Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?. José Montero
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Lourdes llegó unos minutos antes cubierta con anteojos oscuros y con el pelo recogido en una cola de caballo. Saludó con un gesto en la barra y se dirigió resueltamente a la “habitación del fondo”.
Cuando llegó Milagros y preguntó por “la señora de Tomás” (esa era, mitad en broma, mitad en serio, la clave que le había indicado Lula), un empleado la condujo a ese sector y, en la puerta, extendiendo una mano como quien pide propina, le hizo saber que no estaba permitido entrar ahí con teléfonos ni con otros dispositivos electrónicos
Milagros entregó el celular, pero el camarero debió insistir para que se desprendiera también de la cámara de fotos.
—Es que quiero llevarme un recuerdo –se justificó la chica.
—Eso tiene que hablarlo con la señora –fue la inflexible respuesta.
Por fin, Milagros ingresó al cuarto revestido en madera sin la posibilidad de registrar el encuentro.
—Decime todo lo que sabés –dijo Lula.
Como bienvenida, era bastante fría.
—¡Ay, Lula, te amo, te adoro, sos lo más!
—Quedate ahí o llamo a seguridad –la frenó su artista favorita.
—Es que… Perdón…
—…
—¿Me podés firmar la remera, al menos?
—No vine acá para perder tiempo. Vine para saber quién te ordenó sacarme la máscara. Fue Corina, ¿verdad?
—Sí y no.
—¿Sí o no?
—Yo la contacté a Corina porque quería organizar un club de fans. Ella al principio no me dio bolilla, pero insistí y me pidió muy apurada que tuviéramos una reunión, cosa que me sorprendió.
—¿Se juntaron?
—Igual que vos, desconfiaba de mí. Ordenó que le sacara la batería al celular delante de ella. ¿Qué tienen con los teléfonos?
—No pedí tu opinión. ¿Qué te dijo?
—Ay, Lula, por favor no me trates así. Sos muy distinta de cuando estás arriba del escenario –Milagros empezó a hacer pucheritos; faltaba poco para que llorara.
Lula dio vuelta los ojos en gesto de fastidio y solucionó todo con una promesa:
—Okey, después te firmo la remera.
—¡Gracias, te amo!
—Primero contame qué te dijo Corina.
—Me dijo que iba a hacer arreglos para que yo subiera al escenario en un “descuido” de la seguridad del boliche.
—¿Cuál es la duda, entonces? Está clarísimo. Fue su culpa.
—Yo no quería. Pensaba que había algo malo. Corina no me gustaba. Siempre me pareció un poco yegua.
—¿Un poco? –preguntó Lourdes; le salió del alma.
—Veo que es muy yegua –interpretó Milagros.
—Seguí.
—Me olía mal. Dijo que era un efecto publicitario y que vos estabas de acuerdo. “¿Por qué no me lo pide Lula en persona?”, me pregunté.
—Al grano. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?
—Darío.
—¿Darío?
—Corina me dijo que todos en la banda estaban al tanto, solo que vos estabas muy ocupaba firmando contratos, cambiando tu imagen, haciendo producciones de fotos y cosas así, y además no querías dar la cara frente a una fan.
—…
—Entonces Corina me organizó un nuevo encuentro, esta vez con Darío, y acá se repitieron las medidas de seguridad, la locura que tienen con los celulares.
—Concretamente, ¿qué te dijo Darío? –urgió una definición Lula; no se aguantaba más, quería llegar a la verdad.
—Concretamente... me pidió que te quitara el antifaz.
Capítulo 4
“Transmisión del pensamiento”, dijo Lula en voz alta cuando leyó en la pantalla de su nuevo teléfono el mensaje de Tomás, que decía: “¿Podemos vernos?”. Ella, en simultáneo, acababa de mandarle otro con una propuesta similar, pero más imperativa: “Necesito hablar con vos”.
Rápidamente acordaron –porque Lula insistió y no hubo forma de hacerla cambiar de opinión– que esta vez ella iba a viajar de nuevo hasta Parque Patricios, para conocer la casilla de Toto.
—Tenés que bajarte en la estación Hospitales –explicó él–. Estoy sin la moto, te voy a buscar a pie –agregó.
—Okey.
Una hora después, cuando la vio salir de la boca del subte, le costó reconocerla.
Lula se había puesto unos pantalones flojos que deformaban su figura, un buzo con capucha (donde había ocultado el cabello) y los infaltables lentes oscuros; para completar el disfraz, cero maquillaje.
—Parecés un pibe –le dijo Toto.
—Andá a freír churros –replicó Lourdes.
—Tengo en casa, y ya están fritos.
—¿Compraste? Tengo un hambre... –se burló ella.
Caminaron y tomaron por la calle Pepirí. El plan era seguir derecho hasta el fondo, cruzando la barrera, pero en la plaza José C. Paz había un control de tránsito de la policía. De pronto, una agente se plantó sobre la vereda y les pidió documentos.
—Todos los días me paran cuando vengo con la moto, y hoy que vengo caminando ¿también me paran? –se quejó Tomás.
—Estamos trabajando para su seguridad –dijo la mujer policía–. El masculino que viene con usted me resulta sospechoso.
—¿Masculino? –rió Lula–. Soy una chica.
—Yo con su elección de género no me meto. ¿Me permiten sus identificaciones?
Toto y Lourdes presentaron sus documentos y la agente, al ver el de Lula, cambió de expresión. Tuvo que leer en un murmullo varias veces el nombre y apellido de ella para comprender. Finalmente dijo con