Tres hombres en bicicleta. Джером К. Джером
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—Me habría gustado que recogieras el farol. Así habría investigado cuál fue la causa de que pasara lo que pasó.
—No hubo tiempo para recoger el farol. Calculo que habría necesitado dos horas para reunir los trozos. En cuanto a lo que pasó, el simple hecho de que se anunciara como el farol más seguro inventado hasta la fecha sería suficiente para que cualquiera menos tú pensara en un accidente. Después está lo de aquella lámpara eléctrica —continué.
—Bueno, esa producía una luz excelente —replicó—, tú mismo lo dijiste.
—Producía una luz brillante en la calle King’s Road de Brighton, y espantó a un caballo. En el instante en que nos internamos en la oscuridad más allá de Kemp Town se apagó y a ti te multaron por ir sin luz. Recordarás que algunas tardes soleadas solías ir en bicicleta con aquella lámpara encendida a toda potencia. Y cuando llegaba la noche estaba agotada y, naturalmente, quería un descanso.
—Sí, aquella lámpara era un poco irritante —murmuró—. Lo recuerdo bien.
—A mí me irritaba, para ti debió de ser peor. Luego está lo de los sillines —continué, esperando que aprendiera la lección—. ¿Puedes recordar algún sillín que se haya anunciado y que tú no hayas probado?
—Siempre me ha interesado encontrar el sillín perfecto —dijo.
—Pues debes olvidarte de eso. Este es un mundo imperfecto en el que se mezclan el dolor y la alegría. Es posible que exista otro lugar mejor donde los sillines estén hechos de arco iris rellenos de nubes, pero en este mundo lo más sencillo es acostumbrarse a algo duro. ¿Y aquel sillín que compraste en Birmingham que estaba partido por la mitad? Parecía un par de riñones.
—¿Te refieres a aquel construido sobre principios anatómicos? —preguntó Harris.
—Muy posiblemente —señalé—. La caja tenía en la tapa el dibujo de un esqueleto sentado. O más bien la parte del esqueleto que se sienta.
—Era muy acertada, te enseñaba la verdadera posición del…
—No entremos en detalles, aquel dibujo siempre me pareció poco delicado.
—Pero desde el punto de vista médico estaba bien —replicó.
—Para un hombre que no tuviera más que huesos para pedalear es posible. Yo solo sé que lo probé, y que para un hombre que tuviera carne era una agonía. Cada vez que pasabas por encima de una piedra o una rodada, te pellizcaba. Era como pedalear encima de una langosta irritable. Tú lo utilizaste durante un mes.
—Es que quise darle tiempo para probar su eficacia —respondió.
—También fue una prueba para tu familia, si me dejas hablar claro. Tu mujer me dijo que nunca antes, en todo el tiempo que llevabais casados, te había visto de tan mal humor, tan poco cristiano, como durante aquel mes. Ahora recuerda aquel otro sillín, el que llevaba un muelle debajo.
—Quieres decir el Espiral.
—Quiero decir aquel que te sacudía arriba y abajo como el muñeco de una caja de sorpresas: a veces caías de nuevo sobre el sillín y a veces no. No menciono estos asuntos para recordarte sucesos desagradables, lo hago para que entiendas que hacer experimentos a estas alturas de tu vida es una soberana estupidez.
—Querría que no insistieras tanto con el tema de la edad. Un hombre de treinta y cuatro años…
—¿Un hombre de qué?
—Mira, si no quieres el freno, olvídate. Si tu bicicleta te lleva montaña abajo a toda velocidad y tú y George acabáis en el tejado de una iglesia, no me echéis a mí la culpa.
—No puedo hablar por George —dije—. Como sabes, cualquier cosita puede irritarlo. Si ocurriera un accidente como el que sugieres quizá se enfadara, pero me comprometo a explicarle que tú no habrías tenido la culpa.
—¿Está listo? —preguntó.
—El tándem está bien —respondí.
—¿Lo has repasado? —insistió.
—No, ni nadie lo repasará. Funciona a la perfección y seguirá funcionando a la perfección hasta que salgamos.
Tengo cierta experiencia sobre lo de repasar las cosas. Había un hombre de Folkestone al que solía encontrarme en Lees. Una noche me propuso que al día siguiente hiciéramos una larga excursión en bicicleta, y acepté. Me levanté temprano, por lo menos para mí. Hice un esfuerzo, y eso hizo que me sintiera bien conmigo mismo. Él llegó media hora tarde. Yo lo esperaba en el jardín. Era un día precioso.
—¡Qué buen aspecto tiene su bicicleta! —me dijo— ¿Va bien?
—¡Oh, como la mayoría! —respondí—. Ligera por la mañana, un poco más pesada después del almuerzo.
La cogió por la rueda delantera y por la horquilla y la sacudió con violencia.
—No haga eso, le hará daño.
No sé por qué la sacudía si ella no le había hecho nada. Además, si necesitaba que la sacudieran, yo era el más indicado para sacudirla. Me sentí como si aquel hombre hubiera zurrado a mi perro.
—Esta rueda delantera se tambalea.
—No si usted no la sacude —y, de hecho, así era. O al menos, la levedad de su movimiento no encajaba en la idea de tambalearse.
—Es muy peligroso, ¿tiene usted un destornillador?
Comprendo que debí haberme mostrado firme pero pensé que aquel hombre quizá entendía algo del tema. Fui a buscar la caja de herramientas a ver qué podía encontrar. Cuando regresé lo encontré sentado en el suelo con la rueda delantera entre las piernas. Trasteaba con ella, dándole vueltas con los dedos. El resto de la bicicleta yacía a su lado, en el sendero de grava.
—A esta rueda delantera le ha pasado algo —dijo.
—Eso parece, ¿verdad? —repliqué. Pero era de ese tipo de hombres que no comprenden el sarcasmo.
—Me parece que los cojinetes están mal.
—Por favor, no se moleste más, se va a cansar. Pongámosla de nuevo y salgamos.
—Podemos comprobar qué le pasa, ya que está desmontada —dijo como si la rueda se hubiera salido por casualidad.
Antes de que pudiera impedirlo desatornilló algo en alguna parte y un montón de bolitas rodaron por el sendero.
—¡Cójalas! —gritó—. ¡Cójalas!