2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
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San Pablo de Tebas (228-342) fue probablemente el primero que se retiró al desierto para asumir una vida eremítica. Siglos más tarde, inspirándose en él, surgiría en Hungría, por impulso del beato Eusebio de Esztergom (1200-1270), la Orden de San Pablo Primer Eremita o monjes paulinos. A esa orden, cuando escribo estas líneas, le ha sido encargado el culto del monasterio de Yuste (España). Lo que conocemos de san Pablo de Tebas es más piadoso que histórico. Por hache o por be, los líderes de las dos opciones son los citados san Pacomio y san Antonio.
San Antonio (251-356) es reconocido como el incipiente precursor de la vida eremítica. Las primeras comunidades se establecieron en el este del delta del Nilo, hacia el desierto de Libia, y también hacia el sur, siempre en torno al caudal. Levantaban celdas en rededor de un templo. Los signos definitorios de este modelo son la soledad, la tensión por adquirir virtudes y una estricta penitencia. Los monjes vivían en cubículos separados. Solo se reunían sábado y domingo para el culto divino en la capilla. Carecían de una regla común estable. Los ya apergaminados desplegaban autoridad sobre los más jóvenes y enseñaban a modo de tradición las claves de su modo de vida. En circunstancias especiales se apiñaban para abismarse en la Biblia. La ausencia de reglas claras y estables implicaba desbarajuste, y algunos comenzaron a sentir la necesidad de organizarse. También para regularizar el trabajo y unificar la política alimentaria.
San Pacomio contribuyó a sistematizar con una regla cuando fundó el primer cenobio hacia el 315. Propuso el reconocimiento de una autoridad y el agrupamiento de los monjes dentro de un mismo círculo o cenobio (del griego, vida común). Lo esencial era fijar una observancia sensata y obligatoria, manteniendo cierto margen de libertad en función del celo de cada uno.
San Benito, como acabamos de ver, no sería el fundador de este estilo de vida, pero sí el regulador de referencia. Su desafío era promover la vida contemplativa, distribuyendo el día entre la plegaria litúrgica, la oración, el estudio y el trabajo manual, ocupando el lugar central el mencionado oficio divino (opus Dei). Hasta el mismo trabajo manual tenía por objeto la liturgia; se dedicaban con predilección a la confección de bordados y miniaturas, obras de arte destinadas al culto.
En el capítulo anterior se han espigado enseñanzas de la regla benedictina para el management. Me detengo ahora en momentos esenciales de la orden y de su influencia en la historia europea. De algún modo, el viejo continente es hijo de esta orden. Lo verificaremos también al hablar de reformas como Cluny y el Císter. De algún modo puede ser calificada, empleando terminología del siglo XXI, como exonomics o economía exponencial.
Pintura de santo Tomás de Aquino y Anselmo de Canterbury en el Santuario Nuestra Señora del Sagrado Corazón, de Francisco Labarta,1960. Fuente: Renata Sedmakova, Shutterstock.com
En el siglo XI, el benedictino san Anselmo, obispo de Canterbury, fue persona emblemática. Con veintiséis años llamó a las puertas de la abadía de Bec en Normandía. Ansiaba convertirse en discípulo del maestro Lanfranco (+1089), admirado en toda Europa. En 1060, tras un trienio de preparación, solicitaba Anselmo la cogulla benedictina. Al ser nombrado Lanfranco para la sede abadial de San Esteban de Caén, Anselmo quedó como rector de la escuela del Bec. En 1070, Anselmo sería el nuevo abad. Más tarde, y durante dieciséis años, regiría la sede primada de Canterbury. Su empeño fue defender la independencia de la Iglesia frente al poder político. Innovador y místico, fue el formulador del axioma credo, ut intellegam (creo para entender). Es reconocido universalmente como el padre de la escolástica y remoto inspirador intelectual de santo Tomás de Aquino y san Buenaventura. Falleció el 21 de abril de 1109 con setenta y seis años.
Los benedictinos fueron incansables promotores del estudio. Bien lo refleja un dicho: claustrum sine armario, quasi castrum sine armamentario (monasterio sin biblioteca es como castillo sin armería). Como proclamaría sin ambages Leibniz, «los libros y las letras nos han sido conservadas por los monasterios». Bastantes se inspirarán en los benedictinos. Sin ir más lejos, san Francisco de Asís recibió su hábito de color gris de manos de un benedictino, el abad Benigno de Valleumbroso. Es la razón por la que los primeros hijos del de Asís fueron denominados en sus albores Hermanos Grises de San Benito. Como no tenían adónde ir, la abadía de Subiaco les cedió la iglesia y el entorno de la Porciúncula. San Francisco fue con frecuencia a Subiaco para pegar la hebra con los monjes. En sucesivas ocasiones, los benedictinos ayudarían a los franciscanos.
La fundación de los benedictinos camaldulenses la llevó a cabo san Romualdo (951-1025), quien en el año 1024 promovió en la abadía de Camaldoli (Toscana, Italia) una reforma entre los monjes de san Benito. Cuatro siglos más tarde, destacó Ambrosio Traversari, abad de Santa María de los Ángeles en Florencia y general de los camaldulenses a partir de 1431. De él diría Ludwig von Pastor: «Este varón eminente fue, como hombre y como sacerdote, dechado de pureza y santidad; como general, un ejemplo de prudente seriedad y blandura; como sabio, un provechoso escritor y trabajador; y como legado, uno de los más sagaces, activos y valerosos políticos de su época. Traversari fue propiamente el primero que llevó al terreno eclesiástico el movimiento humanista, reuniendo en su monasterio de Florencia a la flor y nata de los eruditos florentinos, clérigos y laicos a la vez, para oír con gran atención sus conferencias sobre las lenguas griega y latina y la literatura, y sus disquisiciones sobre cuestiones filosóficas y teológicas».
Como luego se verá, el dominico santo Tomás de Aquino, referente intelectual del catolicismo, residió en la abadía benedictina de Montecassino y acabaría falleciendo en otro monasterio benedictino, camino del Concilio de Lyon al que el papa le había convocado. Su madre siempre había deseado que su vástago fuese el abad y no un mendicante. Consideraba que el prestigio de su opulenta alcurnia se vería mancillado por la incorporación a otra institución que no fuesen los ensalzados benedictinos.
Los celestinos, de quien luego departiremos al tratar de Piero Morrone, fueron rama benedictina, al igual que, entre otras, la creada por san Silvestre Gozzolini (1177-1267), quien había alcanzado una canonjía, aunque renunció en 1227 para asumir una vida eremítica. Promovió la construcción de un monasterio en Montefano y allí aplicó la regla de san Benito. Inocencio IV aprobó en 1247 la nueva congregación. Los silvestrinos adoptaron como imagen de marca el color azul de su hábito.
El papa Benedicto XII, monje cisterciense, publicó en 1336 la bula Summi Magistri, también conocida como benedictina, por la que dividió la orden en treinta y dos provincias en función de las circunscripciones eclesiásticas.
El Concilio de Constanza (1414-1418), al abordar la reforma de la Iglesia dedicó atención prioritaria a las órdenes monásticas, específicamente a la vigencia de los capítulos generales concernientes a la observancia de la disciplina. Obligó a los abades benedictinos de Alemania a mancomunarse para regularizar la celebración de los capítulos y para legislar sobre los modos de mantener el espíritu primitivo. Reunidos en Peterhausen corroboraron los estatutos de la orden benedictina y se esbozó la futura congregación de Bursfeld, cuyo principal propagador fue Juan de Münden. La congregación de Bursfeld recibe ese nombre en honor al monasterio deshabitado del ducado de Brunswick que el propio Juan restauró con ayuda ducal para convertirlo en cuna de una nueva reforma, que se sumaría a las previas de Cluny y el Císter. El Concilio de Basilea confirmaría lo realizado y se difundiría por los conventos de Alemania, hasta un total de ciento cuarenta en su mejor época. Buena parte de esta labor la llevó a cabo el insigne cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464), legado del papa Nicolás V (1397-1455) en Alemania. Mediante decretos, visitas, reuniones y capítulos infundió vida a monasterios decadentes. Tanto Nicolás V como Pío II impulsaron esta labor para retornar al fervor de los orígenes. La tracción cuajó y duró en buena medida