Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa страница 6

Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa Candaya Narrativa

Скачать книгу

a nuestra cercanía;

      Pero el desierto devolvió a Pablo Lezama;

      O a Juan Pablo Orígenes. O a los dos. A ninguno tal vez;

      ¿Dónde comienza el desierto, Juan Pablo?;

      El desierto empieza donde lo encuentras, y luego sigue apareciendo por todas partes, escribió. El desierto, apuntó Orígenes, es el recuerdo lejano de una tierra prometida que siempre está allá, donde termina la llanura rota. Todo es desierto, todo es la enunciación de una promesa,

      y este desierto no me lo prometió nadie;

      ¿Cuál fue la promesa que Pablo Lezama le hizo a Juan Pablo Orígenes?;

      La promesa de un día volver a casa;

      ¿Y Pablo Lezama cumplió su promesa?, ¿cómo lo hizo?;

      El teléfono de la habitación de Juan Pablo Orígenes sonó a las once de la noche aquella vez, un poco más tarde que de costumbre. Lezama dijo que había hablado con algunos conocidos, que podrían cruzar la frontera, pero que necesitaban dinero:

      Estuve toda la tarde tratando de convencerlos de que nos llevaran sin pagar, le dijo, pero no fue posible;

      entonces Juan Pablo Orígenes supo que le mentía;

      La mentira, escribió, es la fundación del País.

      Se encontraron, como siempre, en el segundo piso del Dragón Rojo, en la mesa del fondo, cerca de la medianoche. Hablaron poco. ¿De qué hablaron? De cruzar la frontera. De atravesar el desierto. De nada. Hablaron de la Nada. Orígenes escribió, al final de la primera sección del libro de Burton, una nota que puede relacionarse con lo que ocurrió aquella noche:

      Entonces se convirtieron en dos extraños: ya no sabían nada el uno del otro: saber que nos mienten es desconocer todo lo que antes nos han dicho.

      Hablaron poco, entonces. Juan Pablo Orígenes, de pronto, le diría a Pablo Lezama que estaba pensando en quedarse ahí y esperar, que quería volver a la ciudad, que su madre estaba enferma, que le daba igual todo. Lezama, fumando, se frotaba las manos lastimadas por algún trabajo excesivamente cansado: tenía las uñas llenas de tierra, luego tendría la boca llena de tierra, los ojos, el corazón, todo lleno de tierra seca y pedregosa. Hablaron poco:

      ya se habían dicho todo lo que podían mentirse, no hacía falta más consideración entre el asesino y su víctima;

      Lezama dijo que irían a buscar a los que habrían de llevarlos al otro lado de la frontera, que tenían que negociar el precio. Orígenes lo siguió sabiendo que en aquella casa en la esquina de Andrade y General Reina había una fosa. La caminata no fue larga, pero iban despacio. Eso era el desierto: la distancia de repente germinada entre ellos dos, la espera del cumplimiento de lo nunca prometido. Y en el camino fueron perdiendo la paciencia, la sangre, el sudor, los pasos que dieron desde el Dragón Rojo hasta la calle General Andrade, las ideas de escapar, la necesidad de volver, el tiempo necesario en todos los relojes para que se acabe la madrugada; y así también fueron perdiendo poco a poco la distancia que se había abierto entre ellos:

      cercados, como si ya estuvieran los dos en un mismo sepulcro, entraron en la casa abandonada, primero Lezama, luego Orígenes, y en algún momento, como si aquello estuviera planeado, los dos estaban de pie frente a la tumba:

      Aquí no va a venir nadie;

      ¿Quién dijo eso?;

      Lo habrá dicho Lezama, pero lo pensamos los dos;

      ¿Qué pasó entonces, Juan Pablo?;

      Uno mató al otro. Sin hablar, sin mediar palabra porque no se necesitan las palabras para reventarle el alma a alguien, para atravesarle el cuello por la carótida, para meterle una bala en el pecho o en el rostro, para romperle la médula de todos los huesos; no se necesitan palabras, pues, para matar a alguien, ni para que lo maten a uno. Sólo sé que en ese momento los dos estaban cercados. Ya lo dije, cercados y juntos, como si fueran hermanos, como gemelos abrazados que mueren juntos, unidos por tendones invisibles, pero no eran gemelos ni hermanos ni morirían abrazados, aunque quizás, muchos años después, morirían juntos. No eran hermanos. No eran el mismo hombre. Yo no estoy loco. Pablo Lezama era uno de Ellos. Juan Pablo Orígenes, que fui yo, era un Enfermo. Tenían que odiarse. No hay muerte posible sin que medie el odio entre el que mata y el que muere. Que nadie crea, Salomón, que yo inventé a Pablo Lezama, o que Pablo Lezama me inventó a mí:

      la muerte no es un invento, es el final del libro,

      o el comienzo,

      la muerte ocurre en los linderos del libro, pero sólo es real para quien no muere, sólo es real para el que permanece y sobrevive llevando consigo la conciencia de la muerte, el saber de la muerte del otro, que nunca será el saber de su propia muerte.

      Estuvieron de pie frente a la tumba, pero luego estuvieron dentro los dos. Cayeron dentro, o entrarían a voluntad para matarse más cerca de donde la muerte reside. Aunque la muerte, escribió Orígenes, no reside en los cementerios, reside ahí, afuera, donde Ellos merodean. Entonces fue que adentro de la tumba se mataron. Porque se mataron los dos. Sólo murió uno, pero ninguno de los dos salió vivo del sepulcro. O porque los dos salieron, unificados en uno sólo, en Juan Pablo Orígenes, es que ninguno está de verdad vivo. No se oyó ni un disparo:

      La muerte fue un cuchillo, Salomón, y cuesta tanto atravesarle el pecho a un hombre. Cuesta tanto. Hay que ponerse de rodillas sobre él, sobre Pablo Lezama, apretarle la barriga para que no pueda respirar, darle golpes en la cara, desfigurarle la cara hasta el cansancio, hay que morder y presionar, morderle los dedos y los nudillos para que suelte el cuchillo que sacó de quién sabe dónde porque no tuvo tiempo, de veras no hubo tiempo de sacar el revólver; hay que aplastarle el pecho con las rodillas, golpearle la cabeza contra la tierra, arrancarle el pelo y los ojos, el pelo sudado es una araña múltiple, un asqueroso pulpo, y hay que golpear, clavar las uñas, usar los codos, pero de eso no se muere nadie:

      hay que agarrar el cuchillo por la empuñadura, firmemente, decididamente, Salomón, y cerrar los ojos, en esto ya no hay firmeza que valga, no hay distancia suficiente en un sepulcro para levantar los brazos en alto y que la gravedad más dramática ayude al crimen, hay que poner el cuchillo sobre el pecho y echar encima el cuerpo, que se hunda en la carne y el hueso toda la rabia de los muertos que tenemos encima, todo el odio que viene con la traición y el fraude, toda el agua llena de sangre de la bahía y el desierto,

      hay que aplastar el filo y cortarse las manos, desgajarse las manos como una fruta hasta el hueso, hasta la corteza del hueso y más allá, donde la simiente se esconde, donde la memoria cree guardarse segura de que nadie la alcanza:

      la muerte nunca deja sin marca al asesino.

      ¿Así fue?;

      Esto es lo que Juan Pablo Orígenes recuerda;

      Entonces fue Orígenes quien mató a su asesino;

      Es Juan Pablo Orígenes el que lleva encima el nombre de su asesino. Yo soy el cordero que se viste de lobo. Yo soy el que Ellos creen que es Pablo Lezama;

      Entonces, ¿y el cuerpo?;

      El cuerpo tiene en el pecho un cuchillo fosilizado;

      ¿El cuerpo de Pablo Lezama?;

      Pero

Скачать книгу