2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
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Es aplicable a algunos colectivos una inmemorial chanza referida originariamente a los mormones. Al llegar alguien al Cielo es agasajado por el mismísimo san Pedro. Visita maravillosos entornos. En todos, al preguntar el recién llegado por un alto muro, se le replica: «Detrás se encuentran los mormones».
Interrogado san Pedro por el motivo, fulminó: «Es que solo son felices si consideran que son los únicos que están en el Cielo…».
El farolero complejo de sentirse únicos genera hilaridad.
No queda –insisto– otro remedio que mencionar ludibrio. Entre los rayanos en el tiempo, patibularios nefandos como el mexicano Marcial Maciel, el chileno Fernando Karadima o los peruanos Luis Fernando Figari Rodrigo y Germán Doig Klinge. Sin embargo, los maledicentes de los excelsos cristianos que, al margen de estas y otras ovejas negras iremos evocando, no rozan siquiera la fimbria del hábito de los verdaderos protagonistas de este libro. No hay que obviar que gacetilleros impúdicos tratan de escudar la ausencia de control de sus pulsiones con críticas arteras y sesgadamente documentadas a la Iglesia. Con su corazón carcomido se convierten en sayones de baja estofa. De sus aquelarres poco queda salvo una desarbolada cacofonía de aullidos. A diferencia de ellos, vamos a adentrarnos con objetividad y respeto en el análisis de los estilos de gobierno de una pasmosa organización gobernada habitualmente por un anciano –la tendencia a contar con papas de transición es endémica, aunque con frecuencia haya sorpresas por la longevidad no esperada ni deseada–, elegido por un grupo, salvo excepciones, de septuagenarios. Los cardenales, ese peculiar grupo de provectos en ocasiones también sabios, recibieron el capelo rojo, su actual distintivo, en 1245 de manos de Inocencio IV. En 1630, Urbano VIII concedería carácter oficial al título de Eminencia.
Para controlar tan extensa organización, a mediados del siglo XIII Gregorio IX hizo obligatoria la visita ad limina apostolorum, que todos los obispos debían rendir a Roma. El juramento de realizar la primera personalmente y la segunda si era precisa mediante procurador se fue relegando. En 1585, Sixto V volvió a prescribir la obligatoriedad. Se amenazaba a los transgresores con penas tan relevantes como la suspensión de la administración espiritual y temporal de la diócesis, la no percepción de rentas y también la prohibición de entrar en la iglesia si no eran absueltos por el pontífice.
Entre quienes intentaron realizar mejoras, Inocencio XI (1611-1689) es célebre por su rigor. Decidió acabar con lujos innecesarios y también con la lacra del nepotismo. En el cónclave más prolongado del siglo XVII se había incorporado como cardenal Antonio Pignatelli. Cinco meses más tarde emergía como papa. El 20 de junio de 1692 emitió la bula Romanum decet Pontificem, que hizo jurar a los treinta y cinco cardenales del sacro colegio. Prohibió a los papas conceder honores, cargos públicos, pensiones o propiedades de la Iglesia a hermanos, sobrinos u otros parientes. Suprimió el cargo de cardenal nepote. Para enviar mensajes diáfanos sobre sus propósitos ordenó encarcelar a cuatro mujeres nobles que habían jugado a las cartas durante una fiesta religiosa. Impulsó a los religiosos a ser decentes, cerró tabernas y prohibió que actuaran féminas en los teatros; debían ser sustituidas por castrati. Los romanos le calificaron como el «papa No». Falleció el 26 de septiembre de 1700 con ochenta y cinco años.
Sentiremos, en fin, admiración, veneración y a veces verecundia por el comportamiento de algunos que deberían haber obrado respetando creencias y personas, en vez de dejarse arrastrar por la tacañería, alborotadas experiencias sexuales o la ira. San Bernardo recordaba en De Consideratione que un papa que se enorgullece «no merece más respeto que un mono de cola larga en la copa de un árbol». ¡Cuántos, desafortunadamente, podrían ser calificados como tales! A san Bernardo le hubiera encantado la expresión de Bob Eccles y Nitin Nohria, que en su obra Beyond the Hype explicitan que gobernar es el arte de lograr que las metas se alcancen. Ese fue siempre el reto de san Bernardo, al igual que el de los emprendedores de los que vamos a tratar. Para ser imitadores de esos héroes bimilenarios hemos de enamorarnos de las jornadas de nuestra vida en las que solo espera el trabajo esforzado en servicio de los demás.
No pueden relegarse los componentes misteriosos de la organización que vamos a analizar partiendo de su estandarte, causa de contradicción: stat crux dum volvitur orbis; la cruz, escándalo para tantos, permanecerá mientras el mundo gire. San Juan Pablo II, en Ávila, en noviembre de 1982, resumía: «Las religiosas contemplativas son el honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes». Vamos a presentar, en fin, organizaciones y resultados de gestión, pero contando con claves trascendentes.
Ojalá en todos los casos se cumpliese el anhelo expresado por santa Teresa de Jesús: «Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden. No aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. ¿Pensáis que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar vanidades? Ni puede; ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras; ni tiene contiendas ni envidias. Todo porque no pretende otra cosa sino contemplar al Amado. Andan muriendo por que los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más». (Camino de perfección, c. 40, n. 3).
Algunos han hecho carne de su carne esas indicaciones y otros se han dejado arrastrar por hábitos comportamentales mezquinos. En ciertos casos, quizá, por haber quedado prendidos de parafernalias lejanas de ese maravilloso oficio consistente en sacarle brillo a cada fantástico día gris mediante el cual la mayor parte de las existencias van configurándose.
Cierro esta introducción con una profunda y aplicable reflexión de Heidegger: «Das Vergangene geht. Das Gewesene kommt», lo que ha pasado se va. Lo que ha sido vuelve. Procuraré desgranar, no siempre explícitamente, lo que meramente ha pasado de lo que ha sido. De ambos rubros se aprende, sobre todo del segundo, porque mucho de lo que consideramos novedoso en management son reediciones de necesidades antropológicas del ser humano manifestadas de un modo solo en apariencia insólito.
Un modelo insuperable
Jesús de Nazaret (ca. 4 a.C-30-33 d.C.)
Jesucristo manifiesta de continuo que el liderazgo se fundamenta en el autoliderazgo y el ejemplo. Cuando discípulos de Juan el Bautista desean seguirle, no explica ni conjetura.
«Venid y ved», les propone.
Y cuando convoca a Pedro y a su hermano Andrés: «Venid tras de mí y os haré pescadores de hombres».
La resolución es meteórica: «Dejadas todas las cosas, le siguieron».
Repite la oferta a Juan y al Zebedeo, para obtener idéntica y ágil reacción. Presenciamos un remoto y plástico antecedente práctico de expresiones que han hecho fortuna en el siglo XXI: las personas buscan paradigmas imitables, no teorías; managing by walking (gobernar con el obrar); liderazgo de servicio, etc. El cinismo amedrenta y nublar la realidad desalienta. El ejemplo es el mejor argumento. Implica no pocos sacrificios, como muestra la historia terrenal del Hijo de Dios. Significa huir de la altanería, el fanatismo y el autoritarismo. Camino de Emaús, tras la resurrección, no expresa recónditas teorías sino que primero escucha con paciencia; luego formula preguntas como sublime coach. El fundador de la fe de la Iglesia entrega por sus fieles hasta la vida, a diferencia de los manipuladores que se enriquecen a costa de aquellos a quienes seducen. Jesucristo sabe contar solo hasta uno –cada individuo