Abordajes literarios. vvaa

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Abordajes literarios - vvaa

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y aunque bien se cuidaba de mantenerse lejos de mí, cuando se veía obligado a pasar a tiro de mis palabras, con toda malicia, señalando la cicatriz sobre su mejilla, le decía:

      –¡Cuidado grandulón! Que no se te ocurra volver a tomar mis libros si no quieres que un gentilhombre te mate.

      (Junio de 1789, luego de que un motín encabezado por su segundo lo despojara de la Bounty, y lo abandonara en altamar a bordo de una embarcación abierta junto a unos pocos tripulantes fieles, en la que navegaron más de tres mil millas náuticas para encontrar tierra.)

      Querida Bessie:

      Me encuentro ahora en un rincón del mundo en donde jamás había pensado estar. Y sin embargo es un lugar que me ha proporcionado alivio y me ha salvado la vida. Tengo además la dicha de informarte que estoy perfectamente bien de salud. Qué emoción sienten mi corazón y mi alma al tener nuevamente oportunidad de escribirte a ti y a mis angelitos. Particularmente porque has estado a punto de perder al mejor de los amigos. Y no habrías tenido a nadie que te mire como yo te miro y habrías pasado el resto de tus días sin saber lo que había sido de mí, o peor aún, habrías sabido que morí de inanición en altamar o asesinado por los salvajes. Todas estas circunstancias espantosas las he combatido con éxito y de la manera más extraordinaria que nunca haya existido, sin perder nunca la esperanza, desde el primer momento de mi infortunio, de que vencería todas las adversidades.

      Mi querida Betsy: He perdido la Bounty. El amanecer del 28 de abril, y estando Christian de guardia, él con varios otros entraron en mi camarote cuando estaba dormido y me aprisionaron poniendo bayonetas contra mi pecho, me ataron las manos a la espalda y me amenazaron de muerte si osaba proferir una sola palabra. Igualmente grité pidiendo ayuda, pero tan bien urdida estaba la conspiración que los camarotes de los oficiales se hallaban custodiados por centinelas de modo que ni Nelson, ni Peckover, ni Samuel pudieron acudir en mi auxilio. Me arrastraron violentamente a cubierta en paños menores. Consulté a Christian las causas de semejante acto y le recriminé su villanía. Sólo contestó: “Ni una palabra, señor, o es hombre muerto”. Lo conminé a que actuara y recobrase algo de su sentido del deber, pero no tuve éxito. Vi que otro de los cabecillas que secundaba a este villano era el joven Heywood, y con él iba también Stewart. Christian, a quien yo había asegurado el ascenso cuando regresáramos a casa, y los otros dos, a quienes a cada singladura les había hecho un favor. ¡Es increíble! Estos jóvenes en los que deposité toda mi confianza, estos villanos unidos a la mayoría de los marineros se hicieron con las armas y me arrebataron la Bounty con hurras por Otaheite, adonde pretendían volver. Tengo ahora motivos para maldecir el día que conocí a Christian o a Heywood.

      El secreto con que se planeó este motín es imposible de concebir, ninguno de quienes restaron fieles junto a mí tuvo el menor conocimiento o sospecha de lo que se avecinaba. Incluso el señor Tom Ellison se aficionó tanto a Otaheite que también se hizo pirata. He sido cazado por mis propios perros.

      Confío en que mi desgracia sea adecuadamente considerada por todo el mundo. Fue una circunstancia que no podía prever. Y no contaba con oficiales suficientes, si me hubieran concedido infantes de Marina, lo más probable es que esto no hubiera ocurrido nunca. No tuve compañeros enérgicos y valientes. Y por eso nos trataron los amotinados como nos trataron. Mi conducta está libre de culpa, atado como estaba desafié a todos los villanos a que me hirieran. Hayward y Hallet eran guardiamarinas de la guardia de Christian, pero no dieron la alarma de lo que sucedía, y me los encontré en cubierta, despreocupados hasta que se les ordenó bajar al bote. Hallet ha resultado ser un sinvergüenza tan descarado como inútil, pero te ruego que no cuentes nada hasta que llegue a casa.

      Sé lo conmocionada que estarás por este asunto, pero te pido, mi querida Betsy, que pienses que todo esto ya ha pasado y que de nuevo esperaremos la felicidad futura. Nada me sostiene ni podría sostenerme tanto como la conciencia clara de que he actuado bien como oficial. No puedo escribir a tu tío ni a nadie, pero mis cartas públicas les revelarán que mi conducta ha sido intachable, mi reputación permanece respetable, y mi honor inmaculado. He salvado los libros de cuentas, de modo tal que todo podrá comprobarse, que todo estará bien. Da mi bendición a mi querida Harriet, a mi querida Mary, a mi querida Betsy y a mi querido pequeño desconocido, y diles que pronto estaré en casa. A ti, mi amor, te daré todo lo que un esposo enamorado pueda.

      Amor, respeto y todo lo que hay o habrá en poder de tu siempre enamorado amigo y esposo.

      ¡La carne es triste! Y leí todos los libros.

      ¡Huir! Huir allá. Siento a los pájaros ebrios

      De vagar entre espuma ignota y cielos. Nada,

      Ni los antiguos jardines reflejados por los ojos,

      Retendrá a este corazón fraguado en mar,

      ¡Oh noches!, ni la claridad desierta de mi lámpara

      Sobre el papel vacío que la blancura defiende,

      Ni la joven que amamanta a su hijo.

      ¡Yo partiré! Vapor que balanceas tu arboladura,

      ¡Leva el ancla hacia tierras exóticas!

      Mi hastío, desolado por esperanzas crueles,

      Todavía cree en el supremo adiós de los pañuelos.

      Y puede ser que los mástiles, que invitan a la tormenta,

      Sean de los que un viento sobre el naufragio

      Inclina, perdidos, sin mástiles, sin mástiles ni fértiles islotes...

      Pero oye, corazón: ¡el canto de los marineros!

      Dormía profundamente cuando el patrón Bernard arrojó arena contra mi ventana. Apenas abierta, recibí en la cara, en la piel, y hasta en el alma, el soplo frío, delicioso, de la noche. El cielo estaba límpido, azulado, vivo del temblor de las estrellas.

      Al pie del muro, el marino me decía:

      –Buen tiempo, señor.

      –¿Viento?

      –De tierra.

      –Está bien, ahí voy.

      Media hora más tarde, yo bajaba a largos pasos por la costa. El horizonte empezaba a palidecer y veía a lo lejos, tras la bahía de Anges, las luces de Niza, y luego, más lejos aún, el faro de Villefranche.

      Ante mí, vagamente en la sombra pálida, se aparecía Antibes, con sus dos torres, entre los viejos muros de Vauban. Por las calles, algunos perros y algunos hombres, obreros recién levantados. Por el puerto, nada más que el muy leve balanceo de las tartanas a lo largo de los muelles, y el casi imperceptible chapoteo del agua. Cada tanto, el chirrido de alguna amarra que se tensaba, la fricción de un bote contra un casco. Los barcos, las piedras, el mar mismo, parecían dormir, bajo el firmamento espolvoreado de oro, vigilados por el ojo del pequeño

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