Tres hombres en bicicleta. Джером К. Джером
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No me gustaba el tono que había adoptado Ethelbertha. Me daba la impresión de que había en ella cierta frivolidad, inadecuada para el asunto que estábamos tratando. Que una mujer contemplara alegremente una ausencia de su marido de dos o tres semanas no me parecía ni bonito ni femenino, no era propio de Ethelbertha. Estaba preocupado, ya no tenía ningún deseo de emprender aquel viaje. Si no hubiera sido por Harris y George, habría abandonado. Tal como estaban las cosas, no veía el modo de excusarme con dignidad.
—Muy bien, Ethelbertha —repliqué—, como desees. Si quieres unas vacaciones de mí, podrás disfrutarlas. No obstante, espero que no te parezca una curiosidad impertinente por mi parte saber qué te propones hacer en mi ausencia.
—Alquilaremos aquella casa de Folkestone y me iré allí con Kate —respondió ella, y añadió—: Y si quieres hacerle un favor a Clara Harris, convence a Harris para que se vaya contigo, y así Clara puede venir con nosotras. Las tres pasábamos muy buenos ratos antes de que aparecierais vosotros y será delicioso repetirlos. ¿Crees —continuó— que puedes persuadir al señor Harris para que vaya contigo?
Le dije que lo intentaría.
—Este es mi chico. Inténtalo. Quizá también logres que se os una George.
Le contesté que no encontraba ninguna ventaja en que George viniera, pues al ser soltero nadie se beneficiaría de su ausencia. Pero una mujer nunca comprende el sarcasmo. Ethelbertha simplemente señaló que le parecía poco amable no incluirlo. Prometí que se lo diría.
Por la tarde vi a Harris en el club y le pregunté cómo le había ido.
—¡Oh, muy bien! —contestó—. No hay inconveniente en que me vaya. —Pero algo en su voz sugería una satisfacción incompleta, así que le insistí en que me explicara más—. Estuvo suave como la seda —continuó—. Dijo que la idea de George era excelente y que estaba segura de que me haría bien.
—Parece estupendo —dije—. Entonces, ¿qué hay de malo?
—No hay nada de malo —respondió—, pero eso no fue todo. Siguió hablando de otras cosas.
—Comprendo —dije.
—Ya sabes que tiene esa manía del cuarto de baño —continuó.
—Algo he oído —respondí—. Le ha metido la idea en la cabeza a Ethelbertha.
—Pues bien, he tenido que acceder a que se pongan manos a la obra de una vez. No podía negarme más cuando ella ha sido tan comprensiva con lo del viaje. Me costará cien libras, por lo menos.
—¿Tanto? —pregunté.
—Penique sobre penique —dijo Harris—. El presupuesto, por ahora, ya asciende a sesenta libras.
Sentí mucho oírle decir aquello.
—Luego está la cuestión de los fogones de la cocina —continuó Harris—. Todo lo que ha ido mal en casa durante los dos últimos años ha sido por culpa de esa cocina.
—Lo sé—dije—. Nosotros hemos vivido en siete casas desde que nos casamos, y cada cocina era peor que la anterior. La de ahora no solo es inútil sino que además es malvada. Parece que sabe cuándo vamos a celebrar una fiesta y entonces deja de funcionar.
—Nosotros vamos a comprar una nueva —dijo Harris, pero sin demasiado entusiasmo—. Clara pensó que ahorraríamos haciendo las dos cosas a la vez. Creo que si una mujer quisiera una tiara de diamantes diría que la quería para ahorrarse el gasto de un sombrero.
—¿Cuánto calculas que te va a costar la cocina? —le pregunté. Me interesaba el tema.
—No lo sé —respondió Harris—, otras veinte libras, supongo. Luego hablamos del piano. ¿Alguna vez te has fijado en las diferencias entre un piano y otro?
—Parece que unos suenan más alto que otros —dije—, pero uno acaba acostumbrándose.
—Al nuestro le fallan los agudos. Por cierto, ¿qué son los agudos?
—Es lo más chillón del cachivache —le expliqué—, la parte que suena como si le pisaras el rabo. Las piezas brillantes siempre acaban con una floritura aguda.
—Pues quieren más —dijo Harris—, nuestro piano no tiene bastante de eso. Lo pondré en el cuarto de las niñas, y compraré uno nuevo para el salón.
—¿Algo más? —pregunté.
—No —dijo Harris—, no creo que se le ocurra nada más.
—Ya verás como cuando vuelvas a casa ya se le habrá ocurrido algo —señalé.
—¿Como qué? —dijo Harris.
—Como una casa de verano en Folkestone.
—¿Para qué va a querer una casa en Folkestone? —exclamó Harris.
—Para vivir en ella —sugerí—, durante los meses de verano.
—Pero si en vacaciones se va con las niñas a Gales a ver a los suyos. Nos han invitado.
—Probablemente —señalé—, se irá a Gales antes de ir a Folkestone, o quizá pase por Gales de regreso a casa, pero querrá una casa de verano en Folkestone de todos modos. Puede que me equivoque, por tu bien espero que así sea, pero tengo el presentimiento de que no.
—Este viaje va a salir caro —reflexionó Harris.
—Fue una sugerencia estúpida —dije—. Desde el principio.
—Fuimos tontos al hacerle caso —dijo Harris—. Uno de estos días nos meterá en un verdadero lío.
—Siempre ha sido un atolondrado —señalé.
—Un testarudo —añadió Harris.
En ese preciso instante oímos su voz en el vestíbulo, preguntando si había llegado el correo.
—Mejor no le decimos nada —sugerí—, ya es demasiado tarde para echarnos atrás.
—No habría ninguna ventaja en ello —replicó Harris—. Tendría que pagar el baño y comprar el piano de todos modos.
George entró de buen humor en la habitación.
—¿Ha ido todo bien? —preguntó—. ¿Lo habéis conseguido?
Algo en su tono no me gustó demasiado, y noté que Harris también se había fijado.
—¿Conseguir el qué? —dije.
—Pues, vaya, lo del viaje.
Pensé que era el momento de hablar claro con George.
—En la vida de