El físico y el filósofo. Jimena Canales

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El físico y el filósofo - Jimena Canales

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tan en boga como siempre. «Hoy, como hace treinta y cinco años, los físicos recriminan a Bergson que introdujera al observador en la física relativista, que dicen que puede convertir el tiempo en relativo solo con los instrumentos de medición o un sistema de referencia», explicó Merleau-Ponty41. Pero el observador, según él, no debería ser nunca irrelevante; los instrumentos por sí mismos nunca desmitificarían por completo el tiempo.

      En los sesenta, el péndulo se balanceaba a toda prisa. La «razón» pasó de estar estrechamente ligada a la ciencia a convertirse en una aliada íntima de la filosofía, pues muchos pensadores huyeron de una fascinación inicial por Einstein y se aproximaron a Bergson. En Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty insistió en la importancia de nuestras apreciaciones individuales del tiempo. Para recalcar que el tiempo dependía de la conciencia corpórea y que no era una mera cantidad física de un universo incorpóreo, exclamó: «Yo mismo soy tiempo»42. A fin de cuentas, él había aprendido de Bergson que «no nos acercamos al tiempo exprimiéndolo dentro del punto de referencia de la medición, como si usáramos unas tenazas». Al contrario, «para hacernos una idea de él, debemos dejar que crezca libremente, acompañando el nacimiento continuado que lo hace siempre nuevo y, precisamente en este sentido, igual»43.

      ¿La filosofía se limitaba a estudiar el «titubeo que precede al discurso diáfano de la ciencia»?44 ¿Los filósofos deberían aceptar el nuevo papel de la ciencia de posguerra? Los simpatizantes de Einstein responderían masivamente que sí, pero en París, una nueva generación de jóvenes escritores no aceptó esta función subalterna. Los fenomenólogos no eran los únicos interesados en el rol de la filosofía en un siglo caracterizado por el auge de la ciencia.

SEGUNDA PARTE

      4

      LA PARADOJA DE LOS GEMELOS

      BOLONIA, ITALIA

      ¿Cuándo descubrió Bergson la obra de Einstein? En la primavera de 1911, «bajo el paraguas del rey de Italia», se reunieron en Bolonia para el Cuarto Congreso Internacional de Filosofía científicos y filósofos de fama mundial, entre los que se contaba Bergson1. La reputación de Bergson estaba en la cúspide2 y los participantes de la conferencia se desvivían por oírle hablar. Pero otra charla dedicada a un «hecho paradójico» de la obra de Einstein —a cargo de un científico novicio y más bien desconocido— atrajo a muchos de los asistentes3.

      El presentador, Paul Langevin, preguntó si entre los miembros del auditorio había alguno que quisiera «dedicar dos años de su vida a descubrir qué aspecto tendría la Tierra al cabo de doscientos años»4. Todo lo que tendría que hacer ese pertinaz voluntario sería viajar al espacio exterior a una velocidad próxima a la de la luz. Fácil, ¿verdad? Langevin no presentó esta cuestión como un vendeburras, sino como un físico puro y honrado. Si alguien acababa accediendo al viaje, defendía, regresaría para encontrarse con que el tiempo en la Tierra había pasado más deprisa. Verían el mundo doscientos años más tarde. Con plena confianza, afirmó que «los hechos experimentales más probados nos permiten afirmar que este será el caso»5. Bergson, se comenta, estaba entre el público echando espumarajos por la boca, preparándose ya para recoger el guante6.

      Para los que no veían tan apasionantes los viajes en el tiempo, Langevin ofreció algo más; prometió a sus oyentes la juventud eterna: «Ahora podemos afirmar que es suficiente con estar inquietos, con acelerarnos, para envejecer más despacio». Cuando Einstein supo de la presentación de Langevin, lo primero que hizo fue tildarla de «una caricatura divertidísima»7. Pero poco después, comenzó a sopesarlo muy en serio y se dedicó a estudiar este aspecto en su propio trabajo.

      A Bergson no le parecía divertido. En Bolonia presentó «L’institution philosophique», una de sus charlas más famosas, pero el rumbo de su pensamiento iba a cambiar pronto a la luz de la presentación que dio Langevin del trabajo de Einstein. Tardó casi una década en confeccionar su respuesta.

      La presentación de Langevin fue simplemente brillante. Mezclando filosofía y ciencia, y haciendo referencias avispadas a cuentos populares de ciencia ficción (de Julio Verne), se metió en el bolsillo a un público entregado. Tuvo aún más éxito que la charla previa del eminente Henri Poincaré, otro participante que no veía tanto potencial revolucionario en la teoría de la relatividad8. La conferencia de Langevin, que ni siquiera nombró a Poincaré, se publicó enseguida en Scientia y apareció resumida en la Revue de métaphysique et de morale.

      El congreso internacional celebrado ese año en Bolonia fue un éxito total. Sus cifras se habían disparado: de los pobres ciento cincuenta asistentes con los que empezó en 1900, pasó a tener entre quinientos y seiscientos. Las mentes más brillantes de la era estaban allí, «presentándose mutuamente» y entablando conversaciones interesantes, «aunque informales, en los pasillos»9. Acogió tanto a científicos como a filósofos. Los filósofos estaban orgullosos de poder reunirse en congresos especializados como los científicos llevaban tiempo haciendo, y de saludarles como apreciados colegas. Como señaló un asistente, «los filósofos pueden reunirse como hace tiempo que los hombres de ciencia están acostumbrados a reunirse y pueden considerar la filosofía un conjunto de conocimientos que, como la ciencia, es avanzado, crece y progresa»10. De esta forma, tal vez puedan subirse al tren del «progreso científico». Pero también estaban orgullosos de hacer incluso más que los científicos. En ese congreso, Bergson coincidió con su maestro Émile Boutroux, que dio una conferencia llamada «La relación de la filosofía con las ciencias». Ambos afirmaron que, «mientras que la ciencia valora las cosas como puramente objetivas, deshumanizadas, […] la filosofía persiste en valorarlas en conexión con la aspiración y la voluntad del hombre». Por esta razón, añadió Bergson, la ciencia solía «desafiar» la realidad y la filosofía era «amable» con ella11.

      La presentación de Langevin en Italia se llevó todos los aplausos. En un visto y no visto, la obra de Einstein empezó a parecer mucho más interesante y entretenida que antes, incluso para el propio Einstein. El físico estaba como unas castañuelas. Su afinidad con Langevin era tal que, en una carta que le escribió poco antes de su viaje de 1922, no fue capaz de ocultar su entusiasmo: «Estoy como niño con zapatos nuevos de pensar que pronto podré pasear de nuevo con usted por las calles de París»12.

      LANGEVIN VUELVE DE BOLONIA, 1911

      Después de enterarse del éxito de Langevin, los filósofos de París convocaron al científico tan pronto como regresó. Querían escrutar sus palabras en terreno propicio, la Société française de philosophie, el mismo foro que acogería a Einstein y Bergson una década más tarde.

      En aquellos años, en Francia el artículo de Einstein de 1905 no quitaba el sueño a nadie, pero la presentación que acababa de dar Langevin en Italia provocó un buen revuelo. Mucha gente del público y del exterior empezó a especular cómo afectaría la teoría del físico a la filosofía de Bergson.

      Langevin fue uno de los primeros científicos de Francia en abrazar la teoría de Einstein. Después de leer sobre ella, enseguida se transformó en «el apóstol del nuevo evangelio»13. Su dedicación a la teoría fue tan exhaustiva que, cuando murió, Einstein llegó a afirmar que su amigo casi seguro que la habría descubierto si no lo hubieran hecho otros (incluido el propio Einstein): «Me parece incuestionable que habría desarrollado la teoría de la relatividad especial si no lo hubiera hecho otra persona, pues había identificado claramente los puntos esenciales», explicó14. A lo largo de su vida, Langevin defendió a Einstein con «escrupuloso celo», según la descripción de los críticos15.

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