Tres hombres en bicicleta. Джером К. Джером

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Tres hombres en bicicleta - Джером К. Джером En serio

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una mujer casada no sabe ni cómo apartarse del camino de una apisonadora. Una vez conocí a un joven ingeniero a quien se le ocurrió ir a Viena de negocios. Su mujer quiso saber de qué negocios se trataba. Él le dijo que tenía que visitar las minas de los alrededores de la capital austriaca y redactar informes al respecto. Ella le contestó que lo acompañaría; era esa clase de mujeres. Intentó disuadirla: le dijo que una mina no era un lugar adecuado para una mujer bonita. Pero ella le dijo que lo comprendía perfectamente y añadió que, de hecho, no se proponía bajar con él a las galerías, sino que se despediría de él cada mañana y se entretendría hasta su regreso echándoles un vistazo a los escaparates de las tiendas vienesas y comprando algunas cosas que le hacían falta. Una vez planteada la idea ya no supo cómo desdecirse, y durante diez interminables días estivales visitó las minas vienesas y por las noches escribió informes que su mujer enviaba por correo a su empresa, donde no los necesitaban en absoluto. Me apenaría mucho que tanto Ethelbertha como la señora Harris pertenecieran a esa clase de esposas, pero de todos modos es mejor no abusar de los negocios, deben reservarse para casos de verdadera emergencia.

      —No —dije—, debemos ser sinceros y varoniles. Le diré a Ethelbertha que he llegado a la conclusión de que un hombre nunca valora la felicidad de la que disfruta. Le diré que para aprender a apreciar mis propias ventajas como deben ser apreciadas, me he propuesto separarme de ella y de los niños durante al menos tres semanas. Le diré —continué, dirigiéndome a Harris— que has sido tú quien me ha mostrado cuál es mi deber al respecto, y que es a ti a quien debemos…

      Harris posó su vaso precipitadamente.

      —Si no te importa, viejo amigo —me interrumpió—, preferiría que no lo hicieras. Se lo dirá a mi esposa y… bueno, no me gustaría que se me reconozcan méritos que no merezco.

      —Pero sí que los mereces —insistí—, la sugerencia es tuya.

      —Fuiste tú quien me dio la idea —me interrumpió Harris de nuevo—. Ya sabes, me dijiste que para un hombre es una equivocación caer en la rutina, y que la vida doméstica ininterrumpida hastía el cerebro.

      —¡Hablaba en general! —le expliqué.

      —A mí me pareció muy acertado —dijo Harris—, y pensé repetírselo a Clara. Tiene una gran opinión de tu buen sentido común, lo sé. Estoy seguro de que si…

      —No nos arriesguemos —interrumpí a mi vez—. Es un asunto delicado y se me ocurre una salida. Diremos que ha sido George quien sugirió la idea.

      Hay una falta de amabilidad en George a la que a veces me molesta mucho enfrentarme. Cualquiera hubiese pensado que debía sentirse agradecido por tener la oportunidad de ayudar a dos viejos amigos frente a un dilema, en cambio se puso desagradable.

      —Hacedlo —dijo George—, y les contaré a ambas que mi verdadero plan consistía en organizar una excursión para todos, incluidos los niños, a la que traería a mi tía y para la que alquilaría un antiguo château que conozco en Normandía, en la costa, donde el clima es típicamente conveniente para los niños delicados y la leche no es como la que se consigue en Inglaterra. Y añadiré que rechazasteis mi sugerencia, argumentando que solos nos lo pasaríamos mejor.

      Con un hombre como George la amabilidad no sirve de nada, tienes que ponerte firme.

      —Hazlo —le dijo Harris— y por mi parte aceptaré tu oferta. Alquilaremos el château. Traerás a tu tía, yo me encargaré de eso, y pasaremos un mes allí. Los niños te adoran, J. y yo desapareceremos. Prometiste enseñar a pescar a Edgar, y serás tú quien juegue con ellos a animales salvajes. Desde el domingo pasado, Dick y Muriel no han dejado de hablar de tu hipopótamo. Haremos picnics en el bosque, solo para unas once personas, y por las noches habrá música y recitados. Muriel conoce a la perfección seis piezas literarias, como quizá ya sepas, y los demás niños son muy estudiosos.

      George claudicó, no tiene nada de valiente, pero no se rindió con elegancia. Dijo que si éramos tan mezquinos y cobardes y teníamos un corazón tan ruin como para cometer semejante maldad asumía que no participaría en ello, y que si yo no tenía la intención de acabarme la botella de clarete él se tomaría la molestia de servirse otro vaso. También añadió, sin lógica alguna, que al fin y al cabo todo aquello no importaba demasiado, porque tanto Ethelbertha como la señora Harris eran mujeres con un gran sentido común que ni por un instante pensarían que aquella sugerencia pudiera surgir de él.

      Solucionado este punto, la cuestión era: ¿qué clase de cambio?

      Harris, como de costumbre, prefería el mar. Dijo que conocía un yate perfecto para la ocasión, uno que podríamos pilotar nosotros mismos, sin necesidad de una tripulación de patanes vagabundeando a nuestro alrededor, aumentando los gastos y quitándole encanto al asunto. Uno que un simple niño espabilado podría gobernar. Conocíamos ese yate, y le dijimos que ya habíamos estado en él. El olor a cloaca y a moho se impone sobre todos los demás aromas, que ninguna brisa marina es capaz de disipar. Por lo que se refiere al sentido del olfato, casi es mejor pasar una semana en Limehouse Hole. No hay lugar donde protegerse de la lluvia, la cabina mide diez pies por cuatro y la mitad del espacio lo ocupa una estufa que se cae a pedazos cada vez que se enciende. Tienes que bañarte en cubierta, y la toalla sale volando por la borda en el mismo instante en que uno sale de la tina. Harris y el chico harían todo el trabajo interesante: tirar de las cuerdas, desplegar las velas, zarpar del puerto y navegar sobre las olas y todo eso, dejando que George y yo nos ocupáramos de pelar patatas y fregar platos.

      —Muy bien, entonces —dijo Harris—, alquilemos un yate apropiado, con su patrón, y hagamos las cosas con estilo.

      También me opuse a esto. Conozco a ese patrón, su noción de la navegación consiste en lo que él llama «fondear en mar abierto, pero a vista de tierra», manteniendo el contacto con su mujer y su familia, por no hablar de su pub favorito.

      Años atrás, cuando era joven e inexperto, yo mismo alquilé un yate. Tres cosas se combinaron para conducirme a tal insensatez: había tenido una racha de inesperada buena suerte, Ethelbertha había expresado su deseo de respirar brisa marina y a la mañana siguiente, al ojear casualmente una copia del Sportsman en el club, me topé con el siguiente anuncio:

      Para regatistas. Oportunidad única. Pícaro, yola de veintiocho toneladas. Su propietario, por repentina partida a causa de asuntos de negocios, desea alquilar este magníficamente equipado galgo del mar por cualquier periodo, largo o corto. Dos camarotes y salón. Pianette Woffenkoff. Tina para lavar nueva. Términos, diez guineas semanales. Dirigirse a Pertwee & Co., 3A, Bucklensbury.

      Me pareció la respuesta a una plegaria. La tina para lavar nueva no me importaba gran cosa, creo que la poca ropa que pudiéramos ensuciar bien podría esperar, pero la pianette Woffenkoff resultaba muy seductora. Me imaginaba a Ethelbertha tocando por las noches, algo con un estribillo, que quizá la tripulación, después de haber practicado un poco, podría cantar mientras nuestro galgo del mar se deslizaba sobre las olas plateadas.

      Tomé un coche y fui directamente al 3A de Bucklensbury. El señor Pertwee era un caballero de aspecto sencillo que tenía un despacho muy poco ostentoso en el tercer piso. Me enseñó una acuarela del Pícaro navegando con viento a favor. La cubierta formaba un ángulo de noventa y cinco grados con el océano. En la acuarela no habían representado a ningún ser humano, supongo que se habrían caído por la borda. En realidad, no comprendo cómo nadie podría haberse mantenido en cubierta, a menos que estuviera clavado a las tablas.

      Hice notar este inconveniente al agente, quien me explicó que el cuadro representaba al Pícaro doblando no sé qué lugar en la memorable ocasión en que ganó el Medway Challenge Shield. El señor Pertwee asumía que yo conocía los

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