Abordajes literarios. vvaa
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–Esto es el cielo, seguro –murmuró Josh para sí mismo; pero Zeph lo oyó.
–Supongo que sí, son las Puertas de la Gloria de las que siempre hablaba María –dijo Zeph.
–Calculo que en un momento voy a ver a mi muchacho –musitó Josh y estiró ansioso el cuello hacia adelante, con los ojos velados por un húmedo brillo.
Alrededor había un gran silencio. El viento era ahora apenas una ligerísima brisa que soplaba pareja por la aleta, pero a proa, como atraídas por esa bóveda radiante, las aguas sin espuma, negras y oleosas, rodaban hacia arriba. Bruscamente, en medio del silencio, los alcanzó una grave nota musical, se alzaba y caía como el quejido de una remota arpa eólica. Parecía provenir de la bóveda y la niebla la atrapó y la hizo llorar en ecos concéntricos adentro de la nube rosa hasta más allá de donde la vista alcanzaba.
–Están cantando –gritó Zeph–. A María siempre le gustó cantar. Escuchen...
–¡Shh! –interrumpió Josh–. ¡Es mi muchacho! –su vieja voz aguda había subido casi hasta el grito.
–Es maravilloso... es asombroso –exclamó el patrón Abe.
Zeph se había adelantado un poco, se hacía sombra sobre los ojos con las manos y miraba muy atentamente con el rostro contorsionado por la excitación más extrema.
–Creo que la veo, creo que la veo –murmuraba una y otra vez.
Dos de los viejos sostenían a Nehemiah, algo mareado ante la idea de ver nuevamente a la niña.
A popa, Nuzzie, el muchacho, empuñaba la rueda de cabillas. Había oído, pero al ser sólo un muchacho es posible que nada supiera acerca de la súbita cercanía del otro mundo, tan evidente para los demás hombres.
Pasaron unos minutos, y Job, pensando en aquella granja que concentraba las esperanzas de su corazón, se atrevió a sugerir que el cielo estaba menos cerca de lo que sus camaradas creían. Nadie pareció oírlo. Y se hundió en el silencio.
Casi una hora más tarde, cerca de la medianoche, un murmullo entre los observadores anunció que algo nuevo se había hecho visible. Aún les faltaba un largo camino para llegar a la bóveda, pero aun así una especie de prodigiosa sombrilla, de un rojo profundo y ardiente, con la cresta negra y la cúspide encendida por un furioso resplandor rojo, se avistaba nítida.
–¡El Trono de Dios! –dijo Zeph, en voz alta, y cayó de rodillas.
El resto de los viejos siguió el ejemplo y hasta el anciano Nehemiah hizo un gran esfuerzo para imitarlos.
–Parece que estamos casi en el cielo –murmuró roncamente.
Patrón Abe se puso en pie con un movimiento abrupto. Nunca había oído hablar de ese extraordinario fenómeno eléctrico antes de ciertas enormes tormentas ciclónicas, pero su ojo experimentado había descubierto de pronto qué era eso de color rojo brillante: una colina acuática moviéndose en remolinos que reflejaba la luz roja. Carecía de conocimientos teóricos para entender que el fenómeno era producido por un prodigioso vórtice de aire, pero en sus largos días por mar había visto más de una vez la forma furiosa de una tromba marina.
Y sin embargo, seguía indeciso. Todo estaba tan fuera de su alcance, y aquella monstruosa colina giratoria de agua despedía un centelleo de color rojo ardiente, y a él le llamaba sobre todo la atención algo que no se acomodaba con sus ideas acerca del cielo y de la gloria. Y entonces, cuando aún vacilaba, sonó el primer bramido de bestia salvaje del ciclón. Apenas hirió sus oídos, los ancianos se miraron perplejos y aterrados.
–Supongo que es la voz de Dios –susurró Zeph–. Calculo que sólo somos para él unos miserables pecadores.
Un instante después, el aliento de la tempestad les llenó las gargantas, y el Shamraken, rumbo a su hogar, atravesó los portales eternos.
Leyendas del archipiélago de Chiloé
Caleuche y Lucerna
Caucahue, Chaiguao, Quicaví, Chauques, Dalcahue, Quinchao, Lemuy, Queilen, Yelcho, Laitec, Huamblad. Esa sucesión de nombres puede sonar a viento que corre entre rocas, a golpe de aguas de colores siempre cambiantes, a chillido de aves pescadoras. Son algunos de los puertos naturales situados en el archipiélago de Chiloé. Una isla grande rodeada de innumerables islas al oeste de Chile. Un mundo aparte separado del continente por el golfo de Ancud, el golfo de Corcovado y el canal de Chacao. Diez mil kilómetros cuadrados entre los paralelos de 41° y 43° de latitud Sur. Allí, a partir del siglo XVI, cuando llegaron los primeros europeos –españoles armados con arcabuces, con cruces y con el aún más mortífero mal francés– comenzaron a mezclarse leyendas de los chonos y los huiliches originarios con las de sus conquistadores, y luego con las de otros navegantes europeos. La mayoría de esas leyendas se relaciona con el mar. Hay un rey y una reina de los mares: Millalobo y Huenchula. Un príncipe y dos princesas de los mares: el Pincoy, la Pincoya y la Sirena Chilota. En torno a ellos pulula toda una jerarquía de seres acuáticos: el Caicai, el Cuchivulu, la Curamilla, la Huenchula, el Huenchur, el Tremplicahue, el Trehuaco. Y como si fuera poco toda esta profusión, navegan por la zona dos barcos fantasma: el Caleuche y la Lucerna.
Caleuche viene del mapudungun kalewtun, que significa transformar, y de che, que significa gente. O sea que el nombre de este fantasma podría traducirse al castellano aproximadamente como gente transformada. También se lo conoce como el Barco de los Brujos, El Marino, el Barcoiche, el Buque de Fuego o el Buque de Arte. Tiene figura de buque escuela con velas cuadras en sus tres palos. Suele aparecer, entre ruido de cadenas, los días de neblina. Se dice que puede atravesar a otra embarcación. Según algunos se lo construyó con las uñas de los muertos; según otros es incorpóreo. Hay quienes aseguran que concurrieron a fiestas realizadas a bordo de él y hay quienes los refutan: a la tripulación del Caleuche o Buque de Arte le gusta alternar con muchachas en tierra firme, dicen. No arman saraos ni huateques a bordo. Se amañan con los costeños que tengan hijas en edad de merecer y con ellos organizan. Los retribuyen con muchas mercaderías que no se sabe de dónde vienen. Por eso, en el archipiélago, todo comerciante bien provisto y próspero es sospechoso de pactos con esos que vienen del agua y la niebla. Pero a los culpables genuinos se los reconoce pronto: siempre tienen gallinas negras y botes embreados. Circulan tal vez demasiadas habladurías: que no hay buque más veloz que el Caleuche, que su puerto de matrícula está ni más ni menos que en la Ciudad de los Césares perdida en un brazo de mar entre los Andes, que su tripulación vive por la eternidad, que pueden convertirse en lobos o en cahueles. En lo que todos coinciden es en que no debe silbarse en las cercanías del Caleuche. No le agrada. Y vaya a saberse qué sucedería en caso de contrariarlo.
La Lucerna es buque aún más sorprendente. Baste decir que se trata de una nave velera tan grande como el mundo. Ir de su proa a su popa lleva toda la vida. A bordo sólo van brujas y muertos vivientes. Su cargamento son las fases de la luna.
Louise Michel
Nave madre
(Leyendas kanakas, 1885)
Llega un día en que las negras montañas se rajan y se parten como un coco bajo una pedrada.
El viento aúlla, el mar trepa llanura arriba, colina arriba, montaña arriba, el cielo está negro como la noche más negra y cruzado por rojos relámpagos; desde lo alto, la Vía Lactea está por volcar torrentes sobre la tierra.
En la floresta que el viento