Jamás te olvidé - Otra vez tú. Patricia Thayer

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Jamás te olvidé - Otra vez tú - Patricia Thayer Omnibus Jazmin

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asintió. Dio un paso atrás, como si acabara de darse cuenta de lo cerca que estaban.

      –Seguro que tienes razón. Lo siento. Es que lleva años sin hablar de mi madre. Pensaba que ya lo había superado.

      Señaló la camisa de Vance. Estaba húmeda por sus lágrimas.

      –Te la lavaré.

      Cuando la llevó de vuelta al rancho ya era muy tarde. Había sido un día largo. La dejó frente a la puerta y entonces se fue al granero para ver cómo estaban los animales.

      Ana se quedó frente a la casa un segundo y contempló la fachada. Llevaba meses sin entrar, pero Kathleen había insistido en que pasara la noche allí.

      Subió los peldaños del porche. Colt había construido la casa para su mujer, Luisa Delgado. La historia de amor de sus padres había sido un torbellino romántico, y su madre había desaparecido poco después.

      De eso hacía veinticuatro años.

      Ana tenía cinco años entonces. Recordó a aquella mujer encantadora que abrazaba y besaba a sus pequeñas una y otra vez, la mujer que les contaba cuentos por las noches, la que estaba a su lado cuando estaban enfermas. Quería recordarla de esa manera. Quería borrar a la mujer que las había abandonado de repente. Su abandono les había destrozado, y su padre jamás lo había superado. Había dejado de ser su padre desde entonces.

      Cruzó el umbral. Todo seguía igual, la enorme mesa de la entrada, adornada con flores frescas recién cortadas del jardín de Kathleen. Ana miró hacia la escalera de caracol, con el pasamanos de madera. Se adentró más en la casa. Pasó al salón. Había dos sofás de cuero frente a la chimenea. Definitivamente, era una habitación de hombre. El despacho de su padre era la siguiente estancia, y luego estaba el comedor, con las sillas altas y una mesa para veinte comensales. Siguió hacia su estancia favorita, la cocina.

      Sonrió y miró a su alrededor. Los muebles blancos de siempre seguían allí. Habían sido pintados muchas veces a lo largo de los años para que mantuvieran intacto su brillo. Las encimeras eran blancas, y los aparatos eléctricos también. La cocina estaba impecable.

      Kathleen entró en ese momento, procedente de la lavandería. El ama de llaves tenía cincuenta y cinco años y unos ojos castaños cálidos y amables. Su pelo había sido castaño oscuro en otra época, pero se le había puesto blanco con los años. Nunca se había casado, así que Ana y sus hermanas eran como los hijos que nunca había tenido.

      –Oh, Ana, me alegro de que estés aquí. Espero que te quedes lo bastante como para que me dé tiempo a darte bien de comer y que engordes un poco. Niña, estás muy delgada.

      –Peso lo mismo de siempre. Ni más ni menos.

      Ana no sabía si quedarse en la casa era una buena idea. Tenía tantos recuerdos que quería olvidar. Pero así estaría más cerca del hospital, y como no había colegio en verano, no tenía que trabajar.

      –Bueno, todavía tienes que engordar unos cuatro kilos y medio.

      Antes de que Ana pudiera decir algo, alguien llamó a la puerta de atrás. Kathleen fue a abrir.

      –Oh, hola, señor Dickson.

      Ana vio entrar al anciano. Wade Dickson, tan elegante como siempre, llevaba su traje habitual. No solo era el abogado de su padre, sino también su mejor amigo. Habían ido juntos al colegio. El tío Wade les había dado más afecto a las chicas Slater que su propio padre.

      Al verla, el anciano sonrió.

      –Hola, Ana.

      Estaba agotado. El día había sido muy largo.

      –Hola, tío Wade.

      Él se acercó y le dio un abrazo.

      –Siento lo de tu padre. Estaba fuera de la ciudad cuando me dieron la noticia. Pero no te preocupes. El viejo Colt está hecho de una pasta resistente.

      –Te agradezco que me digas eso.

      El anciano soltó el aliento lentamente y la condujo al comedor. Se sentaron frente a la mesa.

      –Odio hacer esto, Ana, pero tenemos que hablar de lo que vamos a hacer mientras tu padre se recupera.

      –Vance es el capataz. ¿No puede ocuparse él del rancho?

      Wade guardó silencio un momento. Era evidente que no le estaba dando toda la información.

      –Eso es un arreglo temporal. He estado en el hospital y ahora mismo tu padre no está en condiciones de tomar ninguna decisión. Vosotras vais a tener que decidir qué hacer.

      –Papá estará bien –dijo Ana–. El médico dijo… Bueno, va a necesitar algo de rehabilitación.

      –Lo sé, y espero que sea así, pero, como abogado suyo que soy, tengo que cumplir con su deseo, para proteger su patrimonio y a su familia. Y ahora mismo Colton Slater no está en condiciones de estar al frente del negocio.

      Ana sintió una taquicardia repentina.

      –¿Qué tengo que hacer? ¿Tengo que firmar alguna nómina o algo así?

      –Bueno, ante todo, Colt tiene un testamento, para que todo esto no recayera sobre ti. Tienes a un albacea que te va a ayudar.

      –¿Quién?

      Ana oyó que alguien hablaba con Kathleen. Un segundo después, Vance entró en la habitación.

      –¿Ya se lo has dicho?

      El abogado se volvió hacia ella. No tenía que decir nada. Ana ya sabía que su padre había escogido a Vance, antes de elegir a alguna de sus hijas.

      –Entonces por fin tienes lo que quieres –dijo–. Ahora solo tienes que cambiarte el nombre por el de Slater.

      Capítulo 2

      VANCE trató de mantenerse impasible. Llevaba muchos años practicando y ya había perfeccionado la técnica para no mostrar sus sentimientos ante Ana.

      –Voy a dejarlo pasar, porque sé que estás enfadada. Colt me nombró a mí porque he sido capataz del rancho durante los últimos cinco años. Esto no tiene nada que ver con que yo me haga cargo de todo.

      Wade Dickson les interrumpió.

      –Tiene razón, Ana. Las cosas no serían distintas si tu padre me hubiera nombrado a mí. Y créeme cuando te digo que me alegro de que no lo haya hecho. Ocuparse del Lazy S es algo de mucha envergadura, y no creo que quieras hacerlo sola. ¿No es así?

      Ana no se dio por vencida.

      –Nunca he tenido oportunidad –dijo, mirando a uno y a otro con furia–. Papá no tuvo ningún problema en poner a trabajar a sus hijas. Pero se aseguró de no dejarnos hacer otra cosa que no fuera limpiar establos y cepillar a los caballos. Y, si hacíamos bien nuestro trabajo, nos dejaba ayudar con el rodeo y el marcado del ganado. Sin embargo, en cuanto le parecía que nos convertíamos en un incordio, nos mandaba de vuelta a casa.

      Vance

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