pasaba? ¿Por qué se habían ido todos?
Ajenos al deseo consciente, sus pies lo llevaron al lado de la mujer, y entonces la observó mejor y vio que no era anciana. Tendría 50 años, más o menos, pero no lucía como la mayoría de las personas de esa edad. Estaba muy desmejorada.
—Hijo –dijo la mujer.
—¿Mamá?
—Tomás.
—No puede ser.
Otra vez, Toto quiso huir, pero una parálisis repentina atacó sus piernas y no hubo forma de eludir el encuentro.
—Perdón –imploró ella.
—…
—Tal vez me odies. Fui una mala madre. La peor del mundo.
—…
—Toda mi vida fue una sucesión de malas elecciones. Me casé con el hombre equivocado y después no tuve el coraje de llevarte conmigo.
—…
—Me dejé engañar por falsas creencias. Con tal de redimir mis pecados, me entregué a un pastor… En realidad, solo tenía que venir a buscarte. Cuando lo hice, ya era tarde.
—…
—Solo vine a pedirte perdón. No queda tiempo para otra cosa. Cuando me perdones, yo seré libre. Y vos serás libre para amar sin miedo.
Petrificado, con el corazón a punto de estallarle y las tripas hechas un nudo de serpientes, Tomás no alcanzó a responder.
Su mamá se desvaneció en el aire y, cuando Toto volvió a la realidad, tenía entre los dedos una estampita con la imagen de una virgen.
En el dorso de la estampita estaba el nombre y el apellido de ella, de su madre.
La letra manuscrita aportaba una dirección.
Una dirección extraña.
Con número de sección, de parcela, de hilera y, por último, de tumba.
Capítulo 2
El primer impulso le ordenó deshacerse de la estampita. Se frenó por un sentimiento de respeto hacia lo religioso.
Necesitaba guardar una prueba física del encuentro, que había sido etéreo y fantasmal. ¿Cómo calificar, si no, el hecho de toparse con la madre muerta? Si era que efectivamente estaba muerta. Porque no tenía forma de confirmarlo. Algo escrito en un pedazo de papel no tenía validez en el mundo real. ¿O sí?
No quería pensar ni hacerse tantas preguntas. Ya demasiado había sufrido. ¿Para qué remover las cosas? ¿Acaso no podía “clavarle el visto” al episodio y seguir su vida como si nada?
Claro que podía, se dijo. E hizo lo que siempre hacía cuando un asunto le resultaba molesto. Lo metió en un cajón. Lo enterró bajo un montón de papeles, objetos, ideas y problemas que había enterrado antes.
En este caso, guardó la estampita en el último cajón de la cocina. El más inútil. Ese al que van a parar las velas para cuando se corta la luz, bolsas y envoltorios usados, algún corcho, hilo, un poco de cinta adhesiva, menúes de comida con precios irrisorios, viejos, dejados alguna vez por el delivery, etcétera. Tomás, en definitiva, se hizo el tonto. Simuló que no le preocupaba el destino de su madre.
Buscó cualquier excusa para salir a dar una vuelta en moto. Le sacó el candado. Abrió la puerta de alambre que separaba el mínimo patio de la vereda. Le quitó el pie de apoyo y la llevó a pulso hasta la calle, a la vez que pasaba el tren que iba a provincia y hacía vibrar todo. Levantó una pierna, la pasó por encima del asiento y se sentó. Todo iba normal, sin contratiempos, hasta que quiso introducir la llave en el contacto. Ahí el mundo se le dio vuelta. Los mareos rodaron por su mente y cayeron como una ficha que encendía la maquinaria del aturdimiento. Del martirio que lo había marcado a fuego como si tuviera, grabada en la frente, una A de abandonado.
Se fue al piso. Tuvo que esforzarse para salvar la moto. Cualquier pavada, cualquier rotura, le saldría un dineral.
Dificultosamente, volvió a guardarla y encadenarla. Después, cuando se tranquilizó, le mandó un mensaje a Lourdes.
“Me vas a matar, pero este fin de semana no puedo trabajar. Estoy con fiebre”, se justificó.
No pasó ni un minuto. El celular de Toto comenzó a sonar. Era Lula.
—¿Qué pasó?
—Nada,