Juventudes fragmentadas. Gonzalo A. Saraví

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Juventudes fragmentadas - Gonzalo A. Saraví

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la desigualdad. Con algunas variantes conceptuales pero dentro de este mismo enfoque, Sachweh (2012) analiza la “economía moral de la desigualdad”, a la cual define como el conjunto de creencias morales y representaciones colectivas sobre la estratificación social que son compartidas por todos los miembros de una sociedad. Todos estos estudios, muy recientes por cierto, a los que podrían sumarse algunos otros, se acercan a mi propia perspectiva y han sido insumos esenciales para esta reflexión (véase especialmente el capítulo 5), pero difieren en dos aspectos importantes. La primera diferencia es que ellos parten de una conceptualización más sociológica de la cultura, centrada y limitada a valores y creencias. La segunda, es que priorizan como foco de atención la dimensión más explícita y evidente de la desigualdad, es decir la estratificación o las diferencias de ingresos. Como resultado de estos dos aspectos, el análisis privilegia las interpretaciones y los significados explícitos atribuidos a la desigualdad estructural, los cuales suelen estar condicionados por las concepciones morales y los discursos ideológicos que asumen los individuos y que, cuando son dominantes, se imponen al conjunto de la sociedad.

      Estas percepciones y representaciones sin duda forman parte del repertorio cultural que permite significar y experimentar el mundo, incluyendo la desigualdad. Pero constituyen su dimensión más externa y explícita, o lo que, siguiendo a Swidler (1986), podríamos interpretar como una fase ideológica en el desarrollo de un sistema cultural de significados. La concepción antropológica y simbólica de la cultura, nos permite descender a mayor profundidad en el entramado de significados a través del cual los individuos perciben y experimentan el mundo, para lo cual es necesaria una descripción mucho más densa que permita traerlos a la luz. En este sentido, la dimensión cultural de la desigualdad, por un lado, no se limita a los valores y creencias más explícitas y superficiales, y, por otro, tampoco se reduce a las interpretaciones o significados de la desigualdad en sí misma o en su forma económica más evidente.

      La experiencia de la desigualdad es modelada o vivida a través de ciertos valores y creencias sobre la misma desigualdad, pero también y muy especialmente a través de un conjunto amplio de significados que forman parte del “sentido común” y cuya relación con la desigualdad puede parecer indirecta y lejana. “El ‘sentido común’, al final, es ese conjunto de supuestos tan inconscientes para uno mismo que parecen ser una parte natural, transparente, innegable de la estructura del mundo” (Geertz, citado en Swidler 1986: 279). En la transformación de la desigualdad social en fragmentación social, las percepciones sobre la desigualdad misma son tan importantes como estos otros aspectos culturales imperceptibles y enraizados en el sentido común que expresan y orientan las experiencias cotidianas (la cultura es un modelo de y para la experiencia). Se trata de aquellos elementos que nos ayudan a entender, por ejemplo, por qué las clases privilegiadas no usan el transporte público, o por qué los más desfavorecidos se sienten más cómodos en un tianguis, o por qué a las jóvenes de uno y otro sector social se las llama “niñas” y “chavas”, respectivamente. Formas de actuar y de hablar, percepciones sobre los otros y uno mismo, estigmas y estilos de vida, preferencias, expectativas y prácticas cotidianas, entre muchos otros, son algunos ejemplos de los aspectos que intenta captar esta dimensión cultural de la desigualdad.

      El repertorio cultural humano es muy amplio, y dar cuenta de él exigiría tanto o más esfuerzo que el que ha demandado descifrar el genoma humano, es decir nuestro repertorio genético. Sin embargo, en años recientes, distintas perspectivas de análisis han intentado captar bajo distintos conceptos estos múltiples y diversos aspectos que componen la dimensión cultural (ver Bayón, 2013). Límites simbólicos, marcos culturales, y repertorios culturales son algunos de estos conceptos, los cuales representan, antes que enfoques en competencia, esfuerzos complementarios de sistematización de la compleja dimensión cultural. Lejos de ser incompatibles o mutuamente excluyentes, cada uno de ellos nos remite a un conjunto o tipo distinto de aspectos culturales; es decir, a diferentes dimensiones culturales. Pero ellos no son los únicos ni agotan el universo de lo cultural; si aquí los destaco es porque su contribución resulta mayúscula en el proceso de construcción y reproducción de la desigualdad.

      Los límites simbólicos consisten en distinciones conceptuales hechas por los actores para categorizar objetos, gente y prácticas (Lamont y Molnar, 2002). Tal como lo señala Cristina Bayón (2013), a partir de ellos se establecen jerarquías, similitudes y diferencias que trazan fronteras entre ellos y nosotros; es decir, los límites simbólicos son un componente fundamental en la construcción de lo que he denominado exclusiones recíprocas. Los marcos culturales, en cambio, son modos de entender cómo funciona ese mundo y nuestra posición en él, definiendo, entre otros aspectos, horizontes de posibilidades; por lo tanto constituyen una dimensión cultural considerable en la interpretación que los actores hacen de su propia condición y la de otros en la estructura social, y en la sociedad en general (Bayón, 2013). Y la tercera dimensión cultural que aquí me interesa se refiere a un repertorio amplio y diferenciado de prácticas culturalmente modeladas, a partir de las cuales los actores construyen sus cursos de acción (Swidler, 1986). Podría concebirse como la dimensión cultural de la acción, que, como es sabido, no está regida solo por valores o intereses conscientes e individuales. Tal como lo sugiere Swidler, las estrategias o cursos de acción que siguen los individuos no se construyen desde cero cada vez, no se trata de una recreación original y constante, sino que resultan del encadenamiento de prácticas tomadas e hilvanadas a partir de un repertorio cultural predefinido. La idea detrás de los repertorios culturales se acerca mucho al concepto de habitus acuñado por Bourdieu como sistema de disposiciones estructuradas que inclina a los actores a actuar, pensar e incluso sentir de ciertas formas. Sin embargo, mientras el concepto de habitus pone mayor énfasis en la determinación de las condiciones estructurales del mundo exterior que han sido culturalmente internalizadas, los repertorios culturales dejan más juego o flexibilidad en la determinación estructural, abriendo un margen mayor para la agencia de los individuos. Ambos conceptos permiten explorar no sólo la corporización de la desigualdad en prácticas culturalmente definidas, sino también la producción y reproducción de esa desigualdad a través de la experiencia social.

      En síntesis, no se trata sólo de opiniones o interpretaciones sobre la desigualdad; la dimensión cultural se interna en un mundo subterráneo y complejo de significados y prácticas que imperceptiblemente (y no tanto) profundizan la desigualdad y amplían el distanciamiento social y cultural. “La creación de una distancia cultural es fundamental para hacer posibles distancias y diferencias de otra índole”, señala Luis Reygadas (2004), para luego añadir que “el grado de desigualdad que se tolera en una sociedad tiene que ver con qué tan distintos, en términos culturales, se considera a los excluidos y a los explotados, además de qué tanto se han cristalizado esas distinciones en instituciones, barreras y otros dispositivos que reproducen las relaciones de poder”. La desigualdad puede ser más o menos tolerada según los valores y creencias sobre sus causas, los criterios que deben guiar el reparto de la riqueza social, o los malestares y conflictos sociales que se asocien a ella; pero también la desigualdad es aceptada y producida, a partir de las distancias, fronteras y jerarquías culturales que se establecen entre sectores de la población.

      Las dimensiones culturales no están exentas de relaciones de poder y conflicto, ni tienen un carácter esencialista. “Vista desde el ángulo del poder —dice Sherry Ortner (2005: 35)— una formación cultural puede reconocerse como un cuerpo relativamente coherente de símbolos y significados, ethos y visión del mundo, y al mismo tiempo interpretarse esos significados como ideológicos, y/o como parte de fuerzas y procesos de dominación.” Este planteamiento nos conduce a explorar una segunda dimensión subjetiva de la desigualdad; una dimensión social referida especialmente a las relaciones sociales.

      La desigualdad no solo se expresa en las relaciones sociales, tal como sucede, por ejemplo, con las relaciones jerárquicas. También se produce en las relaciones sociales y está incrustada en ellas (Bottero y Prandy, 2003); no solo en relaciones de dominación, explotación o discriminación, por mencionar algunos ejemplos en los que la desigualdad resulta evidente, sino en muchas otras relaciones cotidianas que a primera vista pueden parecer inocuas, menores o privadas. Dado que los individuos están inmersos

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