Abordajes literarios. vvaa

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Abordajes literarios - vvaa

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del maestre Ardouin, percibí un resplandor, sentí un movimiento, oí voces. Me esperaban. El Bel Ami ya listo para zarpar.

      Bajé al salón iluminado por un par de candelabros instalados, como si fueran compases náuticos, junto a los sillones que hacen las veces de camas al llegar la noche. Vestí mi chaquetón de mar hecho con piel, me calcé mi abrigado casquete y salí a los muelles. Habían sido ya largadas las amarras, y los hombres, tirando de la cadena, dejaban el ancla a pique. Luego, comenzaron la maniobra de izar la vela mayor, que se elevó, lentamente, en medio de las quejas monótonas de los motones y la arboladura. Una vez arriba, se extendió larga y pálida en la noche, ocultando el cielo y los astros, agitada ya por el viento. Frío y seco, nos llegaba desde la montaña, invisible todavía, pero, según lo sentíamos, cargada de nieve. Era débil, ese viento, apenas despierto, indeciso, intermitente.

      Mientras los hombres izaban a bordo el ancla, tomé el timón; y el barco, tal un gran fantasma, se deslizó por sobre el agua tranquila. Era necesario, para salir del puerto, maniobrar entre las tartanas y las goletas dormidas. Suavemente íbamos de una dársena a otra, remolcando nuestro bote, corto y redondeado, que nos seguía como un pichón, apenas salido del huevo, sigue a un cisne.

      Una vez en el canal, entre el acantilado y el fuerte, el barco, más ardiente, aceleró su andar, pareció animarse como si hubiera entrado en él una alegría furiosa. Danzaba sobre las ligeras olas, innumerables y chatas, surcos móviles de una llanura ilimitada. Al salir de las aguas muertas del puerto, sentía la vida del mar.

      No había marejada, dirigí la proa entre los muros de la ciudad y la boya Quinientos Francos que señala el gran canal, luego derivé hasta ponerme viento en popa y puse rumbo para doblar el cabo.

      Nacía la mañana, se extinguían las estrellas, el faro de Villefranche cerró por última vez su ojo, y noté en el cielo lejano, sobre Niza, unos resplandores rosados, eran los glaciares de los Alpes cuyas cimas iluminaba la aurora.

      Le entregué la caña a Bernard para mirar la salida del sol. La brisa, más fresca, nos hacía correr sobre el oleaje violeta, agitado como si hirviera. Una campana empezó a sonar, lanzando al viento los tres golpes rápidos del Angelus. ¿Por qué el sonido de las campanas parece más urgente al amanecer y más pesado al crepúsculo? Amo esta hora fría y liviana del día, cuando los hombres todavía duermen y se despierta la tierra. El aire está lleno de temblores misteriosos que no conocen quienes se demoran en sus camas. Se aspira, se bebe, se ve que la vida renace, la vida material del mundo, la vida que recorre los astros y cuyo secreto es nuestro inmenso tormento.

      Raymond dijo:

      –Vamos a tener viento del Este.

      Bernard respondió:

      –Creería que viento del Oeste, más vale.

      Bernard, el patrón, es flaco, discreto, notablemente limpio, cuidadoso y prudente. Barbudo hasta los ojos, tiene la mirada buena y la voz buena. Es hacendoso y franco. Pero todo lo inquieta a bordo, la onda que se encuentra de pronto y anuncia viento en altamar, la nube alargándose por encima del Esterel, reveladora de un mistral por el Oeste, y hasta la subida del barómetro, que también puede anunciar una borrasca del Este. Excelente marino, vigila todo sin pausa, y lleva su afán de limpieza a tal punto que se pone a frotar los cobres apenas una gota de mar los ha salpicado.

      Raymond, su primo, es un joven morocho y robusto, de grandes bigotes, infatigable, alegre, igual de hacendoso y franco, pero menos inquieto, menos nervioso, más resignado a las sorpresas y las traiciones del mar.

      Bernard, Raymond y el barómetro están no pocas veces en desacuerdo y actúan, sólo para mí, una divertida comedia de tres personajes, uno de ellos, el más preciso, mudo.

      –Vamos bien –dice Bernard.

      Hemos pasado el golfo de Salis, hemos franqueado Garoupe y nos aproximamos al cabo Gros, una roca plana y alargada a ras de las olas.

      Ahora se nos aparece la cadena de los Alpes, una ola monstruosa que amenaza al mar, una ola de granito coronada por la nieve y con picos semejantes a espasmos de espuma congelados. El sol se alza tras esos hielos sobre los cuales la luz resbala como una colada de plata.

      Al doblar el cabo de Antibes, descubrimos la isla de Lérins, y lejos, por detrás, la atormentada cadena de Esterel. Esterel es el decorado de Cannes, una deliciosa montaña de fantasía, azulada, con una elegante silueta y una coquetería de cotillón, pintada a la acuarela sobre un cielo teatral por un creador complaciente, sin otro fin que servir de modelo a los ingleses paisajistas, y como objeto de admiración a altezas tísicas o indolentes. A cada hora del día, Esterel cambia de efecto y encanta los ojos de la alta sociedad.

      La cadena de montañas, limpiamente dibujada, se recorta por la mañana sobre el cielo azul, de un azul tierno y puro, de un bonito azul con algo de púrpura, un azul etéreo de playa meridional. Pero al atardecer, sus flancos boscosos se vuelven sombríos, vuelcan una mancha negra sobre un cielo de fuego, un cielo inverosímil de tan dramático, de tan rojo. Nunca vi, en ninguna otra parte, puestas de sol tan maravillosas, con semejantes incendios del horizonte entero, con semejantes explosiones de nubes. Nunca asistí a una puesta en escena tan hábil, tan soberbia, ni a tal renacer cotidiano de efectos excesivos y magníficos que fuerzan la admiración, pero harían sonreír un poco de ser pintados por el hombre.

      Las islas de Lérins, que cierran por el Este el golfo de Cannes y lo separan del golfo Juan, parecen islas de opereta, instaladas allí para mayor placer de hibernantes y convalecientes.

      Desde alta mar, donde nos encontramos ahora, parecen dos jardines de un verde sombrío recostados sobre el agua. En la punta de Saint-Honorat se alza, con sus pies en el agua, una ruina romántica, verdadero castillo de Walter Scott, siempre batido por las olas, donde en otra época los monjes se defendieron de los sarracenos, ya que Saint-Honorat, hasta la Revolución, perteneció siempre a los monjes. La isla fue hace un tiempo comprada por una actriz.

      Castillo fuerte, religiosos batalladores, antaño; hoy trapenses gordos, limosneros sonrientes, bonita farándula venida, sin dudas, a esconder sus amores en este islote cubierto de pinos y de hierbas, rodeado de un collar de rocas preciosas. Todo, hasta esos nombres florianescos –Lérins, Saint-Honorat, Sainte-Marguerite– es amable, coqueto, novelesco, poético en esta deliciosa costa de Cannes, y también un poco insípido.

      Para hacer juego con el antiguo castillo almenado, que se alza esbelto en la extremidad de Saint-Honorat, de cara al mar, Sainte-Marguerite concluye, hacia tierra, con la célebre fortaleza donde estuvieron encerrados el Hombre de la Máscara de Hierro y el fracasado comandante Bazaine. Un paso de alrededor de una milla separa la punta de la Croisette y este castillo, con todo el aspecto de una vieja casa en ruinas, sin nada de altanero o majestuoso. Más bien se lo ve jorobado, sin gracia, mugriento, una auténtica ratonera.

      Distingo ahora los tres golfos. Ante mi vista, más allá de las islas, el golfo de Cannes, más cerca, el golfo Juan, y detrás, la bahía de Los Ángeles, dominada por los Alpes y sus cumbres nevadas. Más lejos, la costa se extiende hacia la frontera con Italia. Con mis binoculares descubro, detrás de un cabo, la blanca Bordighera. Y todo a lo largo de esta costa interminable, las mansiones junto al agua, los pueblos en los flancos de las montañas, las innumerables mansiones sembradas entre el verde parecen huevos blancos sobre la arena, sobre las rocas, entre la floresta, por pájaros monstruosos venidos, por la noche, de esos países de nieve que se avistan allá en lo alto.

      Sobre el cabo de Antibes, larga excrecencia de tierra, prodigioso jardín arrojado entre dos mares en el que crecen las flores más hermosas de Europa, divisamos aún más mansiones, y hasta en la misma punta Eilen-Roc, encantador rincón que vienen a visitar desde Niza y Cannes.

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