Tres hombres en bicicleta. Джером К. Джером

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Tres hombres en bicicleta - Джером К. Джером En serio

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uno ni de otro, y los maldijo mientras volvía a montarse en el tándem y encaraba el camino de en medio. A mitad de la colina encontró a dos chicas y a un muchacho entre ambas. Por lo que se ve, estaban sacándole el mejor partido. Les preguntó si habían visto a su esposa. Ellos le preguntaron cómo era. Pero Harris no sabía suficiente holandés para describirla con propiedad, todo lo que pudo decirles fue que era una mujer muy guapa, de mediana estatura. Evidentemente, esto no los satisfizo. La descripción era demasiado general, cualquier hombre podía decir lo mismo y de esta manera quizá tomar posesión de una esposa que no era la suya. Le preguntaron cómo iba vestida y por nada del mundo fue capaz de recordarlo.

      Dudo que ningún hombre pueda recordar cómo va vestida una mujer diez minutos después de haberla dejado. Recordaba una falda azul y algo que la completaba hasta llegar al cuello, una blusa, sin duda. También recordaba vagamente un cinturón. Pero ¿qué clase de blusa? ¿Verde? ¿Amarilla? ¿Azul? ¿Con el cuello cerrado o con un lazo? En el sombrero ¿llevaba flores o plumas? Por cierto, ¿llevaba sombrero? No se atrevía a decir nada por miedo a cometer un error y que lo enviaran decenas de millas por el camino equivocado. Las dos jóvenes empezaron a reír, lo cual, dado su estado de ánimo, irritó a Harris. El joven, que parecía deseoso de sacárselo de encima, le sugirió que preguntase en la comisaría de Policía del siguiente pueblo. Harris se dirigió allí. En la policía le dieron un trozo de papel y le dijeron que escribiera una descripción completa de su esposa, junto con los detalles de cuándo y cómo la había perdido. Él no sabía dónde la había perdido, todo lo que podía decir era el nombre del pueblo donde habían almorzado. Estaba seguro de que estaba allí con ella y de que habían salido juntos.

      El policía miró con expresión de sospecha. Dudaba de tres cosas. Primera: ¿era realmente su esposa? Segunda: ¿la había perdido realmente? Tercera: ¿por qué la había perdido? De todos modos, con la ayuda del recepcionista de un hotel que hablaba un poco de inglés, Harris pudo vencer sus escrúpulos. Le prometieron hacer algo al respecto, y por la noche se la trajeron en un carro, junto con una cuenta de gastos. El encuentro no fue tierno. La señora Harris no es buena actriz y le cuesta mucho disimular sus sentimientos. En aquella ocasión, confesó después con sinceridad, no hizo nada para ocultarlos.

      Una vez arreglado el asunto de las bicicletas, se presentó la eterna cuestión del equipaje.

      —Supongo que será la lista habitual —dijo George disponiéndose a escribirla.

      Eso se lo había enseñado yo. Y yo, por mi parte, lo había aprendido años atrás de mi tío Podger.

      —Antes de empezar a hacer las maletas—solía decir mi tío—, haz una lista.

      Era un hombre metódico.

      —Toma un pedazo de papel —siempre empezaba por el principio—, escribe en él todas las cosas que puedas necesitar, luego repásalo y comprueba que no has puesto algo que en realidad no te hace falta. Imagínate en la cama, ¿qué llevas puesto? Pues bien, ponlo, y además pon una muda de recambio. Te levantas. ¿Qué haces? Te lavas. ¿Con qué te lavas? Con jabón. Pon jabón. Continúa así hasta que hayas terminado. Luego la ropa. Empieza por los pies: ¿qué llevas en los pies? Botas, zapatos, calcetines. Ponlo. Continúa hasta que llegues a la cabeza. ¿Qué necesitas además de la ropa? Un poco de brandy. Ponlo. Un sacacorchos. Ponlo. Ponlo todo, así no te olvidarás de nada.

      Este es el plan que siempre seguía él. Hecha la lista, la repasaba cuidadosamente, como siempre aconsejaba, para ver si se había olvidado de algo. Después la leía de nuevo y tachaba todo lo que no era realmente necesario.

      Y después perdía la lista.

      —En las bicicletas solo llevaremos lo necesario para un día o dos —dijo George—. El resto del equipaje podemos mandarlo de una ciudad a la siguiente.

      —Debemos ser cuidadosos —dije— Una vez conocí a un hombre que…

      Harris miró su reloj.

      —Ya nos lo explicarás en el barco —dijo—. Debo encontrarme con Clara en la estación de Waterloo dentro de media hora.

      —No necesitaré media hora —dije—. Es una historia auténtica y…

      —No la desperdicies —dijo George—. Me han dicho que hay noches lluviosas en la Selva Negra, entonces estaremos encantados de escucharla. Lo que tenemos que hacer ahora es acabar la lista.

      Ahora que lo recuerdo, nunca pude acabar aquella historia, siempre hubo algo que me interrumpió. Y era realmente auténtica.

      capítulo iii

      El defecto de Harris. Harris y su ángel de la guarda. Un farol de bicicleta patentado. El sillín ideal. El repasador. Su ojo de águila. Su método. Su alegre confianza. Sus gustos sencillos y baratos. Su aspecto. Cómo librarse de él. George como profeta. El gentil arte de hacerse antipático en una lengua extranjera. George como estudiante de la naturaleza humana. George propone un experimento. Su prudencia. El apoyo de Harris asegurado, con ciertas condiciones.

      Harris apareció el lunes por la tarde con un prospecto de accesorios para bicicletas en la mano.

      —Si quieres seguir mis consejos, dejarás eso —dije.

      —¿Dejaré el qué? —dijo Harris.

      —Esa nueva marca patentada, revolución del ciclismo, ganadora de récords, timabobos, lo que sea, la publicidad que tienes en la mano.

      —Vaya, no sé. Nos enfrentaremos a algunas colinas bastante empinadas. Supongo que necesitaremos buenos frenos.

      —Necesitaremos buenos frenos, sí —concordé—, pero lo que no necesitaremos es una sorpresa mecánica que no entendamos y que nunca funciona cuando se necesita.

      —Esta cosa —dijo—, funciona automáticamente.

      —¡No me digas! —exclamé—. Por instinto, sé exactamente lo que hará. Al subir entorpecerá tanto la rueda que tendremos que arrastrar la bicicleta. Al llegar a una cima el aire le sentará bien y de repente empezará a funcionar de nuevo. Al bajar empezará a reflexionar sobre las molestias que ha causado. Eso la llevará al remordimiento y finalmente a la desesperación. Se dirá a sí misma: «No sirvo para freno. No ayudo a estos chicos. Solo los entorpezco. Soy una maldición, eso es lo que soy». Y sin avisar mandará a paseo todo el asunto. Eso es lo que hará ese freno. Olvídate de él. Eres un buen chico —continué—, pero tienes un defecto.

      —¿Cuál? —preguntó indignado.

      —Tienes demasiada fe en las cosas —respondí—. Si lees un anuncio, siempre te lo crees. Todo experimento que cualquier imbécil haya ideado en relación con el ciclismo ha pasado por tus manos. Tu ángel de la guarda parece tener un espíritu muy concienzudo y ser muy capaz, pues hasta el momento te ha calado bien. Hazme caso, no abuses de él. Debe de estar muy ocupado desde que te dedicas al ciclismo. No sigas así o acabarás por volverlo tarumba.

      —Si todos hablaran como tú, no habría avances de ninguna clase. Si nadie probara las cosas nuevas, el mundo se detendría. Por eso…

      —Ya sé todo lo que puede decirse en favor de este argumento — interrumpí—. Estoy de acuerdo en ensayar nuevos experimentos hasta los treinta y cinco años. Después de los treinta y cinco considero que un hombre tiene derecho a pensar en sí mismo. Tú y yo hemos cumplido nuestro deber en este sentido, especialmente tú. Recuerda que volaste por los aires por la explosión de

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