2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
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El proceso de selección era riguroso, con una sugestiva dinámica de integración y socialización. No se limitaron a mimetizar lo que los demás hacían, fueron innovadores. En un tema en el que otros han errado, los templarios dictaminan: «Aunque la regla de los santos padres permite recibir a niños en la vida religiosa, nosotros lo desaconsejamos. Porque aquel que desee entregar a su hijo eternamente en la orden caballeresca deberá educarlo hasta que sea capaz de llevar las armas con vigor y liberar la tierra de los enemigos de Cristo Jesús. Entonces que su madre y padre lo lleven a la casa y que su petición sea conocida por los hermanos; y es mucho mejor que no tome los votos cuando niño, sino al ser mayor, pues es conveniente que no se arrepienta de ello a que lo haga. Y seguidamente que sea puesto a prueba de acuerdo con la sabiduría del maestre y hermanos conforme a la honestidad de su vida al solicitar ser admitido en la hermandad». La edad de madurez es diferente en función de las personas, pero lo mismo que reclutar a personas sin la suficiente preparación produce daños significativos, contar con infantes provoca altísima rotación. Si además no se conduce adecuadamente el proceso de salida, el daño cometido y la imagen percibida en el mercado será atroz, por mucho que la organización se autocalifique, sin otro criterio que el propio, como perfecta.
Para eludir las leyes sobre la usura –pagos incrementados y no autorizados sobre el principal–, emplearon los siguientes métodos:
El deudor declaraba haber recibido más de lo que había percibido en realidad
Se valoraba el cambio según conveniencia
Se fijaba un préstamo de cantidad inferior al valor de la tierra entregada como prenda
Se consideraba el préstamo como un regalo que no solicitaría el acreedor
Se fijaban daños y perjuicios –intereses en el fondo– si el principal no era devuelto en el término reflejado en el contrato
Se disimulaba un préstamo como una compraventa de rentas
Se fijaba la posesión de unas tierras de las que se tomaban los frutos a modo de renta
La expulsión de la orden estaba regulada. Se llevaba a cabo de modo severo. El dimitido, con el torso desnudo, solo en ropa interior y calzas, y una correa en su cuello, permanecía arrodillado y recibía una somanta de palos con la mencionada soga. Debía dirigirse a otro convento más riguroso aún que el Temple. Para evitar tráficos poco recomendables, el Temple y la Orden del Hospital acordaron que sus miembros no transitaran de una a otra.
La definitiva consolidación del Temple llegó con la aprobación de los estatutos. Las bulas y demás documentos que los pontífices romanos publicaron durante los dos siglos de vigencia de los templarios (docenas desde 1139 a 1272) aprobaban o desaconsejaban determinados comportamientos. En 1139, Inocencio II, en la bula Omne datum optimum, definió normas para la institución conducida en aquel momento por Roberto de Croan. Insiste a sus miembros en que renuncien a la virulencia del siglo. El romano pontífice hace hincapié en que caballeros y soldados lo sean fundamentalmente de Cristo y los agracia con el distintivo de la cruz que llevarán sobre su hábito. A lo que en aquella época era lo que en la actualidad denominamos logo se le presta notable atención, sin dejarlo al azar. La máxima autoridad reguladora es la que lo aprueba. Ni los implicados ni el regulador deseaban confusión entre marcas. Solo un cerebro unilateral podrá afirmar que el branding es novedoso. Otro aspecto significativo fue la confirmación de la exención del diezmo. Con esas dos medidas la orden lograba marca diferencial y financiación.
La bula se sumaba al De laude y a la redacción de la regla de 1128. En los documentos se explicita la autoridad del maestre (luego denominado gran maestre) a quien los hermanos debían sumisión. Se permitía al Temple capellanes propios. Honorio III exhortaba a no dar crédito a quienes farfullaban «contra los templarios y hospitalarios sobre atesoramiento de riquezas, que justamente invierten en obras de caridad, como ocurre en Damieta, en donde cada una de sus casas mantiene alrededor de dos mil soldados y setecientas caballerías, mandándoles que prediquen su inocencia en sus iglesias».
En 1144, Celestino II promulga Milites Templi, los soldados del templo, de 9 de febrero, que concede la diferenciadora prerrogativa de que sus capellanes puedan celebrar misa en poblaciones declaradas en entredicho. Dos años más tarde, en 1145, Eugenio III publica una tercera bula en la que aglomera la principal normativa de la orden. El documento comienza con las palabras Militia Dei (tropa de Dios) y permite a los templarios disponer de cementerios, iglesias y oratorios.
Otra relevante bula fue Quanto devotius divino (1256, Alejandro IV), que confirmó la exención de impuestos. Llegaron en 1307, Pastorales Praeeminentiae; en 1308, Faciens misericordiam, y en 1312, Vox in excelso y Considerantes dudum, todas de Clemente V. Con ellas quedó disuelta la orden y se establecieron los procedimientos para la liquidación contra ellos incoada.
Las relaciones con algunos pontífices habían tenido sus más y sus menos. Celestino III los reprendió por agrietar un acuerdo pactado con los canónigos del Santo Sepulcro sobre la repartición de diezmos. En 1207 Inocencio III les afeó desobediencia a sus legados, explotar el privilegio de celebrar misa en iglesias bajo interdicto y admitir a cualquiera «dispuesto a pagar (…) para unirse a la confraternidad templaria (...) aunque esté excomulgado». Estaban, fraseó, «exhalando su codicia de dinero»
Antes de que eso sucediera, describía Bernardo de Claraval a los caballeros del Temple en De laude novae militiae: «Para cada uno de ellos la disciplina es una devoción y la obediencia una forma de respetar a sus superiores; se marcha o se regresa a la indicación de quien supone la autoridad. Todos llevan el vestido que se les ha proporcionado y a nadie se le ocurriría buscar fuera condumio o ropajes. Porque estos caballeros mantienen fielmente una existencia compartida, sencilla y alegre, sin esposa ni hijos. Jamás se les verá ociosos o buscando aquello que no les interesa. Nunca dan muestras de ser superiores a los demás. Todos manifiestan más respeto al valiente que al noble. Odian los dados y el ajedrez, por nada del mundo participarían en cacerías, se rapan el cabello al ras, en ningún momento se peinan, en escasas ocasiones se lavan, su barba siempre aparece hirsuta y sin arreglar, van sucios de polvo y su piel aparece curtida por el calor y la cota de malla. Un Caballero de Cristo es un cruzado en todo momento, al hallarse entregado a una doble refriega, frente a las tentaciones de la carne y la sangre, a la vez que frente a las fuerzas espirituales del Cielo. Avanza sin temor, no descuidando lo que pueda suceder a su derecha o a su izquierda, con el pecho cubierto por la cota de malla y el alma bien equipada con la fe. Al contar con estas dos protecciones, no teme a hombres ni a demonio alguno. ¡Moveos con paso firme, caballeros, y forzad a la huida al enemigo (...)! ¡Tened la seguridad que ni la muerte ni la existencia os podrán alejar de su caridad! ¡Glorioso será vuestro regreso de la batalla, dichosa vuestra muerte, si ocurriera, de mártires en el combate!».
De la capacidad de persuasión de san Bernardo escribió Odón de Deuil, presente en la homilía que el de Claraval predicó ante la corte del rey Luis VII el 31 de marzo de 1146, en Vézelay: «(Bernardo) subió a una tarima en compañía del rey, que llevaba una cruz, y cuando el instrumento del Cielo predicó la palabra divina, la gente allí congregada empezó a pedir cruces como poseída. Cuando terminó de sembrar más que de distribuir todas las cruces que había preparado hubo de rasgar sus vestimentas en forma de cruces, que al punto repartía».
Los múltiples esfuerzos, con riesgo frecuente de la vida, por parte de templarios y demás cruzados no respondían a interés ramplón. El impulso que llevó a docenas de miles de personas a emprender tan duras batallas revelaba una ilusión compartida que los apremiaba a mejorar el mundo. La caída en el abismo de los templarios se acelera con la pérdida de Acre en 1291. Pierden entonces