2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado
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El Císter se expandió como lo que hoy en día denominamos un «proyecto unicornio». Ese mismo 1113 se fundaba la abadía de Ferte; en 1114, la de Pontigny, y al año siguiente, el conde Hugo de Troyes solicitaba otra en su territorio. El abad Esteban aprovechó las potencialidades intraemprendedoras de san Bernardo. Fue enviado en 1115 al nuevo monasterio en Claraval (Borgoña) junto al río Aube, que debe su nombre a la referencia topográfica Santa María de Claraval, Valle Claro y Alegre. Tiempo después se escribió que habían transformado un antiguo Valle Amargo en Valle de la Luz (Clara Vallis).
Las decisiones de san Bernardo marcarían tanto el ámbito civil como el eclesiástico e incluso la historia de Europa. El primer año y medio del nuevo proyecto fue peleón, porque apenas disponían de medios para comer. Con la tentación en algunos de disolverse, se reunieron in extremis para implorar una solución a Dios. Pronto llegó tal abundancia de aprovisionamiento que Bernardo temió que el exceso dañase la severidad. Muchas veces remachó san Bernardo: «No pierdas jamás la confianza, hijo mío. Si vieras a Dios, todos los días serían buenos para ti». Al principio fue inflexible. Más adelante insistió en la necesidad de que el abad, sin relegar las obligaciones, tuviera entrañas maternales. Él solicitó consejo de Guillaume de Champeaux, porque los maestros han de contar a su vez con peritos y los coachs deberían acudir periódicamente a su propio coach.
El enraizamiento de cada incorporado en una comunidad específica surge de la regla de san Benito para lograr estabilidad monástica. El santo la convirtió en objeto de un voto, una de las originalidades de su regla. Todavía en la actualidad benedictinos y cistercienses formulan voto que, salvo dispensa específica, liga a una comunidad canónicamente constituida. El motivo inicial de san Benito para imponer esa característica fue la abundancia de monjes romeros, que se comportaban de forma inestable y veleidosa. Deseaba evitar así que sus monjes se encaprichasen con muda de convento. No le gustaban los religiosos viajeros. Entendía que demasiado cambio era sospechoso para quienes ante todo necesitaban ser estrictos y leales en sus deberes. «No conviene a las almas», resumía. El monasterio debía disponer de lo preciso para los allí residentes; sería el taller en el que cada monje se entrega a su tarea, el opus Dei, la obra de Dios. Clausura y permanencia eran fundacionales.
San Bernardo, maestro de maestros, directivo de directivos, escribía a un joven abad que se lamentaba de su carga: «Este fardo es el de las almas y almas enfermas. Pues las sanas no necesitan ser llevadas o no son una carga. Entérate de que eres padre, de que eres abad de aquellos de los tuyos que veas cabizbajos, macilentos, difíciles. Consolando, animando, corrigiendo es como realizas tu trabajo, llevas tu carga; llevando curas y curando llevas. Si tienes uno incólume, hasta el punto de que te ayude a ti más que tú a él, de él no eres el padre, sino su igual, no su abad, sino su compañero. ¿Cómo te quejas de que la vida común con ciertos hermanos te sea más peso que consuelo? Precisamente has sido elegido para ser consuelo de todos, como más sano y fuerte que los demás, capaz de afianzarlos a todos por la gracia de Dios sin necesidad de ser afianzado por nadie».
San Bernardo no se amilanaba. Cuando el cardenal Harmeric le escribió con injuriosa agresividad: «No es digno que ranas ruidosas e impertinentes salgan de sus fangales para hostigar a la Santa Sede y a sus cardenales», el de Claraval respondió: «Ahora bien, ilustre Harmeric, si tanto lo deseabais, ¿quién habría podido librarme del mandato de ir si no vosotros mismos? Si hubieras prohibido a esta rana ruidosa e impertinente salir de su ciénaga para no crispar a la Santa Sede y a los cardenales, en este momento vuestro amigo no se estaría exponiendo a las acusaciones de orgullo y presunción». Las invectivas contra san Bernardo llegaban en ocasiones justificadas por su carácter enfático, que incidía con frecuencia en los dispendios de algunos eclesiásticos y también en la desaprobación de los cluniacenses, ya que consideraba que el Císter dejaba atrás los errores de aquellos monjes que se habían inspirado en idénticas fuentes benedictinas. He aquí un ejemplo: «Nuestros hermanos, pertenecientes a una orden santa con propósito celeste, monjes cluniacenses sin pudor consumen carne todo el año, y ni siquiera a escondidas, sino públicamente». Concluye con sañuda vaguedad: «Van de un sitio a otro, y como si fueran buitres, donde ven humo de cocina o sienten olor de asado, velozmente allí se dirigen».
Bernardo seguía en múltiples aspectos el sendero marcado por san Benito, recordando, con máxima que también haría suya san Francisco de Sales siglos después, que «más se logra con miel que con vinagre. Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno –les advertía–, hay uno bueno que aleja de los vicios. Este es el que los monjes deben practicar». Y sugería que se anticiparan unos a otros en las muestras de deferencia. Debían transigir con paciencia las fragilidades físicas y morales, se aprestarían en la obediencia y nada antepondrían a su compromiso con el Sumo Hacedor. Así se granjearían su objetivo: llegar a Él.
Entre los litigios sobresale el mantenido con Pedro Abelardo, persona brillante que se sabe inteligente y que como fantoche engreído pulveriza a los demás. Pedro Abelardo había nacido en 1079 en la villa de Palais (Bretaña). Su padre era militar al servicio del conde de Bretaña y procuró formación para su hijo antes de que emprendiese carrera castrense. Abelardo renunció junto al destino militar a la progenitura para dedicarse en cuerpo y alma a las letras. Narró autobiográficamente en Historia de mis calamidades: «Puesto que preferí la armadura de las razones dialécticas a todos los demás estamentos de la filosofía, cambié estas armas por las otras y preferí, en lugar de los trofeos bélicos, los conflictos de las disputas. Por eso, recorriendo en plan dialéctico las diversas provincias donde había oído que estaba en vigor el estudio de este arte, llegué a ser un émulo de los peripatéticos». Entre sus discípulos se contaron Pedro Lombardo, maestro de las sentencias; Pedro Berenguer, el Satírico; o Arnaldo de Brescia, el monje tribuno.
A Abelardo le fue comisionada la formación de la sobrina del canónigo Fulberto. En aquellas sesiones urdieron enamoramiento y boda. Eloísa, nombre de la interfecta, desmintió el consumado matrimonio para salvar el prestigio de su enamorado y se incorporó al monasterio de Argenteuil. Fuera como fuese, Fulberto dispuso castrar al tutor. Tras la luctuosa incidencia, Abelardo se agregó como monje en San Dioniso. Tornó a la docencia, con críticas a la doctrina católica. San Bernardo evidenció sus herejías y Abelardo reaccionó con despecho. La colisión se producía, más que entre personas, entre dos modelos de enseñanza, en un conflicto que se arrastraba desde hacía siglos: la monástica tradicional en el claustro y la presuntamente libre de los maestros de las escuelas catedralicias o urbanas.
La autoridad eclesiástica convocó un encuentro entre los dos. La fecha elegida fue el 2 de junio de 1140, en Sens. Escuchado el discurso de san Bernardo, Abelardo, sin argüir, se retiró apelando al papa. Abelardo y san Bernardo coincidían plenamente en su juicio sobre la mundanidad y sobre el gestear postizo de quienes debían ser más coherentes entre predicación y vida. Criticaban a los abades que no habían aprendido a gobernar, a los monjes que abandonaban los monasterios y el analfabetismo. Censuraban, en fin, la palabrería frívola tan frecuente en amplios ámbitos clericales. Las conclusiones que obtenían eran dispares. San Bernardo proponía la mejora comenzando por sí mismo. Abelardo se limitaba a una descarnada diatriba.