Tres hombres en bicicleta. Джером К. Джером

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Tres hombres en bicicleta - Джером К. Джером En serio

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me pareció una conclusión bien clara pero Ethelbertha simplemente replicó que, vistas las circunstancias, habría preferido no embarcar hasta el martes y se derrumbó.

      A la mañana siguiente el viento soplaba del norte. Me levanté temprano y se lo señalé al capitán Goyles.

      —Sí, sí, señor —respondió—, es una lástima, pero no puede evitarse.

      —¿No cree posible que zarpemos hoy? —aventuré.

      No se enfadó conmigo, simplemente se rio:

      —Bien, señor, si usted quisiera dirigirse a Ipswich, diría que no podríamos esperar nada mejor, pero como nuestro destino es, como bien sabe, la costa holandesa, pues ahí tiene.

      Le llevé la noticia a Ethelbertha y decidimos pasar el día en la costa. Harwich no es una ciudad muy alegre y al anochecer ya se la puede llamar aburrida. Tomamos té y berros en Dovercourt y luego regresamos al embarcadero a esperar que el capitán Goyles llegara con el bote. Lo esperamos durante una hora. Cuando llegó estaba más alegre que nosotros. Si él mismo no me hubiera dicho que nunca bebía más que un vaso de grog caliente por la noche, habría asegurado que estaba borracho.

      Al día siguiente el viento soplaba del sur, lo que provocó una cierta inquietud en el capitán Goyles. Al parecer resultaba tan peligroso zarpar como quedarnos donde estábamos. Nuestra única esperanza era que cambiara antes de que pasara nada. Ethelbertha empezaba a sentir antipatía hacia el yate y decía que preferiría pasar una semana en una máquina de baño a estar allí, porque al menos una máquina de baño se estaba quieta.

      Pasamos otro día en Harwich, y aquella noche y la siguiente, como el viento seguía soplando del sur, dormimos en el hotel King’s Head. El viernes el viento soplaba directamente del este. Encontré al capitán Goyles en el embarcadero y le sugerí que, bajo aquellas circunstancias, podríamos zarpar. Pareció irritarse ante mi insistencia.

      —Si usted supiera un poco más sobre estos asuntos, señor —dijo—, vería por sí mismo que es imposible. El viento sopla directamente de mar.

      —Capitán Goyles, dígame qué es lo que he alquilado. ¿Un barco o una casa flotante?

      Mi pregunta le sorprendió.

      —Es un yate.

      —Lo que quiero decir —proseguí— es si puede moverse o debe permanecer aquí quieto. Si debe permanecer quieto, dígamelo con franqueza y traeremos algunas macetas de hiedra para que crezca sobre los ojos de buey, pondremos flores y un toldo en la cubierta y haremos que esto quede bien bonito. Si, por el contrario, puede moverse…

      —¿Moverse? —interrumpió el capitán Goyles—. Si tenemos el viento adecuado y favorable detrás del Pícaro…

      —¿Y cuál es el viento favorable? —le pregunté. El capitán Goyles se mostró confuso—. Durante esta semana —proseguí—, hemos tenido viento del norte, del sur, del este y del oeste… con variaciones. Si conoce algún otro punto de la brújula desde donde pueda soplar, dígamelo y esperaré. De lo contrario y si el ancla no ha echado raíces en el fondo del océano, zarparemos hoy y veremos qué pasa.

      Comprendió la firmeza de mi determinación.

      —Muy bien, señor —respondió—. Usted es el amo y yo estoy aquí para obedecerle. Solo tengo un hijo que aún depende de mí, gracias a Dios, y no dudo de que sus albaceas testamentarios cumplirán su cometido y se ocuparán de mi parienta.

      Aquella solemnidad me impresionó.

      —Señor Goyles —dije—, sea sincero conmigo. ¿Hay alguna esperanza de que el clima sea el adecuado para que podamos salir de este condenado agujero?

      El capitán recobró su habitual cordialidad.

      —Verá usted, señor, estas costas son muy características. Todo irá bien si conseguimos alejarnos de ellas, pero zarpar en un cascarón como este…, bueno, para serle sincero, señor, hay que pensárselo un poco.

      Dejé al capitán Goyles con la seguridad de que observaría el clima como una madre vigila el sueño de su bebé; el símil fue suyo y me llegó al alma. A las doce lo vi de nuevo: contemplaba el cielo desde la ventana del pub Ancla y Cadena.

      A las cinco en punto de la tarde tuve un golpe de suerte: en medio de High Street me encontré con un par de amigos navegantes que estaban en tierra por culpa de una avería en el timón. Les conté mi aventura y parecieron menos sorprendidos que divertidos. El capitán Goyles y los dos marineros continuaban observando el clima. Corrí al King’s Heady avisé a Ethelbertha. Los cuatro nos fuimos tranquilamente al embarcadero, donde encontramos el yate. A bordo solo estaba el muchacho. Mis dos amigos se hicieron cargo del Pícaro y a eso de las seis navegábamos rápida y alegremente costa arriba.

      Aquella noche fondeamos en Aldborough y al día siguiente alcanzamos Yarmouth, donde, como mis amigos tenían que quedarse, decidí abandonar el yate. Por la mañana, temprano, vendimos los suministros en subasta pública en la playa de Yarmouth. Perdí dinero, pero tuve la satisfacción de fastidiar al capitán Goyles. Dejé el Pícaro a cargo de un marinero local que por un par de soberanos se comprometió a gobernarlo de vuelta a Harwich y nosotros regresamos a Londres en tren. Seguro que hay yates distintos al Pícaro y patrones que no se parecen al señor Goyles, pero aquella experiencia me provocó prejuicios contra unos y otros.

      George también pensó que un yate nos acarrearía una buena cantidad de responsabilidades, así que desechamos la idea.

      —¿Y qué tal el río? —sugirió Harris—. Hemos pasado momentos muy agradables.

      George dio una calada a su cigarro en silencio y yo casqué otra nuez.

      —El río ya no es lo que era —dije—. No sé exactamente qué pasa, pero hay algo en el río, quizá sea la humedad, que me provoca lumbago.

      —A mí me pasa lo mismo —agregó George—. No sé por qué, pero ahora ya nunca duermo bien en la cercanía del río. En primavera pasé una semana en casa de Joe, y cada tarde me despertaba a las siete y ya no podía pegar ojo.

      —Era una simple sugerencia —observó Harris—. Personalmente, tampoco creo que me siente bien, me afecta a la gota.

      —Lo que a mí me conviene es el aire de la montaña —dije—. ¿Qué os parece si vamos de excursión por Escocia?

      —En Escocia siempre hay humedad —dijo George—. Estuve tres semanas en Escocia y no hubo manera de que estuviera seco ni un solo día… Vaya, no en ese sentido.

      —En Suiza se está bastante bien —dijo Harris.

      —Ellas no nos dejarán ir a Suiza solos —objeté—. Ya sabes lo que pasó la última vez. Ha de ser un lugar donde ninguna mujer o niño criados con delicadeza sean capaces de vivir, un país de malos hoteles, incómodo para viajar, donde pasemos dificultades, nos esforcemos mucho, quizá incluso pasemos hambre…

      —¡Calma! —interrumpió George—. ¡Calma, por favor! No olvidéis que yo vendré con vosotros.

      —¡Ya lo tengo! —exclamó Harris—. ¡Una excursión en bicicleta!

      George mostró una expresión de duda.

      —En

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