2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado Directivos y líderes

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a considerar como competidoras, lo cual comprende desde los colores de un banderín hasta una teleología propia. Responde a la necesaria aspiración a la afiliación que toda persona alienta. Inicialmente su distintivo era la barba. Se permitió pronto el empleo de esteras para amodorrarse y se adoptó un capuchón (klaft), una capa de piel de cabra (balot) y un cinturón de cuero (mojh). En determinadas circunstancias disponían también de escapulario (skema).

      La vida comunitaria repudiaba las iniciativas particulares; nadie cocinaba por su cuenta ni gustaba de alimentos sin la compañía de hermanos. El rigor no estaba reñido con la salud y consta el consumo de hasta seis tipos de pescado. El máximo responsable recibía el nombre de prome nisoouhs, el primer hombre del convento. Luego pasó a llamarse padre del monasterio o princeps. Se encargaba de las interacciones con personas o instituciones ajenas e imponía precauciones para precaver la familiaridad con las mujeres. Si acudían féminas se tomaban medidas para evitar maledicencias. Se reiteraban las llamadas al equilibrio entre las necesidades y obligaciones materiales y la consumación de las metas espirituales.

      Cumpliendo con la tendencia al panegírico, algunos compararon a san Pacomio con san Pablo. Fortalecer la figura del fundador consolida el compromiso con una organización que está presuntamente conectada con la divinidad; no debe dudarse de seguir en ella, aunque los errores se multipliquen.

      En cada cenobio había un jefe que especificaba la normativa general a las circunstancias, concedía permisos, distribuía el trabajo y resolvía los conflictos. También acumulaba capacidades penales para quien no se adaptaba. Está documentado cómo el susodicho Teodoro corrige de forma consistente a un superior local por no imponer la observancia del silencio. Se reitera que el gobierno está para ayudar, no para imponer criterios o satisfacer egos. Se insta a que se atienda a quienes tengan necesidad espiritual o material. Explícitamente, señalan las normas: «Nadie se preocupe de la propia felicidad cuando ve al hermano en pobreza y en tribulación». Se menciona el derecho a desobedecer en caso de escándalo, lo que plantea el dilema de la sumisión debida. Además, si germinaban desencuentros, la comunidad podía reunirse para juzgar quién tenía razón. Fraternidad y corresponsabilidad jugaban un papel esencial.

      El proceso de admisión es implacable. No se aspira a multiplicar inconsistentemente las filas. Cuando alguien solicita la incorporación debe aportar pruebas de que no es delincuente. También ha de renunciar a su familia y a la herencia que pueda corresponderle. Transcurrida la prueba, se le despoja de vestidos seculares y endosa el hábito. Sus vestimentas van al ropero, donde quedan a disposición. Se prueba a los aspirantes y se les examina sobre el ceremonial. Tienen obligación de memorizar veinte salmos y dos epístolas de san Pablo. Con un ciclo de formación se concede acceso a la vida cenobítica. En la primera etapa dependen del portero. Pacomio insiste en que cada postulante aprenda a bendecir al Creador y se forme en moral. Teodoro señala un mes para que permanezcan en la puerta. La incorporación definitiva no tiene marcha atrás. Si alguien se fuga, al regresar hará penitencia. Un pecador es como un enfermo al que hay que mantener en cuarentena. La vida es exigente, con ayuno de miércoles y viernes, a excepción del tiempo de Pascua. Algunos, superando lo estrictamente indicado, consumen un solo plato o se limitan a ingerir pan. Si alguien no desea acudir al comedor se le lleva pan, agua y sal para uno o más días.

      La puntualidad, manifestación de respeto a los demás, es ensalzada: «De día, cuando se escucha el sonido de la trompeta, a la asamblea. Quien llegue después de una sola plegaria se hará acreedor de una amonestación por parte del superior y permanecerá de pie en el refectorio». El orden es fundamental. Si durante la misa alguien sale sin autorización, será reprendido. Si alguno dormita mientras el prepósito de la casa o el padre del monasterio imparte la catequesis, permanecerá de pie hasta que se le indique.

      Como más vale prevenir que curar, y la debilidad de la persona no entiende de situaciones, se ponen medios para facilitar la conducta: nadie está autorizado a atrancar por dentro su dormitorio, ni dos monjes pueden montar juntos en un asno o en la vara de un carro. Se atiende también a evitar la mentira, la difamación, las palabras gruesas o las descalificaciones. En pro de una vida recatada no se emplean camas elevadas, habituales entre personas de buena posición. Los monjes no deben resistirse a la autoridad ni mostrar ampulosidad. Obrar con negligencia, pronunciar palabras ociosas, entregarse a risas y jolgorios o tratar con infantes está estrictamente desaconsejado. En puntos centrales, las normas son inequívocas: «Si uno que es fácil a la calumnia y dice cosas que no son verdaderas es sorprendido en este pecado, amonéstenlo por dos veces; si todavía se muestra tardo a dar escucha, sea alejado de la comunidad de los hermanos por siete días hasta que prometa y asegure que se separará de este vicio, después de lo cual será perdonado».

      Muchos, de forma más o menos explícita, se inspirarán en las propuestas de estos pioneros.

      Algunas enseñanzas

       Ni las personas ni las organizaciones son lineales

       Hablan más alto las acciones que las palabras

       Las líneas rojas entre proyectos no son inalterables

       Lo único relevante es que cada uno encuentre su lugar en el ciclo de la vida

       Los objetivos y los medios van descubriéndose progresivamente

       Toda iniciativa establece diferencias específicas para su imagen de marca

       La jerarquía es imprescindible. Alguien tiene que decidir en última instancia

       Tomar precauciones para evitar errores no implica desconfianza sino sentido común

       Llegar a deshora es una apreciable carencia comportamental

       Los filtros de incorporación han de ser meticulosos

      La verdad tiene un precio

      San Juan Crisóstomo (347-407)

      San Juan Crisóstomo y Santos, de Sebastiano del Piombo, 1509. Fuente: Attilios.

      La situación económica de su madre, Anthusa, permitió a Juan codearse con lo más granado de la clase pudiente, asistiendo a los mejores centros de formación y educándose en gramática latina y griega, declamación, escritura, filosofía, cálculo, historia natural y medicina. Deslumbró en latín, siríaco y griego. Esto último enorgullecía a su progenitora, de antecesores helenos. Aprendió desde joven a manejar la diversidad como realidad connatural, tal como aconsejaría en el siglo XX Roosevelt Thomas Jr. en From affirmative action to affirming diversity.

      Juan vio la luz en torno al 347 en Antioquía, segunda ciudad de Oriente tras Constantinopla. Contaba entonces con ciento cincuenta mil habitantes, la mayoría cristianos. Entre ellos Anthusa. Estudió con Diodoro de Tarso (+390), uno de los más doctos profesores de Teología, quien lo encauzó hacia la fe cuando contaba veinte años. Juan sería bautizado por el obispo Melecio el Sábado Santo del 367. Recordaría con agradecimiento a Libanios, catedrático de Oratoria en Antioquía, por las técnicas que le transmitió, aunque Crisóstomo mencionaba con rachas de desánimo su increencia.

      Secundus, el progenitor, era de origen latino y había desarrollado una rutilante carrera militar culminada como general de Caballería. Dirigía las tropas imperiales en Siria. Juan aspiraba a desenvolverse como abogado, pero al palpar el sórdido ambiente que imperaba en esa profesión optó por convertirse en ermitaño según la regla de Pacomio. Como tal viviría hasta que en el 378 regresó a Antioquía por problemas de salud derivados

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