2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
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El rigor de sus fantasmagóricos escritos, en los que algunos se basan para presentar una visión desfigurada y macabra de la transición del primer al segundo milenio, ha de ser sometido, cuando menos, a razonable duda.
Algunas enseñanzas
Hasta el más indocumentado puede formular preguntas en un minuto que el mayor sabio tardaría semanas en responder
Formular fake news es sencillo, desguazarlas cuesta esfuerzo
El resquemor es motor de maledicencias
Si sustituyésemos la envidia por la emulación todo iría mejor
Pocos son capaces de discernir entre epigramas y realidad
Todos los tiempos han sido VUCA
Reconocer las propias debilidades puede ser comienzo de sabiduría
No deberíamos proyectar acríticamente los propios prejuicios en la interpretación de la realidad
Es falso que cualquier tiempo pasado fue mejor
Resulta complicado encontrar profesionales que combinen con acierto teoría y práctica
Morir por una buena causa
Gregorio VII (1015-1085)
San Gregorio VII. Basílica de San Pablo, Roma. Fuente: Shutterstock.
Diversos emperadores germanos, y de modo específico Otón el Grande, habían apoyado a los pontífices en sus complejas relaciones externas e internas. Si eran devotos del papado, como Enrique II el Santo o Conrado, todo marchaba. Cuando Enrique III accedió al trono se embrolló. El endomingado monarca ansiaba disponer tanto de las rentas como de la gestión de abadías y parroquias, e incluso situar en la cátedra de San Pedro a afines. Los mayores problemas del momento eran la simonía –compra de dignidades– y la investidura laica –nombrar mundanos para cargos eclesiásticos–, y él deseaba incrementarlos en su beneficio.
Con la llegada de Enrique IV empeoró la zarabanda. Era adicto a las dos bribonadas. El culmen se alcanzó cuando en una asamblea del episcopado alemán en Worms se denunció al papa, acordándose su deposición. El clero bajo, de azarosos orígenes, no contribuía a limpiar cenagales, porque la selección había sido, por decirlo suavemente, negligente. Algunos se incorporaban a seminarios o conventos obligados por sus progenitores, que de ese modo salvaguardaban la integridad del patrimonio familiar en otro vástago. Demasiados de los que entraban en religión anhelaban disponer de rentas y no se ocupaban ni mucho ni poco por su alma ni por las de los fieles. Casi todo era venal. Los prelados prevaricadores, que habían pagado para obtener flujos fijos, subastaban cargos eclesiásticos a otros clérigos para resarcirse. Los escasos monjes fieles, encorajinados, acabarían por devolver la salud a la Iglesia, pero la curación no sería rauda. Hildebrando, un verdadero jabato, tuvo que aplicarse a fondo. Era hijo de Bonizo, un carpintero de Soana, provincia de Siena (Toscana). Vio la luz en el 1020. Algunos hagiógrafos, por la recalcitrante propensión al loor, lo convierten en descendiente de la familia de los Aldobrandini o de los Aldobrandeschi, de noble abolengo.
Entró en religión en el monasterio de Santa María, en el Monte Aventino de Roma. Su maestro fue el sabio arzobispo Lorenzo de Amalfi. Pronto se incorporó al equipo de Gregorio VI (1045-1046). Cuando este papa fue injustamente depuesto por el conciliábulo de Sutri (1046), Hildebrando lo acompañó al destierro. Murió el pontífice al llegar a Francia, e Hildebrando se retiró a Cluny. Con ocasión de gestiones que le eran indicadas, verificó de primera mano el galimatías en el que vegetaban muchos.
Conoció también al papa monje León IX (1049-1054), investido por su primo Enrique III. Hildebrando le conminó a enfilarse hacia Roma para ser ratificado por el pueblo romano. Según normativa de la época, era nula la elección llevada a cabo en Worms. El papa León aceptó, pero puso como condición que Hildebrando lo acompañase, ya que le admiraba por su decisión y honradez. Mucho se resistió este siguiendo las indicaciones de san Hugo, pero al final cedió. En la Ciudad Eterna fue creado cardenal y nombrado abad del monasterio de San Pablo Extramuros. Allí bregó a fondo para devolver sana espiritualidad a un colectivo que había ido cayendo en dorada medianía. Apoyó decretos contra la malversación en beneficios eclesiásticos y contra el matrimonio de los sacerdotes.
Al fallecer León IX, el pueblo deseó elegirle pero él impulsó la candidatura de Gebhardo, obispo de Eichtaet, quien la asumió como Víctor II (1055-1057). Cuando fue elegido Esteban IX (1057-1058), tanto el papa como Pedro Damiano y el propio Hildebrando se enfangaron en la camorra contra la ofuscación por el poder de los emperadores alemanes.
Con el sucederse de los años, el número de cardenales había ido variando y las atribuciones se habían incrementado. El sínodo de Letrán de 769 había establecido que el papa debía ser elegido únicamente entre los cardenales diáconos o presbíteros; los cardenales obispos no debían ser transferidos fuera de sus diócesis. Desde el siglo IX eran considerados como consejo oficial del papa y desde el año 1059 tuvieron una nueva y definitiva responsabilidad, como detallaré.
Como asesor de Nicolás II (1058-1061), sucesor de Esteban IX, Hildebrando logró la publicación de un decreto por el cual la elección del pontífice correspondía a los cardenales, aprobada por el clero y pueblo romanos. Todo debía hacerse salvo debito honore et reverentia al emperador, respetando el honor y la reverencia al monarca protector. En el fondo implicaba cancelar el derecho del soberano sobre los nombramientos. Así se aplicó de forma inmediata con Anselmo de Baggio, obispo de Luca, que adoptó el nombre de Alejandro II (1061-1073).
Al fallecer este, Hildebrando tuvo que aceptar la dilatadamente pospuesta nominación. Era el 22 de abril de 1073. Cuando iba a ascender al púlpito para solicitar al pueblo no aceptar el honor, el monje Hugo el Blanco le detuvo y predicó: «Hermanos míos: bien sabéis que este es Hildebrando, quien ha exaltado y libertado a la Iglesia desde los tiempos del papa León; por lo cual, y no siendo posible elegir otro mejor ni igual, elegimos para el pontificado a un hombre que desde largo tiempo se ha dado a conocer y ha obtenido la aprobación general». Resulta curioso que quien había contribuido a formalizar el proceso de elección llegase al solio por aclamación. Fue entonces ordenado sacerdote y recibió el episcopado el 30 de junio de 1073.
Gregorio VII se ocupó de defender los derechos de la Iglesia frente a los intereses seculares. Advirtió que condenaría mediante excomunión a quien no se plegara. La lucha se concretó en Enrique IV. Trató primero de acercarse amistosamente, pero fue infructuoso. Escribió a Godofredo el Jorobado: «Si –Dios no lo quiera– nos devuelve odio por amor y si,