Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa Candaya Narrativa

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se cansan porque no tienen cuerpo, su cuerpo está hecho de muchos cuerpos, eso es la burocracia: una hidra poderosa;

      ¿Cómo fue entonces?;

      Como si fuera en un barco,

      perdido en el cadáver de un mar milenario; como si el desierto se empeñara en un oleaje arenoso y el autobús diera bandazos a babor y estribor azotado por la tormenta; como si nada pudiera ser estable al recorrer el estirado espinazo; como asomado por la borda a un abismo lleno de alacranes y ponzoña; con la espalda encorvada de los que leen algo prohibido, las rodillas juntas para esbozar una mesa, un punto de apoyo, el cuello estirado en la histeria para que nadie leyera sus palabras y esperando que la luz fuera suficiente para no torcer el horizonte de las líneas:

      así fue como Juan Pablo Orígenes empezó a escribir,

      iba de camino a la frontera y tenía veinte años. Así escribiría el resto de la vida ese libro que nunca podría terminar porque la escritura, lo descubrió mucho tiempo después, es lo que nunca tiene final:

      La escritura, leyó una vez, es el momento de la separación, y Juan Pablo Orígenes ya había comenzado a separarse de su pasado, del porvenir de aquel pasado nunca prometido: comenzaba una ausencia que estaría para siempre inacabada.

      ¿En qué pensaba Orígenes cuando se fue de la ciudad, cuando el autobús echó a andar por el desierto, cuando abrió por primera vez el libro de Burton, cuando lo único que esperaba era que nadie pudiera encontrarlo?;

      Nunca pensó en la escritura como en la factura de una carta larguísima, pero un día, en el viaje, descubrió que el libro es toda la escritura que se sucede en torno del libro, que es lo mismo que decir en torno de la vida. Su madre, que se quedaba en la ciudad, enferma de esa constelación celular que crecía desmesurada, estaría sola hasta la muerte:

      La peor enfermedad es la soledad, escribió;

      luego, debajo de esa línea, muchos años después, con un pulso más firme, escribió:

      La peor enfermedad es el libro;

      y luego, con los años, con la vejez encima y con el pulso tembloroso de los que esperan la muerte:

      La peor enfermedad es el cáncer. Y en lugar del punto agregó una coma y la palabra Madre.

      En la juventud, cuando empezó la escritura marginal, no pensaba en un testamento, sino en un testimonio. Se trata de libros distintos, escribió. Hacia el final de su vida, cuando ya no quería escribir más pero no podía evitarlo, anotó que el testimonio es el libro que escriben los vivos contra la muerte, y el testamento es el libro que escriben contra la vida los que están a punto de morir.

      Usted, Salomón, está escribiendo su propia muerte. Yo no conocí a Pablo Lezama, yo no lo maté en aquella casa abandonada ni enterré su cuerpo en la misma fosa que él había cavado para mí, yo nunca conocí a ningún Pablo Lezama, yo no le he dicho a usted nada de esto. El libro que usted escribe, Salomón, es el libro que lo va a matar;

      ¿Los libros pueden matar, Juan Pablo?;

      No cabe en el País todo esto, no hay sitio para la Enfermedad ni para los Enfermos. Sólo en el libro hay espacio para lo que en el País ya no tiene lugar, escribió.

      Escribió tanto y pensando en tantas personas que no se dio cuenta, sino hasta mucho tiempo después, de que la historia y el crimen estaban ahí, en el libro, entre los fragmentos que había ido escribiendo, bajo la forma de inferencias, breves sospechas, falsas promesas que le hizo a todos aquellos a quienes ya había traicionado. Comprendió que la escritura proviene siempre de las ruinas, de los despojos, de lo que un día se vino abajo. Su vida, ya desde que pensó el viaje como una obligación, era una ruina que nunca podría levantar.

      Que me echen encima todas las ruinas, escribió, que me lo den todo a mí, para deshacerme de la memoria como de una urna de ceniza y huesos;

      ¿Cuándo empezó todo?

      Juan Pablo Orígenes nació bajo el signo del trópico. Había soñado con la música y las palabras en la medida en que el calor y la humedad nos permiten soñar en estas latitudes; pero a los veinte años, en la cumbre de la juventud eterna, eligió la pesadilla de la Enfermedad porque creyó, y lo hizo con fe, con esperanza, que la voz es un arma. Conoció a Isidro Levi, a Eliot Román, a Javier Zambrano, a Virgilio Bátiz, a Bento y Roldán Santos,

      y con ellos, en las noches ebrias del Sin Rumbo y el Número 23, se contagió de aquel deseo enloquecido que después lo obligaría a marcharse.

      Escribir es retirarse, leyó una vez, y cuando se fue, obligado por la persecución y el miedo, no pudo sino recurrir a la escritura como único vínculo con el futuro y el olvido. Su madre, que apenas pudo despedirse de él sin de verdad nunca saber que no volvería a verlo, le enseñó que los acordes en tono menor dicen la melancolía. Su padre, que murió demasiado joven como para todavía recordarlo como algo más que una sombra que camina, nunca supo arrancarse de las manos una vieja guitarra llena de cicatrices. En el viaje lo perdió todo, pero en el regreso perdería lo único que creyó que nadie podría quitarle:

      el nombre:

      Yo me llamo Juan Pablo Orígenes, cualquiera puede decírselo. Pero ahora, también, me llamo Pablo Lezama, y eso usted no puede decírselo a nadie. Debo ser los dos, para poder ser uno de ellos;

      ¿Quién era, entonces, Pablo Lezama?;

      Pablo Lezama era un nombre,

      o ahora es sólo un nombre,

      es el recuerdo de uno que vivió hace demasiado tiempo, pero que no quiere irse, que no puede irse porque yo no lo dejo:

      su ausencia será mi condena de muerte,

      necesito que Pablo Lezama esté muerto, pero que su nombre siga vivo.

      Pablo Lezama era una ausencia presente, una línea implícita en el libro que Orígenes había escrito, que es el mismo libro que seguiría escribiendo el resto de su vida en otros libros, en otros volúmenes de papel y tinta. Era una línea inferida apenas, un oscuro gemelo ya muerto, el corazón de un crimen que sucedió décadas atrás: Pablo Lezama era la marca de Caín en su frente, en la frente de este Juan Pablo Orígenes oculto en la piel de aquel Pablo Lezama:

      el cordero en la piel del lobo: la víctima había tomado el nombre de su asesino.

      ¿Así fue?

      Pablo Lezama apareció una noche en el Número 23 después de que Virgilio Bátiz, acompañado de aquella agrupación de malos músicos llamada Ciencia Roja, donde Juan Pablo Orígenes tocaba la batería, ofreciera un concierto prodigioso con su guitarra de palo,

      entonces alguien, no se sabe quién, lo vio a Pablo Lezama alejarse de su mesa en el único rincón iluminado del lugar y acercarse al teléfono público que nadie usaba nunca. Sin la música, el sonido de la moneda era la señal de un advenimiento:

      Ahora lo sé: ésa era sin duda una de las treinta monedas de plata;

      quizá fue Roldán quien lo escuchó, con más intención que prudencia, hablar de un secuestro, una muerte, o del sueño alimenticio de una guerra necesaria. Soñábamos con utopías, entonces. Teníamos esperanza, entonces, dijo Orígenes;

      ¿Así empieza esto,

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