2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado Directivos y líderes

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      Fresco del claustro Sacro Speco, autor desconocido. Fuente: Wikimedia Commons.

      El 8 de enero de 1198 fue elegido por unanimidad el cardenal diácono Lotario con el nombre de Inocencio III. Había cumplido treinta y ocho años. Hijo de Trasmundo, conde de Segni, y de la romana Claricia Scotti, era por pleno derecho miembro de la familia Conti, gobernantes en las regiones de Campania y la Marítima. Había nacido en Anagni, ciudad en la que ciento y pico años más tarde, en 1303, Bonifacio VIII sería abofeteado en circunstancias que luego detallaré. Muy joven había trasladado su residencia a París para cultivarse en Teología. Llevaba grabada en la mente una enseñanza materna: Fac officium!, ¡cumple con tu deber! Prosiguió con los estudios de derecho canónico en Bolonia, para reintegrarse a la agitada vida romana en 1185. Un lustro más adelante, su tío Clemente III lo ensalzaba como cardenal-subdiácono de los santos Sergio y Baco.

      Tiempo de enfrentamiento entre apellidos que aspiraban al solio papal mientras reinó Celestino III, un Orsini, el futuro Inocencio III dedicó su tiempo a escribir sobre el misterio de la Eucaristía y el aconsejable descrédito al que un deben someterse los bienes tangibles. A finales del siglo XII, monarcas y nobles europeos anhelaban liberarse de los condicionamientos de un papado al que no rendían acato. El fuego amigo corría parejo con la excusa, o la recta querella, de la opulencia del alto clero. Las corrientes espirituales, de desapego tajante en algunas expresiones, iban pervirtiéndose en heréticas. Algunos confundían reforma con una difusa asonada contra las clases pudientes. Siglos más tarde, marxistas mañosos en manipulación de la historia, valga la redundancia, embutirían estos sucesos entre los antecedentes de la sanguinaria revolución comunista.

      Inocencio III era consciente de que toda sacudida consistente ha de comenzar por la cúpula. ¡Cuántas veces se ha reiterado también en los siglos XX y XXI que si se desea seriamente modificar una organización es preciso que el comité de dirección dé pasos adelante en el sentido correcto, pues es el instrumento más eficaz para promover transformaciones consistentes y duraderas!, como David Thomas en The truth about mentoring minorities.

      Inocencio III se fijó como objetivo una congruente mejora de la corte pontificia, vedando bacanales y gravando con puniciones a quienes se lucrasen con la falsificación de bulas papales. En paralelo impuso un juramento a los nuevos senadores mediante el cual se ligaban a que «ni con el consejo ni con la obra (…) el pontífice perdiese la vida o le fuese quitada fraudulentamente la libertad». Como refrendo de que los tiempos no eran sosegados se proporcionó escolta a aquel hervidero de cardenales.

      Al fallecer el emperador germano Enrique VI, su hijo Federico II había llegado a su tercer año de vida. Constanza, la madre, extinta el 27 de noviembre de 1198, había entregado la tutela de su vástago al papa. En Alemania estalló una guerra civil en la que tres candidatos se disputaban el trono. Inocencio III coronó a Otón IV como rey de los romanos en 1201, porque se había juramentado a defender los intereses del papa. No concorde con esta opción, el 6 de enero de 1205 el arzobispo de Colonia ungió en Aquisgrán a Felipe. El papa removió inmediatamente al eclesiástico rebelde. Fue preciso negociar, y en 1207 Felipe fue absuelto de la excomunión a la que había sido condenado dos años atrás. La mediación de los hábiles cardenales Ugolinio de Ostia y León Brancaleone resolvió los desencuentros. Cuando todo tornaba a su cauce, Felipe fue asesinado en junio de 1208. Otón maridó entonces con Beatriz, hija de Felipe. De ese modo se apropiaba del beneplácito de los Hohenstaufen y el atolladero quedaba transitoriamente resuelto. El 4 de octubre de 1209, Otón fue solemnemente consagrado en San Pedro. Las promesas de convertirse en arbotante para el solio pontificio habían sido decisivas. Sin embargo, cuando se vio en posesión de la corona se malogró drásticamente. Entre otras malandanzas expropió bienes de la Iglesia, devastó sus inmuebles y pretendió adueñarse del reino del aún joven Federico.

      Como tras sucesivas admoniciones no se aviniese a razones, Inocencio III lo excomulgó el Jueves Santo de 1211. En estas circunstancias, el 25 de julio de 1215 Federico era coronado rey de Alemania por el arzobispo de Maguncia. El 11 de noviembre de ese mismo año, durante el IV Concilio Lateranense, Federico recibía el aval del sumo pontífice.

      Inocencio III fue desde su nombramiento mediador de la disputa aludida y de otras muchas en las que se le requería para que arbitrase. Renombrado fue, por poner otro ejemplo, su empeño en mantener su autoridad en Inglaterra, frente al deseo de Juan sin Tierra de ser él quien decidiera los nombramientos episcopales. El detonante fue la elección papal en Roma de Esteban Langton como arzobispo de Canterbury, que Juan no toleró. Únicamente la excomunión y la amenaza de invasión por parte de Francia recondujeron el conflicto.

      Coordinó también Inocencio III a Alfonso IX de León, Pedro II de Aragón y Sancho I de Portugal y a algunos señores de Vizcaya para que se alineasen contra los invasores moros. Resultado de la unificación fue el triunfo en las Navas de Tolosa (1212), batalla que marcó el comienzo de la decadencia de los musulmanes en España e impidió su expansión hacia el resto de Europa. Tuvo también que desvelarse para amparar los derechos de la Iglesia frente a los reyes de países como Noruega, Suecia, Polonia o Hungría.

      El fracaso de la conocida como «Cruzada de los Niños», predicada entre 1212 y 1213 en Francia y Alemania, provocó fuerte sufrimiento a Inocencio III. Numerosos muchachos acabaron como esclavos en mercados del Norte de África. Como señalará en el siglo XX la experta en management Jeanie Daniel Duck, el problema se encuentra en que cuando un mensaje de un directivo termina en fiasco, la pérdida de prestigio se extiende a los que se emitan posteriormente. La confianza necesita alimentarse durante años pero se pierde en apenas unos segundos. En 1199, juzgando insuficientes los frutos de la Tercera Cruzada, el papa se lanzó sin éxito a impulsar la cuarta. Insistió en 1207 y nuevamente –tras el mencionado patinazo– con ocasión del Concilio de Letrán, en 1215. La fecha prevista para ponerse en marcha era el 1 de junio de 1217. El fallecimiento del pontífice en 1216 suspendió los preparativos. Del concilio subsistiría una buena definición de la transustanciación para explicar la transformación del pan y vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo. También el decreto de que los fieles debían confesar y comulgar cuando menos una vez al año, en Pascua de Resurrección.

      En otro frente, el del Languedoc, se desarrolló en esas fechas el enfrentamiento con los albigenses o cátaros, a los que ya me he referido. Sus orígenes se remontan a una camarilla maniquea surgida en el Imperio bizantino en el siglo sexto. El fundador, Constantino de Manalis (localidad cercana a Samosata), promovió un movimiento político-religioso que acabaría por mudarse a Bulgaria. Algunos remiten incluso los cimientos conceptuales a Novaciano (Frigia, 210-278), el primer presbítero en emplear el latín en la Iglesia occidental. Llegó a ser antipapa frente a Cornelio. Asesinado el papa Fabián (+250) durante la persecución de Decio, fue elegido Cornelio, comprensivo con los lapsi. Algunos clérigos secundaron a Novaciano, reacio a ese perdón. En otoño del 251 un sínodo le condenó y desterró de Roma. Su reacción fue promover la Iglesia de los puros (katharoi), que prolongó su existencia hasta el siglo VII. Negaban la posibilidad de que la Iglesia pudiera conceder perdón a los renegados durante una persecución e incluso a quienes hubieran pecado mortalmente. Novaciano falleció bajo el emperador Valeriano I.

      De esos hontanares, en torno al año mil surgieron los cátaros, instalados en la Provenza bajo la protección, entre otros, del conde de Tolosa. La violencia promovida por los encargados de aplacar aquella herejía a comienzos del siglo XIII desbordó los propósitos del papa. La bullanga había surgido por el lamentable ejemplo de los dispendios eclesiásticos. Con la llegada de Rodolfo y Pedro de Castelnau, cistercienses delegados pontificios, pintaron bastos. El asesinato del segundo marcó el arranque de una guerra para nada cabal. Como detallo a la hora de hablar de los dominicos, más eficaz sería la predicación de Diego de Osma y Domingo de Guzmán a su paso por aquellas tierras. Inocencio III trató de frenar los excesos de las tropas de Simón de Monfort, ávido de enriquecerse aplicándose más allá de la defensa de los intereses religiosos. Aquel acucioso y codicioso

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