2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
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Aspiraba al recogimiento, pero fue ensalzado contra su criterio como patriarca de Constantinopla en el 389. Se habían confabulado los obispos, el emperador y algunos fieles, aunque no todos con idéntico entusiasmo. Se cumpliría el principio universal de que nunca escasean los contratiempos. Sin ellos no se precisan soluciones. Y sin estas no sería imperioso implementar energías para encontrar salidas. Por paradójico que parezca, ¡vivan las complejidades! No existen organizaciones sin enredos. Si una cree que no las tiene, está muerta. Toda vida es, en mayor o menor medida, conflicto.
Juan fue consagrado por el patriarca de Alejandría, Teófilo, quien, pese a las apariencias, cebaba rencor contra el presbítero ascendido. Nectario, predecesor en el cargo que ahora ocuparía Juan, no había sido ejemplar. Y Eudoxia, la emperatriz, hacinaba dilatada impudicia. La predicación del recién coronado provocó que los fieles abandonasen a mansalva la asistencia a los esparcimientos con la consiguiente repercusión negativa en la recaudación. Su predisposición para erigir hospitales, entregar limosna a los necesitados y promover la elevación del nivel cultural y ético del clero resonaron como guantazos para quienes hozaban en el lenocinio.
Sermoneaba sin pelos en la lengua. Se comprende que los poderosos, seglares o eclesiásticos, acusaran los incisivos dardos: «La Iglesia de Dios no se diferencia nada de los hombres del mundo. ¿No habéis oído que los apóstoles se negaron a administrar el dinero recogido sin trabajo alguno? Ahora nuestros obispos andan más metidos en preocupaciones que los tutores, los administradores y los tenderos. Su preocupación única debiera ser vuestras almas y vuestros intereses, y ahora se rompen la cabeza por los mismos asuntos que los recaudadores, los agentes del fisco, los contadores y los despenseros. No lo digo por ganas de lamentarme, sino porque se ponga algún remedio». Si los sacerdotes se preocupaban de las realidades temporales, ¿quién lo haría de los derechos de Dios? Algunos obispos y sacerdotes –demonizaba– se centraban en lo material. Sus predicaciones hacían rechinar dientes: «Debemos imitar a Dios en su comportamiento con la Iglesia a la que no abandona. Portémonos nosotros así con el cónyuge». Añadía que si el hombre vive con templanza tendrá a su esposa por la realidad más amable del mundo, la mirará con afecto y procurará la concordia. Con paz y armonía los bienes se multiplicarían en el hogar.
Delataba gráficamente el efecto afrodisíaco del poder: «Quien goza de autoridad es como quien tuviera que vivir en compañía de una muchacha joven y hermosa con orden de no mirarla jamás con ojos lascivos. Tal es la autoridad. Por eso a muchos les ha precipitado a la soberbia, los ha incitado a la ira, les ha hecho soltar el freno de la lengua, les ha abierto la puerta de la boca». Incitaba al cambio efectivo: «No son palmoteos lo que necesito. Solo una cosa quiero: que cumpláis lo que os digo. Este es mi mejor aplauso. No estáis aquí en ningún teatro, no os habéis sentado para ver la representación de una tragedia y contentaros con palmear». Las ínfulas parasitarias denunciadas por Juan Crisóstomo se encuentran en los cimientos de una cuestión reiteradamente planteada: ¿Cómo algunos sacerdotes o religiosos, intermediarios entre Dios y los hombres, cuando disparatan se conviertan en gañanes de la peor calaña, tremebundos ceporros de izquierdas o de derechas, nacionalistas viscerales, con ojeriza a cualquier sistema racional? La respuesta antropológica es sencilla. Al perder la referencia del Sumo Hacedor tienden a ocupar su solio. Antes perdonaban los pecados en nombre del Creador, luego lo suplantan y se atribuyen la capacidad de decidir quién ha de vivir o no, y en su caso cómo ha de hacerlo. Eso explica que parte de los grupúsculos terroristas de larga carrera asesina como Sendero Luminoso (Perú), las Brigadas Rojas (Italia), las FARC (Colombia) o la ETA (sicarios en el País Vasco, en España) estuviese formada por ex-curas, ex-religiosos o ex-seminaristas.
Corría el 403 cuando Eudoxia y Teófilo aglutinaron fuerzas para expulsar al Crisóstomo. Convocaron un sínodo en Calcedonia al que asistieron cuatro decenas de obispos de diócesis orientales. Juan había sido advertido sobre las inicuas maniobras de aquellas personas y no asistió. Juzgó que su mansedumbre era fortaleza.
Los tres puntos en los que cuajó la querella fueron un presunto apoyo a la herejía origenista (que afirma que las almas son eternas, previas y no creadas), permitir comer en las iglesias y difamar a la emperatriz por su mal comportamiento. El emperador Arcadio dio por buenos los chivatazos y lo destituyó del patriarcado de Constantinopla, exiliándolo a Bitinia, en las proximidades de Antioquía. ¿De dónde procedían las embestidas? «A esta nave de la Iglesia la combaten también de todos los lados tormentas continuas –desovilló–. Tormentas, por cierto, que no se desencadenan solo de fuera, sino que se levantan también dentro de ella. De ahí la necesidad de gran condescendencia a la vez que no menos diligencia y rigor. Y todo ello mirando a un mismo blanco: la gloria de Dios y la edificación de la Iglesia».
A causa del terror que provocó un seísmo que bastantes tildaron de castigo del Cielo por el desconsiderado trato infligido a Juan, se le permitió retornar. Sin embargo, sus enemigos promovieron un segundo destierro del que no se libraría, ni siquiera cuando Inocencio I levantó su voz para condenar el despropósito. Triunfaba una visceralidad afanosa por acallar aquella voz que espoleaba la conciencia de los malhadados. Arcadio lo deportó a la ciudad de Cucusa, en Armenia, junto al Cáucaso. Desde allí fue trasladado a Pitio, en el mar Negro. En medio de las penalidades recibió como bálsamo una misiva del papa Inocencio descalificando las ilegítimas imposiciones. Juan fallecería el 14 de septiembre del 407 a los sesenta años, obligado a marchar descalzo sobre la tierra helada, camino de la ciudad de Comana. Teodosio, hijo de Arcadio y Eudoxia, disgustado con el proceder de sus progenitores, ordenaría el traslado de los restos a Constantinopla.
De Juan, trabajador incansable, se conservan más de cien extensas homilías sobre el Antiguo Testamento, otras noventa sobre el evangelio de San Mateo, siete tratados de ascética y más de doscientas cartas. No pretendió ser autor sistemático; fue pastor que defendía a sus seguidores de herejías y errores prácticos. El prestigio de su liderazgo se cimienta en su personal exigencia. Cuando reprochaba en otros codicia o portes estirados, la palabra llegaba avalada por una existencia ejemplar. Predicaba de forma directa, sin ditirambos para los poderosos, desprovisto de barroquismo. Consideraba que si alguien se ofendía quizá se apresurase a expiar.
Sus palabras son fáciles de entender: «No precisaron los apóstoles cavar una profunda fosa para edificar el edificio de la Iglesia. Para construir este magno edificio que se extiende por todas las partes de la Tierra no necesitaron abrir nuevas fosas; les bastó aprovechar el antiguo edificio de los profetas; sin cambiar nada el antiguo edificio de los profetas, sino dejándolo intacto, añadieron una nueva doctrina, una nueva fe, según proclama el apóstol san Pablo». Con sus amonestaciones promovía las segundas oportunidades. Explicaba que Pedro lavó su infame negación llorando con traslúcida amargura y fue constituido en el primero de los apóstoles, a quien se le encomendó el orbe. Predicó con frecuencia sobre la eficacia del liderazgo, lejano de la imposición engreída, tomando también a san Pedro como referente: «A la regia ciudad de Roma acuden a los sepulcros del pescador y del tejedor de tiendas de campaña, emperadores, cónsules y generales de los ejércitos. Reyes y emperadores construyeron ciudades y puertos, y les impusieron sus nombres, pero de nada les ha aprovechado, condenados ahora al silencio. Pedro, el pescador, que no hizo nada de esto, prosiguió la virtud y ocupó Roma y resplandece con más luz que el sol».
Especificaba la necesidad de que el liderazgo fuese desarrollándose a través de los abrojos. Aquel Pedro que no había afrontado la acusación de una vil doncella llegó a expresarse con audacia contra mefistofélicos que vociferaban contra él. Eso sí que fue, concluía, excelente prueba de la resurrección del Señor. Insistía en que recibimos en buena medida lo que damos. Si deseamos cambiar a los demás, empecemos por nosotros: «No necesitas muchos sermones, ni muchas leyes, ni mucha doctrina. Tu voluntad es la ley. ¿Quieres obtener beneficios? Hazlos tú a otro. ¿Quieres conseguir misericordia? Sé misericordioso. ¿Quieres ser alabado? Alaba tú. ¿Deseas ser amado? Ama. Da primero a los demás los premios que deseas recibir. Tú eres el juez y legislador