Tres hombres en bicicleta. Джером К. Джером

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Tres hombres en bicicleta - Джером К. Джером En serio

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poco sobre eso —continué—, pero cuando llega el momento de la verdad, es lo que siempre ocurre. Hemos dicho a nuestras esposas que nos vamos. Naturalmente, se han entristecido. Preferirían venir con nosotros. O, en su defecto, que nos quedáramos con ellas. Pero les hemos explicado nuestros deseos al respecto… y ahí se ha acabado la cosa.

      —Perdonadme, no lo había entendido —dijo George—. Solo soy un soltero. La gente me cuenta esto y lo otro y lo de más allá, y yo simplemente escucho.

      —Ahí es donde te equivocas —dije—. Cuando quieras información ven a mí o pregúntale a Harris y te diremos la verdad sobre estas cuestiones.

      George nos lo agradeció y procedimos a tratar el asunto que teníamos entre manos.

      —¿Cuándo partimos? —preguntó George.

      —Por lo que a mí respecta, enseguida —replicó Harris—. Cuanto antes mejor.

      Su idea, imagino, era irse antes de que a la señora Harris se le ocurrieran otras cosas. Acordamos partir el miércoles.

      —¿Qué hay de la ruta? —dijo Harris.

      —Tengo una idea —dijo George—. Aventuro que estáis deseosos de aumentar vuestra cultura, ¿verdad?

      —No tenemos deseos de convertirnos en fenómenos —puntualicé—. Hasta un grado razonable, sí, siempre y cuando no implique grandes gastos y a ser posible con poco esfuerzo personal.

      —Puede hacerse —dijo George—. Ya conocemos Holanda y el Rin. Pues bien, sugiero que tomemos un barco hasta Hamburgo, visitemos Berlín y Dresde y sigamos hasta la Selva Negra, pasando por Núremberg y Stuttgart.

      —Hay lugares preciosos en Mesopotamia, según me han dicho —murmuró Harris.

      George dijo que Mesopotamia estaba muy apartada de nuestro camino, y que la ruta de Berlín a Dresde era más practicable. Para bien o para mal, nos persuadió para que aceptáramos su propuesta.

      —Supongo que llevaremos las bicicletas como siempre —dijo George—, Harris y yo en el tándem, y J…

      —No me parece bien —interrumpió Harris con firmeza—. Tú y J. en el tándem y yo solo.

      —A mí me da lo mismo —encajó George—. J. y yo en el tándem, Harris…

      —No tengo inconveniente en turnarnos —interrumpí—, pero no voy a cargar con George todo el camino, deberíamos repartirnos la carga.

      —Muy bien —dijo Harris—, nos la repartiremos. Pero bajo la ineludible condición de que él también tenga que esforzarse.

      —¿De que tenga que qué? —dijo George.

      —Esforzarse —insistió Harris—. A lo largo de todo el camino, pero especialmente en las subidas.

      —¡Por favor! —exclamó George— ¿Es que vosotros no pensáis hacer nada de ejercicio?

      Siempre se generan situaciones desagradables en torno a este tándem. La teoría del que va delante es que el que va detrás no hace nada. La del que va detrás es que solo él aporta la fuerza motriz y que el otro se limita a resoplar. Es un misterio que nunca se resolverá. Es muy molesto que cuando la Prudencia te susurra a un oído que no te excedas en tu esfuerzo para no enfermar del corazón mientras la Justicia te pregunta al otro oído: «¿Por qué deberías ser tú quien lo haga todo? Esto no es una calesa. Él no es tu pasajero», oigas al otro refunfuñar:

      —¿Qué pasa? ¿Has perdido los pedales?

      En cierta ocasión, durante sus primeros días de casado, Harris se disgustó mucho debido a esta imposibilidad de saber lo que hace el que va detrás. Iba pedaleando con su esposa por Holanda. Las carreteras estaban llenas de baches y el tándem saltaba continuamente.

      —Agárrate —dijo Harris sin volver la cabeza.

      Pero lo que entendió la señora Harris cuando él dijo «agárrate» fue «bájate», algo que ninguno de los dos puede explicar.

      La señora Harris razonaba así: «Si me hubieras dicho agárrate, ¿por qué iba a bajar?».

      Harris, en cambio razonaba así: «Si hubiera querido que te bajaras, ¿por qué iba a decirte agárrate?».

      La amargura del suceso se desvaneció, pero hasta la fecha siguen discutiendo sobre aquello.

      Sea cual sea la explicación, nada altera el hecho de que la señora Harris se bajó mientras Harris seguía pedaleando con fuerza, convencido de que ella seguía sentada detrás. Según parece, al principio ella creyó que él continuaba ascendiendo la cuesta simplemente para fanfarronear. En aquellos días aún eran jóvenes y él solía hacer ese tipo de cosas. Ella esperaba que al llegar a la cima él desmontaría y, apoyado en despreocupada y elegante actitud, la esperaría. Pero cuando, por el contrario, lo vio superar la cima y continuar con rapidez por la acusada y larga cuesta, primero se sorprendió, luego se indignó y por último se alarmó. Corrió hasta la cresta de la colina y gritó, pero él no volvió la cabeza. Lo vio desaparecer en un bosque a milla y media de distancia, y entonces se sentó y se echó a llorar. Aquella mañana habían discutido un poco, y ella se preguntó si es que se lo había tomado demasiado en serio y pretendió marcharse. Ella no llevaba dinero. No hablaba holandés. La gente que pasaba parecía compadecerse de ella. Ella intentaba hacerles comprender lo que había ocurrido. Entendían que había perdido algo pero no adivinaban qué. La llevaron hasta el siguiente pueblo y le buscaron un policía. Este concluyó, gracias a la interpretación de sus gestos, que un hombre le había robado la bicicleta. Lo comunicó por telégrafo y en un pueblo a cuatro millas de distancia descubrieron a un desafortunado muchacho que iba montado en un modelo antiguo de bicicleta de mujer. Lo llevaron hasta ella en un carro, pero como pareció que ella no pareció mostrar interés alguno ni por el chico ni por la bicicleta, lo dejaron marchar, bastante desconcertados.

      Entretanto, Harris había continuado su carrera con gran placer. Le parecía que de repente se había vuelto un ciclista más fuerte y más capaz en todos los sentidos. Así que dijo, dirigiéndose a lo que creía que era su mujer:

      —Hacía meses que no encontraba la bicicleta tan ligera. Creo que es este aire, me hace mucho bien.

      Luego le dijo que no se asustara y que le iba a enseñar lo rápido que podía pedalear. Se inclinó sobre el manillar y se entregó con todas sus fuerzas. La bicicleta brincaba por la carretera como un ser vivo, granjas e iglesias, perros y gallinas se le venían encima y quedaban atrás. Los viejos se detenían a mirarlo, los niños lo vitoreaban.

      Así recorrió unas cinco millas. Luego, según explica, nació en su interior la sensación de que algo iba mal. El silencio no le sorprendía, pues el viento soplaba con fuerza y la bicicleta traqueteaba bastante. Fue como una sensación de vacío lo que se apoderó de él. Tanteó hacia atrás con la mano, pero allí no había nada. Saltó, o más bien cayó al suelo, y miró hacia atrás por el camino. Nada, solo la blancura del sendero que se extendía a través del oscuro bosque, y no podía distinguirse alma alguna. Volvió a montar y encaró la colina en dirección contraria. En diez minutos llegó al lugar donde la carretera se dividía en cuatro. Desmontó y trató de recordar qué camino había tomado.

      Mientras pensaba, pasó un hombre sentado de lado en un caballo. Harris le detuvo y le explicó que había perdido a su mujer. El desconocido no pareció

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