El enemigo íntimo. Ashis Nandy
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Muchísimas décadas después, en el período inmediatamente posterior a ese prodigio de la tecnología moderna llamado Segunda Guerra Mundial y, quizás, en ese moderno encuentro de culturas llamado Vietnam, ha llegado a ser obvio que el impulso por el dominio sobre los hombres no es un mero derivado de una economía política imperfecta, sino también de una visión del mundo que cree en la superioridad absoluta de lo humano sobre lo no humano y lo subhumano, de lo masculino sobre lo femenino, del adulto sobre el niño, de lo histórico sobre lo ahistórico y de lo moderno o progresivo sobre lo tradicional o lo salvaje. Se ha hecho cada vez más y más aparente que los genocidios, los desastres ecológicos y los etnocidios no son más que el envés de ciencias corruptas y tecnologías psicopáticas unidas con nuevas jerarquías seculares, que han reducido grandes civilizaciones al estatus de un conjunto de rituales vacíos. Hoy se reconoce que las antiguas fuerzas de la avaricia y la violencia humanas simplemente han encontrado una nueva legitimidad en doctrinas antropocéntricas de salvación secular, en las ideologías del progreso, la normalidad y la hipermasculinidad, y en las teorías del crecimiento acumulativo de la ciencia y la tecnología.
Esta toma de conciencia no ha hecho que todo el mundo abandone su teoría del progreso, pero ha dado confianza a unos pocos para escudriñar con susceptibilidad el viejo universalismo dentro del cual se postularon las anteriores críticas al colonialismo. Ahora es posible para algunos combinar una crítica social fundamental con una defensa de las culturas y tradiciones no-modernas. Es posible hablar de la pluralidad de tradiciones críticas y de racionalidad humana. Por fin, parece que hemos reconocido que ni Descartes tiene la última palabra sobre la razón, ni Marx la tiene sobre el espíritu crítico.
La toma de conciencia ha llegado en un momento en el que el ataque a las culturas no-modernas se ha convertido en una amenaza para su supervivencia. Entre el final del sanguinario siglo XX y comienzos de este, el sueño ochocentista de un Mundo Único ha vuelto a emerger, esta vez como una pesadilla. Nos persigue con su visión de un mundo totalmente homogeneizado, tecnológicamente controlado y absolutamente jerarquizado, definido por polaridades como las de lo moderno y lo primitivo, lo secular y lo no-secular, lo científico y lo acientífico, lo experto y lo profano, lo normal y lo anormal, lo desarrollado y lo subdesarrollado, la vanguardia y los dirigidos, los liberados y los salvables.
Esta idea de un mundo mejor fue ensayada primero en las colonias. Sus portadores eran personas que, a diferencia de la primera generación de codiciosos monarcas-bandidos que conquistaron las colonias, buscaban ser útiles. Eran personas bienintencionadas y trabajadoras provenientes de las clases medias, misioneros, liberales, modernistas y creyentes en la ciencia, la igualdad y el progreso. Los monarcas-bandidos, presumiblemente como los monarcas-bandidos en cualquier parte, robaban, mutilaban y mataban; pero lo hacían sin ninguna misión civilizadora y, en general, equipados simplemente con primitivas concepciones sobre el racismo y el Untermensch. Se enfrentaron —y esperaban enfrentarse— a otras civilizaciones con sus propias versiones de reinos centrales y bárbaros: los puros y los impuros; los kafirs y los moshreks, y los yavanas y los mlecchas. Independientemente de lo vulgar, cruel y estúpido que fue en su momento, ese racismo hoy afronta su derrota. Ha llegado el momento de centrarnos en la segunda forma de colonización, aquella que al menos seis generaciones en el Tercer Mundo han aprendido a ver como un prerrequisito para su liberación. Este colonialismo coloniza mentes además de cuerpos y libera fuerzas dentro de las sociedades colonizadas para alterar sus prioridades culturales para siempre. Durante el proceso, ayuda a generalizar el concepto del Occidente moderno desde una entidad geográfica y temporal a una categoría psicológica. Occidente está ahora en todas partes, dentro de Occidente y fuera; en las estructuras y en las mentes.
Este libro es, principalmente, el relato de esa segunda colonización y de las resistencias contra ella. Por ello, los dos ensayos que lo componen son también incursiones en la política contemporánea; después de todo, estamos interesados en un colonialismo que sobrevive al fin de los imperios. En una época, la segunda colonización legitimaba a la primera. Hoy es independiente de sus raíces. Incluso aquellos que luchan contra el primer colonialismo a menudo abrazan con sentimiento de culpa el segundo. Por tanto, el lector debe leer las siguientes páginas no como historia, sino como un cuento con moraleja. De lo que nos advierten es de que el anticolonialismo convencional, también, puede ser una apología de la colonización de las mentes. Si el siguiente relato muestra una visión «distorsionada» de algunas de las figuras de la Ilustración y de críticos sociales radicales de Europa, ello es parte del mismo relato. A menudo, no se les ve igual cuando la perspectiva es la inmediatez de la nueva opresión y la posibilidad de la derrota cultural. Y, por la misma razón, tampoco he intentado hacer parecer a algunos conocidos reaccionarios tan malvados como a muchos les gustaría. El tiempo los ha hecho inofensivos o involuntarios aliados de las víctimas.
Este libro se toma en serio la idea de la resistencia psicológica al colonialismo. Pero ello implica también algunas nuevas responsabilidades. Hoy, cuando la «occidentalización» se ha convertido en un término peyorativo, han reaparecido en el escenario medios más sutiles y sofisticados de aculturación. Estos medios no producen meros modelos de conformismo, sino también modelos de discrepancia «oficial». Es posible hoy ser anticolonial de una manera que el mundo moderno especifica y promueve como «apropiada», «sana» y «racional». Incluso desde la oposición, ese disentimiento continúa siendo predecible y controlado. Hoy en día es posible también optar por un no-Occidente que es en sí mismo una construcción de Occidente. Uno puede, así, elegir entre ser el déspota del orientalista, combinando a Karl Wittfogel con Edward Said, o ser el querido súbdito del revolucionario, combinando a Camus con George Orwell. Y para aquellos a los que no les gusta esa elección, está también, por supuesto, el noble de Cecil Rhodes y Rudyard Kipling —mitad salvaje, mitad niño— quien, comparado con el tan odiado sahib negro, hace parecer al segundo más negro que sahib. Incluso desde la hostilidad estas opciones siguen siendo formas de homenaje a los vencedores. No olvidemos que la más violenta denuncia de Occidente producida por Frantz Fanon está escrita en el elegante estilo característico de Jean-Paul Sartre. Occidente no se ha limitado meramente a producir el colonialismo moderno, también configura la mayoría de interpretaciones sobre el colonialismo. Influye incluso en esta interpretación de la interpretación.
He dicho al comienzo que estas páginas justifican la inocencia. Esta declaración debe ser amplificada en un mundo en el que la retórica del progreso utiliza el hecho del colonialismo interno para subvertir las culturas de las sociedades sometidas por el colonialismo externo y donde el colonialismo interno, a su vez, utiliza la existencia de la amenaza externa para legitimarse y perpetuarse. (Es también, sin embargo, un mundo donde ha aumentado la conciencia de que ninguna de las dos formas de opresión puede ser eliminada sin eliminar al mismo tiempo la otra). En las páginas siguientes tengo en mente algo similar a la «auténtica inocencia» de la cual habla el psicoanalista Rollo May, la inocencia que incluye la vulnerabilidad de un niño, pero que no ha perdido el realismo de su percepción del mal o de su propia «complicidad» con ese mal. Fue esa inocencia la que acabó derrotando al colonialismo, por mucho que la mente moderna quiera conceder el mérito y la autoría a las fuerzas históricas mundiales, a las contradicciones internas del capitalismo y al sentido común político o «autoliquidación voluntaria» de los gobernantes.
Pero los sumisos heredan la Tierra no solo a través de la sumisión. Ellos tienen que tener categorías, conceptos e, incluso, defensas mentales con las cuales convertir a Occidente en un vector razonablemente manejable dentro de las visiones del mundo tradicionales, fuera del alcance de las ideas modernas del universalismo. El primer