Abordajes literarios. vvaa

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Abordajes literarios - vvaa

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en la elevada ladera de una montaña: es la hija de Tomaho, la esposa de Daouri. Oyen callados la tormenta más terrible en mil años.

      Pobre muchacha, en la choza de su padre, ella estaría cantándole a sus niños para dormirlos, en la choza del viejo Tomaho de largo cabello blanco. Para dormirlos estaría cantándoles la canción de sus padres.

      Pero Paila no va a verlos nunca más.

      A sus pies la tierra se parte, sobre ella caen torrentes sin fin, detrás de ella la montaña se retuerce, a izquierda y a derecha hay abismos. Y el agua crece, crece, crece, crece hasta la altura de las nubes y las nubes bajan, bajan, bajan. El agua de las nubes y el agua del mar se mezclan, crecen más alto que el más alto de los árboles con los cuales hacen los blancos sus mástiles. Montañas de noche y de agua se elevan.

      ¿Qué va a ser de Paila, la de los cabellos castaños? Sobre su cabeza la gran lluvia, bajo su pie el mar que crece, alrededor los abismos sin fondo.

      Ella se inclina sobre los más pequeños para protegerlos del agua que cae; ella los rodea y los cubre como una cueva. Ella les habla suavemente, para que los más grandes, los que más entienden, no se asusten.

      Y los niños sonríen, se sienten seguros junto a su madre.

      Paila mira a la noche a los ojos. No hay más tierra. Y por el agua pasan troncos, pasan cuerpos navegando hacia el fin de la tierra; hombres, mujeres, niños, echados como si durmieran; están muertos.

      Por cinco lunas cae el agua del cielo. Pero no hay más luna o sol para contar. Los cielos son negros, el agua cae, todavía cae.

      Sobreviven los hijos de Paila por su leche y ella sobrevive para salvarlos. Pero colapsa hasta la roca, de las montañas ya nada va quedando, la tierra se vuelve tan pequeña como una piragua.

      No tiembla Paila, vigila con sus ojos negros, ella es hija y hermana de guerreros, ella es la esposa de un guerrero.

      Paila no quiere ver cómo sus hijos mueren, ellos tienen que convertirse en hombres, deben luchar antes de caer dormidos para siempre.

      Pero nada vive ya en el valle, donde hasta la última luna vivían tribus innumerables.

      Pero no se equivoca Paila, la de los cabellos castaños. Sus hijos sobreviven montados en ella como una piragua. El mayor recuerda, sabe qué hacer, su razón ha madurado. Entonces, montado sobre su madre, rema.

      Atracan por un canal entre islas, donde también se ha detenido un gran tronco que lleva encima a su viejo abuelo. Él ve cómo los más pequeños sacian la sed bebiendo la sangre de su madre piragua, herida contra las rocas, mientras moría ella les ordenó remar sobre ella y beber de su cuerpo.

      Esto es en la isla de Inguiene, donde también desembarcan las hijas de Tanaoué, donde el viejo habrá de esposarlas con los hijos de Paila cuando crezcan.

      Desde entonces serán estrechas las tierras sobre el mar que devoró las montañas. Y vivirán muchas lunas hasta nuevamente no poder ser contados. Y todo habrá sucedido hace mucho tiempo, cuando llegaron remando sobre su madre canoa.

      “A la mayoría de los marinos, según mi parecer, les gustaría realmente muy poco el mar si no hubiesen sido empujados a él por la necesidad, por los sueños de gloria cuando muy jóvenes y cuando viejos por la fuerza de la costumbre”, escribió el naturalista inglés Charles Darwin en el diario correspondiente a la circunnavegación que efectuó a bordo del Beagle (1831-1836). Darwin se mareaba sin remedio. Poco lo ayudó el inquieto mar patagónico a cuyo relevamiento dedicaron más de la mitad del viaje. Continuó padeciendo el mal de mar cuando llevaba años a bordo, lo cual no es tan frecuente. Consta en su propio diario y en el de Robert Fitz Roy, comandante del Beagle. Ese tormento repetido puede haber moldeado negativamente su perspectiva para opinar acerca de los hombres de mar. Aun así bastante hay de cierto en su comentario: los barcos han sido, en gran parte, lugares de martirio. Las razones para embarcarse demasiadas veces fueron la pobreza, la necesidad de huir o las levas forzadas para la guerra, para azarosas expediciones de descubrimiento y conquista o para largos y fatigosos viajes comerciales. Esas calamidades duraron siglos, y fueron actualizadas en las últimas décadas por los intentos de migración masiva en embarcaciones absolutamente inapropiadas, y los intentos igualmente desesperados de quienes se entrometen como polizones en cargueros, con el riesgo de ser descubiertos y arrojados al mar.

      El español José de Espronceda, liberal exaltado y poeta romántico, escribió en La canción del pirata (1835): “Que es mi barco mi tesoro, / que es mi dios la libertad, / mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar. // Allá muevan feroz guerra ciegos reyes / por un palmo más de tierra, / que yo tengo aquí por mío / cuanto abarca el mar bravío / a quien nadie impuso leyes”. Semejante idealización sugiere que el poeta varias veces desterrado por razones políticas no conocía lo que era la vida en un barco para los trabajadores del mar, o que elegía olvidarlo al momento de escribir. Lejos de justificar tamaños entusiasmos, ni los barcos piratas ni los que integraban flotas honestas fueron mayormente ámbitos de libertad. “A la civilización capitalista no hay que verla en las metrópolis, donde lleva sus mejores atavíos, sino en las colonias, donde marcha desnuda”, escribió Marx. El mar fue desde siempre otro lugar donde la civilización se desnuda y lo que termina imperando es la ley del más fuerte.

      Jim Hawkins, narrador protagonista de La Isla del Tesoro (1882), de Robert Louis Stevenson, califica a los piratas como “la gente más despiadada que Dios lanzó a los mares” (hay una ironía implícita, ya que este huérfano carga con el apellido de un pirata egregio). Pocas líneas más adelante, confía a los lectores: “hombres como aquel habían ganado para Inglaterra su reputación en los mares”. Y unos capítulos después, el respetable Trelawney, un hombre de leyes –que lleva el apellido de un corsario célebre–, reconoce: “Flint fue el pirata más sanguinario que cruzó los mares [...]. Los españoles le tenían tanto miedo que a veces me siento orgulloso de que fuera inglés”. Por cierto, los piratas contribuyeron en gran medida a la acumulación primaria de capitales que posibilitó la revolución industrial. El oro que los españoles traían de América manchado de sangre en sus galeones, los perros del mar lo robaban en el camino. Por algo la reina Elizabeth nombró caballero a Francis Drake, el mayor pirata de todos los tiempos, el más odiado por los españoles, a tal punto que Lope de Vega le dedicó un largo poema, mezcla de catilinaria, propaganda política y vanguardia avant la lettre: La Dragontea. “Arde el bauprés, mesana árbol, trinquetes, / como si fueran débiles tomizas, / coronas, aparejos, chafaldetes, / velas, escotas, brazas, trozas, trizas, / brandales, racamentas, gallardetes, / brioles y aflechastes son cenizas, / amantillas, bolinas y cajetas, / estay, obencaduras y jaretas”, dice en un pasaje que refiere lo sucedido a bordo de un navío de los reyes católicos ante el ataque de los perros ingleses.

      Pero en la época narrada por Stevenson ya no había lugar para las andanzas de esa hermandad, marcadas por la indisciplina y el despilfarro. Hacia el final de La Isla del Tesoro, Jim Hawkins lo plantea con claridad: “aunque valientes para un abordaje y para jugárselo todo a una carta, eran absolutamente incapaces de algo que se pareciera a una campaña prolongada”. No quedaba para ellos más lugar que la literatura.

      Durante el siglo XIX se dieron simultáneamente el apogeo de la literatura marinera y la construcción de los veleros más agraciados y veloces que han existido: los clippers. No fue el anhelo de hermosura, sino el afán de lucro, lo que llevó hacia 1840 a arquitectos navales norteamericanos como John Willis Griffiths o Donald McKay a crear el Flying Cloud, el Sovereign of the Seas, el Young America, el Westward Ho, el Stag

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