2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
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Son hoy muy odiosas
cualesquier verdades
y muy peligrosas
las habilidades
y las necedades
se suelen pagar caro.
El necio callando
parece discreto
y el sabio hablando
se verá en aprieto.
Y será el efecto
de su razonar
acaescerle cosa
que aprende a callar.
Conviene hacerse
el hombre ya mudo,
y aun entontecerse
el que es más agudo
de tanta calumnia
como hay en hablar:
solo una pajita
todo un monte prende
y toda palabrita
que el necio no entiende
gran fuego prende;
y, para se apagar,
no hay otro remedio
si no es con callar.
Sixto IV sufrió en algunas decisiones la malévola influencia de su sobrino Girolamo Riario (1443-1488), a quien en mala hora nombró capitán general de la Iglesia y luego señor de Imola. A pesar de una vida ejemplar, devota y bien intencionada, Sixto IV cayó en el grave error de seleccionar por parentesco y no por meritocracia. Algunas de sus peores providencias fueron inspiradas por aquellos subordinados incompetentes, entre los que descollan Girolamo y Pietro, el hermano mayor.
Otro personaje emblemático al tratar de la Inquisición fue el también italiano Giordano Bruno (1548-1600), bautizado Filippo. Religioso dominico en su juventud, tras abandonar los hábitos se buscó la vida como astrónomo, filósofo o mago. Alimentó un desprecio irredento a sus profesores, y en general a cualquiera que no aceptara sus propuestas. Calificaba de asnos a quienes no comulgaban con su ideología. Proponía que los sacerdotes debían casarse, la liquidación de las religiones porque sus dirigentes solo ansiaban el poder, la eliminación de cualquier imagen salvo el crucifijo, la negación de la transustanciación o que el diablo se salvaría. La doctrina católica era diana de sus menosprecios. Tras deambular por media Europa fue contratado por el veneciano Giovanni Mocenigo. Este quiso emplearlo más como mago que como maestro y quedó decepcionado por las pretensiones intelectuales de Giordano. Al poco le puso a los pies de la Inquisición. En enero de 1600, el papa Clemente VIII ordenó su entrega a las autoridades civiles. Murió en la hoguera sin retractarse el 17 de febrero de 1600. Algunos han querido ver en este hecho el calamitoso comportamiento de la Iglesia contra los avances científicos. Para muchos se trató más bien de la innecesaria condena de un presuntuoso que siglos después hubiera sido columnista de éxito por su negación de cualquier orden o creencia, siempre por supuesto que cobrara.
Ojalá, sin embargo, que todo esto no hubiera sucedido. Es paradójico, no obstante, que quienes han empleado a la Inquisición como ariete contra la Iglesia católica, sin ir más lejos comunistas o nazis, hayan sido autores de desmanes y crímenes que dejan en anécdota los atroces despropósitos de los inquisidores. Quien tenga la más ligera duda lea, por ejemplo, El siglo de los mártires, de Andrea Riccardi; El libro negro del comunismo; o Testigos de esperanza, de François-Xavier Nguyen Van Thuan. Los experimentos sociales del siglo XX, tanto el nazismo como el comunismo, costaron millones de cadáveres, víctimas a las que deben agregarse aquellas que salvaron la vida a cambio de ser aplastadas, empobrecidas o simplemente anuladas como individuos, convertidas en piezas desechables de ingeniería social o racial. Es indiferente que las cifras suban o bajen diez o veinte millones según la fuente consultada. El horror va más allá de unos números que algunos leen con la indiferencia de un balance contable. El maremágnum, contado de uno en uno, es más eficaz, por cercano y real, para comprender aquellas barbaridades. Aquellos movimientos que prometían el Paraíso en la Tierra tan solo consiguieron acercarse al infierno. Como señalaba con agudeza Viktor Frankl, el empeño de comunistas y nazis consistía, además, en cancelar previamente la personalidad de los que iban a ser ajusticiados. El equivocado anhelo de los inquisidores era cauterizar la sociedad buscando en paralelo reconducir a los inficionados por creencias ajenas a la fe que ellos defendían. Muchos contemporáneos, como fray Hernando de Talavera, el arzobispo de Granada citado, se opusieron al trabajo, entre otros, del inquisidor Diego Rodríguez Lucero (1440-1508), calificado por un cronista no como Lucero sino como Tenebrero.
La Inquisición anglicana, solo en tiempos de Enrique VIII fue responsable de más de mil asesinatos sin proceso judicial fiable entre quienes se limitaron a mantenerse en la fe católica, sin atentar de ningún modo contra la unidad de Inglaterra. La Inquisición protestante, en sus diversas denominaciones, acumuló miles de muertos.
Resulta inapropiado, cuando no una patochada, proponer una culpa colectiva retroactiva para los católicos, máxime cuando la inmensa totalidad de los creyentes contemporáneos reprueban el comportamiento de los inquisidores. Hasta san Juan Pablo II pidió perdón en diversas ocasiones por aquellos eventos. No ha sucedido, por cierto, lo mismo entre los infectados por las ideologías nazi y marxista, que no solo no han solicitado excusas, sino que han ido a por atún y a ver al duque, y se atreven a reivindicar en muchos casos los sangrientos procederes de sus ancestros ideológicos.
Algunas enseñanzas
La interpretación del comportamiento ajeno ha de huir de conceptos simplistas
La mezcla de religión y política rara vez es acertada
Fe, codicia y poder componen un cóctel explosivo
Criterios anteriormente válidos resultan hoy espurios, y viceversa
El discernimiento no es hacedero si hay prejuicios
«Unos llevan la fama y otros cardan la lana»
La Inquisición protestante y la anglicana fueron acérrimas; sin embargo, la católica se ha llevado la mala prensa
La dictadura de la ignorancia es estúpidamente audaz
Los sabios distinguen, los lerdos confunden
Las reacciones a las hambrunas son primarias, aunque luego se disfracen de ideología
Las estadísticas pueden ser forzadas para que digan lo que cada uno desee
Las buenas intenciones
no siempre cuajan en
buenos