Abordajes literarios. vvaa

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Abordajes literarios - vvaa страница 17

Автор:
Серия:
Издательство:
Abordajes literarios - vvaa

Скачать книгу

produjo el Stornoway, el Chrysolite, el James Baines, el Fiery Cross, el Taeping, el Ariel, el Thermopylae, el Cutty Sark. La época en que los clippers cruzaban los mares desde la India y la China a toda vela, compitiendo a ver quién llegaba primero a las Islas Británicas con su carga de té (y de opio), resulta más que adecuada para ilustrar la célebre cita de Walter Benjamin según la cual “no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie” (Tesis sobre la historia, de publicación póstuma en 1942). Los cap horniers que sucedieron a los clippers trataron de mantenerse competitivos respecto a los mercantes a vapor merced a sus ventajas comparativas en viajes largos con cargas masivas como lana, guano, trigo o fosfato. No hicieron sino empeorar las cosas para la marinería: grandes cascos de acero con palos altísimos, miles y miles de metros de velamen para maniobrar.

      Los capitanes de esos veleros de ensueño supieron estar a la altura de los desvelos de constructores y armadores: ganaron cada milla de ventaja, cada hora menos de navegación, cada centavo en el precio de su mercadería, a costa de los sufrimientos de sus tripulaciones. Heterogéneos conjuntos de víctimas con tan poco de voluntarias como de instruidas. Incluían unos pocos hombres de mar genuinos, avezados en las tremendas tareas indispensables para conducir el buque, el resto solían ser embarcados por engaño o a la fuerza: emborrachados, drogados o cazados a golpes, sin más ropa que la puesta y muchas veces sin haber pisado antes una cubierta. Enfermedades como el escorbuto, la disentería, la tuberculosis y diversas afecciones de la piel, respiratorias, articulares, así como lesiones varias debidas a accidentes de trabajo, no eran los únicos riesgos latentes en la vida del marinero raso. También pesaba sobre ellos la violencia ejercida por la oficialidad para mantenerlos disciplinados. La justificación aducida es que no había otra manera de comportarse con una tripulación mal paga, hambrienta y exhausta. Sin la sombra de los azotes sobre sus espaldas, ¿podrían obligarlos a que cumplieran con trabajos extenuantes y muchas veces terroríficos, como trepar a la arboladura de noche para aferrar las velas durante una tempestad?

      Richard Henry Dana –un estudiante de leyes en Harvard que sufría lo que tal vez hoy se llamara stress, y cuyo médico pensó que la cura podía ser nada menos que emplearse como marinero raso–, narró la experiencia de servir a bordo en una obra precursora de la non fiction así como de la investigación participativa: Dos años al pie del mástil (1840). Dana, lector de las novelas marineras de Fenimore Cooper –El piloto, El pirata rojo–, en el prefacio de Dos años al pie del mástil expone sus diferencias con ese tipo de literatura. Su visión de la vida a bordo de un barco en navegación desde la costa Este a la costa Oeste, vía cabo de Hornos, discrepa con la que puede tener alguien que “obtuvo su experiencia marítima como oficial o pasajero [...], se hace al mar como caballero, se embarca con sus guantes puestos, trata sólo con sus colegas oficiales y se dirige a los marineros por intermedio del contramaestre”. Por eso caracteriza a su relato como “una voz del castillo de proa” –por el lugar donde se alojaban los marineros– y deja sentado que lo suyo no es fantasía, sino narrativa de hechos reales: “Mi propósito es presentar la vida de un marinero raso en el mar tal como es, con sus luces y sus oscuridades, eso es lo que me indujo a publicar el libro”.

      Uno de los capítulos de Dos años al pie del mástil se titula “Azotes”. Sin la menor concesión a la reticencia narrativa o a la elipsis cuenta cómo el capitán del bergantín Pilgrim, míster Thompson, molesto por la forma en que le contestó un marinero tartamudo, lo hizo atar y lo azotó empuñando él mismo el gato de siete colas. Su víctima había intentado una mínima oposición, y el capitán, en su réplica, elevó la apuesta:

      –No soy un esclavo negro –dijo Sam.

      –Te convertiré en uno –dijo el capitán arremangándose.

      Luego azotó a otro hombre por salir en defensa del condenado, y tras dejarlo a punto del desmayo, caminando nervioso por cubierta les gritó a sus tripulantes:

      –Ahora saben quién soy [...] ¡Tienen un conductor encima! Sí, un conductor de esclavos. ¡Un conductor de negros! A ver quién se atreve a decirme que no es un esclavo negro...

      La vida a bordo mejoró a niveles antes impensables desde entonces. Pero desde hace unas décadas, la desregulación del comercio marítimo –con sus secuelas de empeoramiento de las condiciones de trabajo y menores medidas de seguridad– junto al predominio del transporte de cargas normalizadas a bordo de buques porta contenedores, impusieron nuevas formas de infelicidad para los trabajadores del mar: lentos viajes en barcos que por privilegiar su capacidad de bodega perdieron hasta la forma de barco, estadías fugaces en terminales portuarias apartadas de las ciudades. A pesar de todo esto, los tripulantes de buques porta contenedores resultan aristócratas del mar, si se los compara con quienes pescan calamar en exiguos barcos poteros que realizan extensas campañas lejos de la costa y sólo faenan de noche, o con quienes se lanzan al mar en lo que sea, porque la vida en su tierra se hizo imposible de vivir.

      Y sin embargo, contra viento y marea, siempre existió algo en el mar que interpela a la humanidad con una fuerza y un misterio irreductibles a la política, a la historia, a la economía, a las estéticas codificadas. Tal vez aquello mismo por lo cual el dandy hastiado que era Charles Baudelaire escribió “hombre libre, siempre amarás el mar” (en “El hombre y el mar”, de Las flores del mal, 1857).

      Debo advertir antes de expresar lo que toleré y sufrí de trabajos y penalidades en tantos años en que sólo en el condestable Nicpat y en Dick, quartamaestre del capitán Bel, hallé alguna conmiseración y consuelo en mis continuas fatigas, así socorriéndome sin que sus compañeros lo viesen en casi extremas necesidades, como en buenas palabras con que me exhortaban a la paciencia. Persuádome a que era el condestable católico sin duda alguna.

      Juntáronse a consejo en este paraje y no se trató otra cosa sino qué se haría de mí y de siete compañeros míos que habían quedado.

      Votaron unos, y fueron los más, que nos degollasen, y otros, no tan crueles, que nos dejasen en tierra. A unos y otros se opusieron el condestable Nicpat, el quartamaestre Dick y el capitán Donkin con los de su séquito, afeando acción tan indigna a la generosidad inglesa.

      –Bástanos –decía este– haber degenerado de quienes somos, robando lo mejor del Oriente con circunstancias tan impías. ¿Por ventura no están clamando al cielo tantos inocentes a quienes les llevamos lo que a costa de sudores poseían, a quienes les quitamos la vida? ¿Qué es lo que hizo este pobre español ahora para que la pierda? Habernos servido como un esclavo en agradecimiento de lo que con él se ha hecho desde que lo cogimos. Dejarlo en este río donde juzgo no hay otra cosa que indios bárbaros, es ingratitud. Degollarlo, como otros decís, es más que impiedad, y porque no dé voces que se oigan por todo el mundo su inocente sangre, yo soy, y los míos, quien lo patrocina.

      Llegó a tanto la controversia, que estando ya para tomar las armas para decidirla, se convinieron en que me diesen la fragata que apresaron en el estrecho de Syncapura, y con ella la libertad para que dispusiese de mí y de mis compañeros como mejor me estuviese.

      Presuponiendo el que a todo ello me hallé presente, póngase en mi lugar quien aquí llegase y discurra de qué tamaño sería el susto y la congoja con que yo estuve.

      Desembarazada la fragata que me daban de cuanto había en ella, y cambiado a las suyas, me obligaron a que agradeciese a cada uno separadamente la libertad y piedad que conmigo usaban, y así lo hice.

      Diéronme un astrolabio y agujón, un derrotero holandés, una sola tinaja de agua y dos tercios de arroz; pero al abrazarme el condestable para despedirse, me avisó cómo me había dejado, a excusas de sus compañeros, alguna sal y tasajos, cuatro barriles de pólvora, muchas balas

Скачать книгу