Tres hombres en bicicleta. Джером К. Джером
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—¡Pues nunca me lo ha parecido! —dijo George.
—¿No se os ocurre nada mejor que una excursión en bicicleta? —persistió Harris.
Yo me sentía inclinado a darle la razón.
—Y os diré por dónde —continuó—. Por la Selva Negra.
—¡Pero si allí todo son cuestas! —se quejó George.
—No todo —replicó Harris—. Quizá unas dos terceras partes. Y hay algo que olvidas.
Miró a su alrededor con cautela y bajó el tono hasta hablar en un susurro:
—Hay pequeños ferrocarriles que suben esas cuestas, una especie de trenes cremallera que…
La puerta se abrió y apareció la señora Harris para decirnos que Ethelbertha ya se estaba poniendo el sombrero y que Muriel, cansada de esperar, ya había recitado La fiesta del té del Sombrerero Loco sin nosotros.
—En el club. Mañana a las cuatro —me susurró Harris al levantarse, y al subir las escaleras yo se lo dije a George.
capítulo ii
Un negocio delicado. Lo que podría haber dicho Ethelbertha. Lo que dijo. Lo que dijo la señora Harris. Lo que le dijimos a George. Saldremos el miércoles. George sugiere la posibilidad de mejorar nuestra cultura. Harris y yo dudamos. ¿Quién es el que hace más esfuerzos en un tándem? La opinión del hombre de delante. La perspectiva del hombre de detrás. De cómo Harris perdió a su mujer. La cuestión del equipaje. La sabiduría de mi difunto tío Podger. Principio de una historia sobre un hombre que tenía una maleta.
Aquella misma noche desplegué mi plan ante Ethelbertha. Empecé mostrándome algo irritable a propósito. Mi idea era que Ethelbertha se fijara en ello. Yo lo admitiría y lo achacaría a mi enorme tensión nerviosa. Naturalmente, eso nos empujaría a hablar sobre mi salud en general y sobre la evidente necesidad de que tomara medidas inmediatas y rotundas. Supuse que, con un poco de tacto, incluso conseguiría que la sugerencia partiera de la propia Ethelbertha. Me la imaginaba diciendo: «No, querido, lo que necesitas es un cambio, un cambio completo. Acepta mi consejo y sal por ahí un mes. No, no me pidas que vaya contigo. Ya sé que te gustaría, pero no vendré. Lo que necesitas es la compañía de otros hombres. Trata de convencer a George y a Harris de que vayan contigo. Créeme, un cerebro privilegiado como el tuyo necesita descansar de vez en cuando de la tensión del entorno doméstico. Olvídate por unos días de que los niños necesitan lecciones de música, y botas, y bicicletas, y tintura de ruibarbo tres veces al día; olvídate de que en la vida existen cosas como cocineras y decoradores de interiores, y perros del vecino, y cuentas del carnicero. Vete a algún frondoso rincón del planeta donde todo te resulte nuevo y extraño y tu cerebro sobreexcitado se llene de paz e ideas frescas. Vete y déjame que te eche de menos, y que reflexione sobre tu bondad y tu virtud, pues teniéndolas siempre presentes puedo llegar, como humana que soy, a olvidarlas, del mismo modo en que uno acaba siendo indiferente a la bendición del sol y a la belleza de la luna. Vete y regresa con la mente y el cuerpo revitalizados, más bueno y brillante, si eso es posible, que cuando te fuiste».
Pero incluso cuando alcanzamos nuestros anhelos, estos nunca llegan de la manera en que deseamos. Para empezar, Ethelbertha pareció no darse cuenta de que yo estaba irritable. Tuve que hacérselo notar.
—Ya me perdonarás, pero esta noche no me encuentro muy bien.
—¡Ah! —dijo ella—. No te he notado distinto. ¿Qué te ocurre?
—No sabría decir qué es —respondí—. Pero hace semanas que lo veo venir.
—Es el whisky —señaló Ethelbertha—. Nunca bebes whisky excepto cuando vamos a casa de Harris. Ya sabes que no te sienta bien. No tienes una cabeza muy resistente.
—No es el whisky —repliqué—. Es más profundo que eso. Creo que es algo más mental que físico.
—Has vuelto a leer esas críticas —dijo Ethelbertha más comprensivamente—. ¿Por qué no sigues mis consejos y las quemas en la chimenea?
—Y tampoco son las críticas —respondí—. Últimamente son bastante halagadoras, al menos una o dos.
—Entonces, ¿qué es? —preguntó— Debe de haber algo que…
—No, no lo hay —repliqué—, y eso es lo más destacable. Solo puedo describirlo como si una extraña sensación de inquietud se hubiera apoderado de mí.
Tuve la impresión de que Ethelbertha me miraba con expresión de curiosidad, pero no dijo nada y yo continué hablando.
—Esta dolorosa monotonía de la vida, estos días de pacífica felicidad, sin novedad alguna, me consternan.
—Yo no me quejaría mucho —dijo ella—. Puede que vengan días peores y nos gusten aún menos.
—No estoy seguro de eso —repliqué—. En una vida de continua alegría puedo imaginar el dolor como un cambio agradable. En ocasiones me pregunto si los santos del cielo no sienten la continua serenidad como una carga. Para mí, una vida de dicha eterna, sin que la interrumpiera contraste alguno, sería, me da la impresión, verdaderamente irritante. Supongo que soy un hombre extraño —continué—. A veces no acabo de entenderme. Hay momentos en que me odio a mí mismo.
Habitualmente, un discursito como aquel, aludiendo a profundidades ocultas de indescriptible emoción, conmueven a Ethelbertha, pero aquella noche estaba extrañamente indolente. En lo que respecta al paraíso y sus posibles efectos sobre mí, me sugirió que no me preocupara, remarcando que era de tontos ir al encuentro de un problema que podía no darse, y por lo que se refería a ser un hombre extraño, eso, suponía ella, no era algo que yo pudiera evitar, y que si había gente dispuesta a soportarme, pues entonces eso zanjaba la cuestión. La monotonía de la vida, añadió, era una experiencia compartida, así que simpatizaba conmigo al respecto.
—No puedes imaginarte cómo me gustaría marcharme a veces incluso de tí —dijo Ethelbertha—. Pero sé que no puede ser, así que no le doy más vueltas.
Nunca le había oído decir algo parecido. Aquello me sorprendió y me apenó sin medida.
—No es una observación muy amable —le dije—, muy poco propia de una esposa.
—Ya lo sé —replicó—, por eso nunca te lo había dicho. Vosotros, los hombres —continuó—, no comprendéis que por mucho que os queramos, hay momentos en que nos empalagáis. No sabes cuántas veces desearía ponerme el sombrero y salir, sin que nadie me preguntara a dónde voy, qué voy a hacer, cuánto tiempo estaré fuera y cuándo estaré de vuelta. No sabes cuántas veces me gustaría pedir una comida que me gusta a mí y que les gusta a los niños, pero que haría que te levantaras de la mesa, te pusieras el sombrero y te marcharas al club. No sabes cuántas veces tengo ganas de invitar a casa a algunas amigas que yo adoro y que sé que tú detestas, y de visitar a personas que yo quiero ver; y de acostarme cuando estoy cansada yo, y de levantarme cuando me plazca. Dos personas que viven juntas se ven obligadas a sacrificar constantemente sus propios deseos en beneficio mutuo. A veces es bueno aflojar un poco la tensión.
Más tarde, al reflexionar sobre las palabras de Ethelbertha, comprendí su sabiduría, pero debo admitir que en aquel momento me dolieron e indignaron.
—Si