2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
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Lombardos, bizantinos y herejes pugnaban contra la Iglesia. Los primeros admitirían la fe católica. Los patriarcas de Constantinopla, que se autodenominaban «obispo universal», cedieron en parte en sus pretensiones al ser informados de que el papa se calificó como servus servorum Dei, siervo de los siervos de Dios. Gregorio había anticipado: «No pretendo crecer en palabras, sino en virtud», con expresión empleada ya por san Agustín (354-430) y por Cesáreo de Arles (470-543). Una de sus primeras decisiones fue cortar por lo sano con el trapicheo en la concesión de prelaturas y otros nombramientos. Exilió de la urbe a los implicados en corruptelas que tanto deslustre suponían. Con un oportuno proceso de assesment los sustituyó por monjes piadosos.
Mediante indemnización millonaria logró que el rey Agilulfo retirase un ejército sitiador de la Ciudad Eterna y se centró en la expansión apostólica. Cuando visitaba un mercado romano le indicaron que unos esclavos eran anglos (ingleses). Él replicó que parecían más bien ángeles. Brotó allí su preocupación por el traslado de misioneros a las islas británicas. En el 596, sexto de su pontificado, envió a Agustín, prior de San Andrés del Monte Celio y futuro obispo de Canterbury, junto a cuarenta monjes del mismo monasterio hacia Inglaterra. No consiguieron en un primer momento cristianizar a Etelberto, rey de Kent, pero el que estuviese casado con una princesa católica contribuyó a su conversión. Recibió el bautismo el día de Pentecostés del 597. Es la fecha más relevante para la historia de la Iglesia católica desde el bautizo de Constantino. A partir de ese momento se multiplicarían las conversiones. El territorio quedó dividido en doce obispados en el sur, dependientes de Canterbury; otra docena reportaba a York en el norte. Se ha llegado a consignar, y no sin fundamento, que la historia de los benedictinos en Inglaterra es la historia de la Iglesia en esa isla. En paralelo espoleó el envío de predicadores tanto a Alemania como a la península itálica, sin olvidar Cerdeña. Dispuesto a consolidar la fe de quienes iban acercándose a la Iglesia, remitió a Recaredo, recién convertido, un Lignum Crucis, reliquia de la madera en la que fue crucificado Jesucristo.
El papa juzgaba inexcusable su independencia frente al poder político. Anhelaba autonomía financiera y geográfica. Promovió la puesta en marcha de lo que más adelante serían los Estados Pontificios. Además de las propiedades de Roma se incluyeron terrenos en Apulia, Calabria, Lucania, Campania, Capri, Gaeta, Córcega, Cerdeña o Sicilia. Aquellos campos, profesional y éticamente gestionados, generaban rentas para la Santa Sede. El papa consideró que era conveniente que los administradores de esas tierras fueran clérigos. Esperaba con esa decisión evitar que capataces laicos confundieran gestión con propiedad y pretendieran dejar las fincas en herencia a su prole. Desde Sicilia una flota acarreaba semestralmente aprovisionamientos de Sicilia el puerto de Ostia. El papa insistía en que «no tenemos riquezas propias nuestras, pero se nos ha confiado a nuestras manos el cuidado y la distribución del haber de los pobres».
Facilitó que los colonos de los predios pertenecientes a la Iglesia pudieran tomar estado, reguló los procesos de testamentaría, prohibió la confiscación de bienes en castigo de los delitos y defendió a los campesinos de las extorsiones de los arrendatarios. «Ya que nuestro Redentor y Criador se dignó tomar carne humana para restituirnos a la primitiva libertad con la gracia de su divinidad y después de hacer añicos los lazos que nos tenían atados a la servidumbre, cosa saludable es restituir, con el beneficio de la manumisión, a los hombres aquella libertad en la que en un principio fueron engendrados por la naturaleza y que por el derecho de gentes se cambió luego en esclavitud».
Consciente de la trascendencia del culto para elevar los espíritus a lo intangible, promovió lo que conocemos en su honor como canto gregoriano, que desde entonces ha dado relumbre a la liturgia. Se implicó en la producción de textos como Moralia, Diálogos, Sacramentario, Antifonario, a la vez que atendía abundante correspondencia. Recordó que nadie tiene seguridad de su salvación eterna y que la lucha ascética es esencial. En su manual Liber regula pastoralis explica cómo ha de gobernar un patriarca católico. Las cuatro partes del libro se dedican a los requisitos de un candidato, el estilo de vida, la discreción y preparación para predicar y la humildad para servir. Recuerda que «el verdadero pastor de las almas es puro en sus pensamientos, inmaculado en su obrar, prudente en el silencio, útil en la palabra; se acerca a todos con caridad y con entrañas de compasión gracias a su trato con Dios. Con humildad se asocia a aquellos que hacen el bien, pero se yergue con celo de justicia contra los vicios de los pecadores; en las ocupaciones exteriores no descuida la solicitud por las cosas del espíritu, pero no abandona el cuidado de los asuntos externos». Incide en que no se consideren dueños, sino padres, y que comprendan las debilidades de los demás. Para lograrlo, recomienda seguir las indicaciones con las que se surtía a los sacerdotes levitas en el Antiguo Testamento en lo referido a la superación de las imperfecciones, sin pusilanimidad ni jactancia, porque el dirigente está convocado a lo que él denomina «el arte de las artes».
El pastor debe callar cuando sea preciso, pero también terciar con valentía. «Es preciso mezclar la dulzura y la severidad, hacer con una y otra una cierta dosis, de manera que los inferiores no se vean excedidos por una severidad demasiado grande ni reblandecidos por una bondad inmoderada. (…) Sea quien gobierna las almas dechado de los demás en sus obras, señalando a los súbditos con su conducta el camino de la vida, de suerte que el rebaño, imitando las costumbres y escuchando la voz de su pastor, camine más bien llevado por sus ejemplos que por sus palabras. Aquel que por deber de su ministerio está obligado a hablar de sublimes verdades, está forzado también a dar sublimes ejemplos; que cuando la conducta del que predica está de acuerdo con lo que enseña, sus palabras penetran más fácilmente en el corazón de sus oyentes, presentando como llano y hacedero con sus ejemplos lo que impone con sus enseñanzas. (…) Quien tiene a su cargo el predicar de cosas celestiales parece como si, levantándose por encima de los negocios de la Tierra, descansara sobre una alta cumbre, siéndole así más fácil arrastrar a sus súbditos hacia el bien, por hallarse, con los ejemplos de su vida, predicando desde las alturas».
Un aspecto relevante de esta magna obra es la descripción de setenta clases de enfermedad del espíritu para las que propone terapias. Señala que cuando se nublan u oscurecen los ojos, dóblanse las espaldas. Dicho de otro modo, que cuando quienes gobiernan disipan la visión estratégica, sus subordinados acaban por pagarlo. Exhorta a que no asuman cargos de gobierno personas que carecen de preparación técnica y ética. Al encausar a quienes no obran con integridad, evidencia la debilidad de quienes se alimentan de inciensos, a fin de que quienes sean conscientes de sus imperfecciones rechacen responsabilidades, y que quienes aun en terreno llano flaquean eviten al riesgo de cimas y simas.
No faltan pasajes disputados, como el que exalta la predicación en menoscabo de la vida contemplativa. «Hay algunos que, dotados de sobresalientes cualidades, se consagran con entusiasmo a la sola contemplación y al estudio, se niegan a cooperar con la instrucción de los fieles en la predicación, prefieren el retiro y el asueto, entregados a las delicias de la especulación. Si ha de juzgarse rigurosamente su proceder, deduciremos que son, sin lugar a duda, reos de la perdición de tantas almas como son las que hubieran podido salvar saliendo a predicar en público. ¿Con qué animo prefiere su propio retiro a la salvación de los prójimos quien podría aprovechar en el ministerio de las almas, cuando el mismo Unigénito del Eterno abandonó el seno del Padre y emprendió su vida pública para provecho y salvación de muchos hombres?». Su diatriba se entiende en el ámbito de la urgente necesidad de oradores.
Abordó también la obsesión por el poder. Quienes movidos por ambición aceptan prelaturas deben remembrar que hasta Moisés temblaba ante la responsabilidad del mando. Frente a ese ejemplo, hay quienes vacilantes bajo el peso de sus propios cuidados pretenden cargar con los ajenos. Les