2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado Directivos y líderes

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reformas tuvieron lugar a principios del siglo XV, también en Italia, donde el centro de los renovadores pilotaba en la abadía de Santa Justina de Padua. Tuvo que soportar dificultades, fundamentalmente por parte de los venecianos, hasta que una bula de Martín V contuvo al dux.

      Grandes vicisitudes surgieron en Gran Bretaña, como luego se explicará con más precisión, por la ausencia de control de Enrique VIII sobre sus pasiones, además de que olfateó que le resultaba más lucrativa una Iglesia manipulable. Al negarse Clemente VII a consentir su divorcio de Catalina de Aragón, el ególatra monarca inglés trocó en implacable perseguidor. Suprimió de un plumazo ochocientos monasterios en Inglaterra, arrebatándoles las rentas, y ordenó el asesinato de innumerables fieles, superándose los setenta mil homicidios. Entre ellos, la práctica totalidad de los monjes benedictinos residentes en Gran Bretaña.

      Muchas fueron las reformas posteriores, como la de la Trapa, expuesta más adelante. También la de Martín de Vargas, en 1425, en Castilla; la de Portugal, en 1567; la de Aragón, a la que pertenecieron los monasterios de Poblet y Creus, en 1616; la Toscana, que se desarrolló entre 1496 y 1511, y la de ambas Calabrias en 1633; o la de los Feuillants, promovida en 1595 por Juan de la Barrièrre.

      No se puede olvidar, en fin, la impulsada por el maestro de teología mística Louis de Blois (1506-1566). Se había incorporado al monasterio de Liessies, en la diócesis de Cambrais, donde despuntó por su compromiso. Amigo de infancia de Carlos V, este le ofreció el arzobispado de Cambrais, pero Louis lo rechazó porque para él hubiera sido incorporarse al carrusel equivocado. Falleció en 1566, dejando para sus seguidores tratados de gran calado intelectual como Espejo de monjes, Guía espiritual o Institución espiritual.

      Algunas enseñanzas

       Siempre hay más de un camino para llegar a un fin

       Cada uno alega a favor de su opción

       Cuando las ideas son buenas superan el sañudo crisol del tiempo

       Cualquier grupo humano, por motivado que esté, precisa de normas

       Coordinar los esfuerzos en un objetivo común potencia los resultados

       Claustrum sine armario, quasi castrum sine armamentario, o estudiar libros de referencia es indispensable para no convertirse en un eunuco intelectual

       Las iniciativas de calado son revitalizadas por la persona adecuada

       La colaboración entre proyectos no debería ser excepcional

       El comité de disciplina no es una opción, sino una necesidad

       Para reinventar un proyecto resulta imprescindible un líder

      Defender el «core business»

      San Gregorio I (540-604)

      San Gregorio el Grande. Fotografía: Zvonimir Atletic, Shutterstock.

      Gregorio I nació en Roma en el 540, dentro de la noble familia de los Anicios. Su padre fue el senador Giordano; su madre se llamaba Silvia. La saga había proporcionado tres mujeres a la ascética, todas hermanas de su padre, Tarsilia, Aemaliana y Gordiana, y dos romanos pontífices, Félix II (483-492) y San Agapito I (535-536), pero Gregorio I es el más relevante de la antigüedad cristiana.

      Quien llegaría a ser Gregorio I se matriculó en Derecho, en el que se graduó con honores. Recién cumplidos los treinta fue nombrado prefecto de Roma. Durante las invasiones lombardas fungía como pretor. Conoció en primera fila la carencia de ética que campaba por la vida pública e indagó un ámbito en el que fuese más sencillo vivir unos mínimos morales.

      El corazón se guarda en la cartera. El de Gregorio I era magnánimo; parte de la abultada herencia la invirtió en la puesta en marcha de seis monasterios benedictinos en Sicilia. Su palacio romano del monte Celio, en el vicus Scauri, lo transmutó en el monasterio de San Andrés. Con treinta y cinco años, corría el 575, optó por hacerse él mismo monje.

      Gregorio añoraría siempre la soledad. Cuando no la gozaba por los encargos recibidos escribió: «La nave que en el puerto no está bien amarrada con facilidad es llevada por el viento (…) y ahora que he perdido la paz que se disfruta en el monasterio la amo más y comprendo mejor los atractivos que tiene». Los tiempos gorgoteaban turbios. En su primera década de vida su ciudad natal fue invadida dos veces por los bárbaros y reconquistada tres por los bizantinos. Antes de esos sucesos eran doscientos los obispos en el conjunto de la península itálica; en el 568 solo quedaban sesenta. «En esta tierra en la que vivimos, el mundo no anuncia su fin, lo muestra ostensiblemente», clamaba Gregorio.

      Cuando Pelagio II lo destinó a la capital del Imperio de Oriente como apocrisario (delegado para asuntos eclesiásticos) lo acompañaron varios monjes. Su amistad con el emperador Mauricio facilitó que su hijo Teodosio recibiese el bautismo. Seis años tardó en cumplir los encargos. Entre otros, la retractación pública del patriarca Eutiquio, que había negado la resurrección de los cuerpos. De regreso a Monte Celio, cuando anhelaba serenidad, fue elegido abad.

      Expiró Pelagio II a causa de una peste favorecida también por las catástrofes naturales de finales de 589. El desbordamiento del Tíber había arrasado numerosos edificios, entre los que se contaban los graneros del Vaticano. El fallecimiento de animales desencadenó la epidemia, entre 589 y 590, la temible lues inguinaria que, cuando se escriben estas líneas, ha sido comparada al Covid-19, que ha arrasado, entre otras cosas, con la desproporcionada confianza en sus propias fuerzas de la humanidad en el arranque de la tercera década del tercer milenio. Devastado Bizancio, la lues inguinaria se desató sobre la ciudad de Roma. Muchos vieron un castigo divino por la corrupción. La descripción del propio Gregorio es gráficamente impactante: «Las ciudades están despobladas, los burgos atropellados, las iglesias incendiadas, los monasterios de hombres y mujeres destruidos, las propiedades vaciadas de sus ocupantes y la tierra abandonada, sin que nadie la cultive». Resonó en esas circunstancias y por aclamación su nombre como sucesor. La unanimidad del emperador Mauricio, el clero y el pueblo fue total. Tan poco le gustó la idea al auspiciado que, para la coronación, tras haberse escondido tuvo que ser conducido casi a la fuerza a San Pedro. El 3 de septiembre de 590 fue por fin consagrado. Así lo recoge el Martirologio Romano: «En Roma, la ordenación del incomparable hombre san Gregorio Magno para sumo pontífice, el cual, obligado a cargar con aquel peso, brilló desde el más sublime trono de la Tierra con los más refulgentes rayos de santidad». San Gregorio de Tours (538-594), cronista de aquellos sucesos, narra que, en un sermón en la iglesia de Santa Sabina, el papa instó a imitar a los contritos ninivitas: «Mirad a vuestro alrededor y ved la espada de la ira de Dios desenvainada sobre todo el pueblo. La muerte nos arrebata repentinamente del mundo sin concedernos un instante de tregua. ¡Cuántos en este mismo momento están en poder del mal a nuestro alrededor sin poder pensar siquiera en la penitencia!». A fin de aplacar la cólera divina ofició una letanía septiforme, procesión de la población romana dividida en siete. Partió de diversas iglesias encaminándose a la basílica vaticana entonando invocaciones. Este es el origen de las letanías mayores con las que imploramos que el Creador nos salve de adversidades. Los cortejos avanzaron, quienes podían descalzos, a paso lento y con la testa cubierta de ceniza.

      Comentaría Gregorio I a sus allegados que no deseando ni temiendo nada de este mundo le pareció que se encontraba como en la cúspide de un alto monte y que el torbellino de la prueba le había derrumbado. Se sentía impulsado por la corriente de las urgentes decisiones

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