Jamás te olvidé - Otra vez tú. Patricia Thayer
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«Con una pizca de arrogancia ya tenemos al auténtico Vance Rivers», pensó Ana.
–Ana. Doctor –la miró–. ¿Sabemos algo nuevo?
–No. En realidad es mucho mejor de lo que esperaba –dijo Ana, y entonces le explicó todo lo que le había dicho el médico–. Tienes que convencerle para que vaya a la rehabilitación.
Vance se limitó a mirarla.
–¿Qué te hace pensar que tengo alguna influencia sobre él?
–Bueno, a mí no me va a escuchar.
El médico levantó una mano.
–Cuando llegue el momento, sea quien sea quien hable con el señor Slater, debe decirle lo importante que es la rehabilitación para su recuperación –se despidió y se marchó.
Vance no sabía muy bien por qué se veía involucrado en todo aquello. Ya tenía suficiente con el rancho. Y necesitaba la ayuda de Colt para muchas cosas. Además, no sabía cómo tratar a sus hijas.
–Mira, Ana. No deberías cargar tú sola con todo esto. ¿Por qué no vienen tus hermanas?
Ella sacudió la cabeza.
–No vienen de momento.
–¿Qué quieres decir?
–Lo que acabo de decir. No pueden venir a casa, ahora mismo. Quieren que las mantenga informadas.
Vance sabía que Colt nunca había estado muy unido a sus hijas. Siempre había dejado que Kathleen se ocupara de todo lo relacionado con las chicas. El ama de llaves y antigua niñera llevaba más de veinticinco años con la familia.
–Entonces vamos a ver a Colt –dijo Vance–. Por primera vez, espero que esté tan cascarrabias como siempre.
Colton Slater parpadeó y abrió los ojos. Miró a su alrededor. Trataba de acostumbrarse a la claridad de aquella habitación extraña. Reparó en el pasamanos de la cama, oyó el pitido del monitor… ¿Un hospital? ¿Qué había pasado? Cerró los ojos y buscó su último recuerdo.
Estaba amaneciendo. Había salido al granero para darles de comer a los animales. Le dolía el brazo desde que se había levantado de la cama. De repente había empezado a sentir mareos y había tenido que sentarse en una bala de heno. Vance estaba a su lado de repente, preguntándole si se encontraba bien.
No. No se encontraba bien en esa cama, con una aguja en el brazo, enchufado a varios monitores. Pero lo peor de todo era que no podía moverse. ¿Qué le pasaba? Trató de hablar, pero solo pudo emitir un gruñido.
–¿Señor Slater? ¿Señor Slater?
Oyó la voz de una mujer.
–Está en un hospital. Soy su enfermera, Elena García. ¿Le duele algo?
Una vez más, no pudo hacer más que gruñir.
–Le daré algo que le alivie.
Colt parpadeó. Se fijó en aquella belleza de pelo negro y entonces contuvo el aliento. Esa cara con forma de corazón, esos ojos almendrados… Abrió la boca.
–Luisa… –susurró y entonces ya no vio nada más.
Veinte minutos más tarde, Ana entró en la habitación de su padre. Al ver el monitor y la vía que tenía en el brazo, casi se dejó llevar por el pánico.
Se acercó. Colt Slater siempre había sido indestructible para ella. La antigua estrella del rodeo medía más de un metro ochenta y aún conservaba sus músculos. Todos esos años de trabajo en el rancho le habían mantenido en buena forma. Su pelo castaño tenía algunas betas blancas, pero aún seguía siendo un hombre atractivo, incluso con esas finas líneas alrededor de los ojos. Y ella le quería.
A lo mejor él también quería a sus hijas, a su manera. Ana sintió una lágrima en la mejilla y se la limpió.
–Oh, papá –tomó su mano grande. Estaba caliente.
Quería otra oportunidad para acercarse a él. ¿Tendría tiempo suficiente?
Una enfermera entró en ese momento y sonrió.
–Hola. Me alegra ver que el señor Slater tiene visita.
–¿Cómo ha estado?
–Se despertó no hace mucho.
Ana sintió un atisbo de esperanza.
–¿En serio? ¿No dijo nada? Quiero decir… ¿Fue capaz de hablar?
Una vez más, la enfermera sonrió.
–Dijo el nombre «Luisa». ¿Eres tú?
Ana contuvo el aliento al oír el nombre de su madre.
–No. No soy yo.
Soltó la mano de su padre y salió corriendo de la habitación. Todavía quería a su madre… Ana no fue capaz de contener las lágrimas al llegar a la sala de espera. Se echó a llorar. Por suerte, la sala estaba vacía.
De repente sintió una mano en el hombro y oyó esa voz tan familiar. Se secó los ojos y se dio la vuelta lentamente. Era Vance. Su mirada oscura la atravesaba. Vio compasión en sus ojos.
Sin saber muy bien lo que hacía, se echó a sus brazos. Le agarró de la camisa y escondió el rostro contra su pecho.
Vance luchó consigo mismo para no reaccionar de ninguna manera, pero era como dejar de respirar. Rechazar algo que había querido durante mucho tiempo y que sabía que no podía tener… La dulce Analeigh, en sus brazos…
Casi no le llegaba a la barbilla. Todas sus curvas se apretaban contra él, atormentándole. Movió las manos sobre su espalda, palpó su cuerpo delicado. Parecía frágil, pero no lo era. La había visto cuidar de sus hermanas durante años. Era ella quien terminaba las peleas, quien ayudaba con los deberes del colegio, quien las defendía ante Colt.
Nunca la había visto romperse como en ese momento.
–Oye, ¿qué pasa? ¿Colt está peor?
Vance se sacó un pañuelo del bolsillo de atrás. Se lo dio, pero ella mantuvo la cabeza baja.
–Vamos, dime. ¿Es Colt?
Ella sacudió la cabeza.
–¿Por qué estás así, Ana?
Ella le miró por fin. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la cara hinchada, pero estaba preciosa.
–Dijo su nombre.
Vance frunció el ceño.
–¿Qué nombre?
–El nombre de mi madre. Luisa.
A Vance no