Juventudes fragmentadas. Gonzalo A. Saraví

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Juventudes fragmentadas - Gonzalo A. Saraví

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y la diferencia de estilos, escuelas y barrios enmascaran o directamente oscurecen la desigualdad que las une y las sustenta. El resultado es la emergencia consiguiente de mundos de exclusión recíproca e inclusión desigual, lo que aquí he denominado fragmentación social.

      Sin embargo, las dimensiones subjetivas de la desigualdad no se agotan aquí. La experiencia de la desigualdad tiene una dimensión cultural y otra social, ambas fuertemente entrelazadas y principales para su producción, reproducción y evolución hacia la fragmentación. Pero la experiencia social no existe por fuera de los sujetos o, dicho en otros términos, el sujeto no es una simple marioneta guiada en sus movimientos y percepciones por hilos socioculturales. Y esto aplica también para la experiencia de la desigualdad, en la cual una dimensión propiamente subjetiva introduce otros matices y especificidades, sobre todo cuando nos referimos a las sociedades contemporáneas. Como es de esperar en los planteamientos más estructuralistas y clásicos de la desigualdad (y por supuesto en los análisis cuantitativos y de la estratificación social), esta dimensión está totalmente ausente; pero aún en las perspectivas más relacionales como las de Tilly o Bourdieu que revisamos antes, la importancia de la subjetividad termina constituyendo un aspecto secundario y poco relevante en el análisis.

      La inclusión de una dimensión propiamente subjetiva significa reconocer un espacio de libertad y agencia de los sujetos, pero también de reflexividad y sensibilidad. La subjetividad hace referencia a la condición de individuación del sujeto, que no solo es una voluntad o un deseo, como lo plantea Touraine, sino en algunos momentos un destino casi inevitable hacia el que son conducidos los individuos en la sociedad contemporánea. Es decir, la subjetivización es también una condición (social), que, claro está, emerge en algunos momentos e individuos con mayor transparencia que en otros.

      Tal como lo señalara Sherry Ortner (2005), por subjetividad podemos entender lo que todo el mundo entiende, es decir “los modos de percepción, afecto, pensamiento, deseo, miedo y demás aspectos que animan a los sujetos actuantes.” Luhrmann (2006) lo expresa de manera similar: “seamos antropólogos o no, usamos la palabra subjetividad para referirnos al modo en que los individuos piensan y sienten”. Sin embargo, más allá de este consenso generalizado que trasciende la academia, el debate teórico se concentra en los fundamentos de esta subjetividad: ¿es la subjetividad un fenómeno absolutamente individual, una dimensión exclusivamente psicológica, o un atributo del actor racional? Un consenso menos obvio pero igualmente sólido, y más restringido al campo de las ciencias sociales, es el rechazo de cualquiera de estas dos posibilidades. Ortner, por ejemplo, añade inmediatamente después de la frase citada más arriba que al referirse a la subjetividad lo hace también “a las formaciones culturales y sociales que dan forma, organizan y provocan esos modos de sentir, pensar y demás”. Pero, cómo compatibilizar entonces el condicionamiento sociocultural y la agencia individual que supone la subjetividad.

      Al incluir una dimensión propiamente subjetiva en el análisis de la experiencia de la desigualdad, lo hago desde este consenso disciplinar, asumiendo el carácter sociocultural del proceso y la condición de subjetivización. Las dimensiones culturales y sociales que revisamos en párrafos previos, y en particular su definición como componentes de la dimensión subjetiva de la desigualdad, hacen evidente mi afinidad con esta conceptualización de la subjetividad. La experiencia que tienen los sujetos de la desigualdad o, lo que es lo mismo, la experiencia subjetiva de la desigualdad, está social y culturalmente modelada.[5] La subjetividad es en sí misma una condición social.

      Este reconocimiento, sin embargo, no debe interpretarse como un retorno a las perspectivas estructural-funcionalistas ya superadas. Paralelamente a las dimensiones culturales y sociales, se sitúa una dimensión propiamente subjetiva de la experiencia. Es decir, un espacio de libertad en que el sujeto se convierte o puede convertirse en actor de sí mismo. Más allá de la inevitable inmersión de los individuos en una atmósfera cultural y en un entramado de relaciones sociales, no todos respondemos ni sentimos siempre de la misma manera: los individuos tienen sentimientos diferentes, personalidades diferentes, y disposiciones diferentes tanto a lo largo del tiempo como en un momento cualquiera en particular (Luhrmann, 2006). Como lo plantea este último autor, estamos incrustados y somos creados por lo social pero, al mismo tiempo, libres de lo social: “¿cómo entender, entonces, esta construcción social del mundo interior cuando los agentes individuales son tan diferentes entre sí?”, se pregunta Luhrmann como corolario de esta reflexión. Su respuesta, a través de la interacción de seis factores que constituyen la estructura fundante de la subjetividad, no me resulta, sin embargo, del todo convincente. Su principal debilidad reside en que si bien esta estructura contempla factores sociales y psicológicos (e incluso biológicos), sólo da cuenta de una dimensión exclusivamente emocional de la subjetividad, y es incapaz de explicar o incorporar la reflexión, el pensamiento, la búsqueda de sentidos. La subjetividad es emotividad y reflexividad.

      Para resolver este dilema, la sociología de la experiencia (Dubet, 2010) provee una salida que se ajusta mejor a mi perspectiva e intereses. El espacio de libertad para la emotividad y la reflexividad, expresado en la dimensión propiamente subjetiva de la experiencia, es producto o, mejor dicho, se sitúa en los intersticios que deja abiertos la confluencia de diversas —y a veces contradictorias— lógicas de acción. La subjetividad propiamente dicha tiene un origen social e incluso cultural como fenómeno, mas no necesariamente en su contenido. Este pequeño matiz tiene implicaciones sustanciales que permiten intentar una explicación menos retórica y más convincente de la agencia que la intentada desde la antropología. Esos intersticios se manifiestan como espacios de libertad, y al mismo tiempo de tensión, en los que el individuo se expresa como un sujeto que siente, piensa, reflexiona; un individuo que crea y busca sentidos.

      Las combinaciones de lógicas de la acción que organizan la experiencia no tienen “centro”, no descansan sobre ninguna lógica única o fundamental. En la medida en que su unidad no viene dada, la experiencia social genera necesariamente una actividad de los individuos, una capacidad crítica y una distancia en relación a sí mismos. Pero la distancia en relación a sí mismo, la que hace del actor un sujeto, es también social, está socialmente construida en la heterogeneidad de lógicas y de racionalidades de la acción (Dubet, 2010: 85).

      Estas tensiones o incongruencias sociales en las que se sitúa la subjetividad dan por el suelo con toda pretensión funcionalista respecto a una absoluta coincidencia entre el actor y el sistema (Touraine, 2000). Precisamente, el sujeto se constituye (o pretende constituirse) en actor al enfrentar estos dilemas y contradicciones. Dicho en otros términos, no solo los roles ya no definen ni proveen una identidad subjetiva, sino que el habitus no siempre ni a todos provee de preferencias y respuestas satisfactorias, complacientes y tranquilizadoras para el sujeto. Por eso la subjetividad, como lo han hecho notar algunos autores, y como se percibe en múltiples estudios empíricos, tiende a manifestarse con mayor transparencia bajo situaciones de sufrimiento y angustia. Es decir, cuando el sujeto es puesto a prueba.

      La subjetividad tiene como sus dos dimensiones básicas la emotividad y la reflexividad. La experiencia de la desigualdad no está exenta de estas dos dimensiones. Al menos como posibilidad teórica y, en muchos individuos, como manifestación empírica. La desigualdad sitúa a los individuos, pobres y ricos, ricos y pobres, frente a numerosos dilemas y contradicciones irresueltas; incongruencias entre diversas lógicas de acción. Son tensiones del propio sistema que cristalizan en la experiencia social de algunos sujetos; en esos intersticios se abren espacios de libertad para la agencia, aunque generalmente acompañados de conflicto, crisis y sufrimiento.

      Mientras para muchos jóvenes la desigualdad ha devenido prácticamente imperceptible e irrelevante como consecuencia de la misma fragmentación social, para algunos otros y en situaciones no poco frecuentes ocurre lo contrario: la emotividad y la reflexividad afloran ante situaciones contradictorias o incongruentes que delatan la desigualdad tras el manto de la fragmentación. De manera menos evidente en el primer caso y más explícita en el segundo, en ambas circunstancias la subjetividad es una dimensión presente que marca la experiencia del sujeto. Por un lado, aun las situaciones de extrema

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