2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado Directivos y líderes

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de invitarle a abrazar la religión de Dios, salvo que el enemigo ataque primero. Este ha de poder elegir entre convertirse al islam o pagar un tributo. Si no acepta lo uno o lo otro, se le ha de declarar la guerra (…). No existe prohibición alguna que impida matar a blancos de origen distinto al árabe que hayan caído prisioneros. Pero no se debe matar a nadie que disfrute de ‘aman’ (promesa de protección) (…). No se debe acabar ni con las mujeres ni con los niños, y se han de evitar las muertes de monjes y rabinos, salvo que hayan tomado parte en la batalla. A las mujeres que hayan luchado también se las ha de ejecutar». De acuerdo con la doctrina islámica más común, la guerra es inevitable, un acto de piedad irrenunciable.

      Como sucede en la mayor parte de los proyectos que tienen visos de futuro consistente, los orígenes de los templarios no fueron sencillos. Irrumpir en un mercado es algo siempre costoso. Como cualquier institución, algo trataba de feriar. En este caso, servicio de protección a los peregrinos cristianos que acudían a Tierra Santa. Posteriormente abarcaron cuestiones como la banca o la gestión inmobiliaria.

      Los valores fundamentales que movieron a los templarios, y a las Cruzadas en general, eran de carácter espiritual. Ese aspecto se encuentra incesablemente presente. He aquí, por ejemplo, la llamada que Gregorio VIII (1110-1187) realizó para que la Tercera Cruzada partiera hacia Tierra Santa. El texto, como es habitual en los documentos papales, es conocido por las dos primeras palabras del texto en latín Audita tremendi: «Hemos escuchado sucesos tremendos acerca de la severidad con que la mano divina ha castigado la tierra de Jerusalén (…). Hemos de tener en cuenta que no solo han pecado los habitantes de Jerusalén, sino también nosotros, al igual que todos los pueblos de Cristo (…). Todos tenemos que meditar al respecto y actuar en consecuencia; corrigiendo de manera voluntaria nuestros pecados podemos regresar a nuestro señor Dios. Primero tenemos que reconocer lo pecadores que somos y entonces centrar nuestra atención en la ferocidad y la malicia del enemigo (…). Prometemos que todos aquellos que se sumen a esta expedición con el corazón contrito y el espíritu humilde, y partan en penitencia por sus pecados y con la fe correcta, obtendrán plena indulgencia por sus crímenes y recibirán la vida eterna».

      En 1118, los cruzados gobernaban Jerusalén bajo el rey Balduino II (+1131). En esa primavera, diez caballeros lanzaron una institución que protegiese a los peregrinos en Tierra Santa. Tomaban referencias, entre otros, de los preexistentes Caballeros del Santo Sepulcro. El primer «CEO», denominado maestre casi desde los orígenes, fue el emprendedor Hugo de Payns, nacido en un caserío cercano a Troyes casi cuarenta años antes en familia de alto poder adquisitivo. Alistado con toda probabilidad en la Primera Cruzada entre las tropas de Hugo de Vermandois, hermano de Felipe I, rey de Francia, descubrió un nuevo nicho: aunar dos afanes vitales que muchos sentían. De un lado, soldados implicados en la defensa de Tierra Santa; de otra, monjes que aplicasen lo que venía practicando desde décadas atrás la orden del Císter.

      Tiempo más tarde, Jacques de Vitry (1170-1240), como lo que sucede en la actualidad con historiadores empresariales, describió los comienzos de los templarios: «Ciertos caballeros (...) se comprometieron a defender a los peregrinos contra los grupos de salteadores, a proteger los caminos y servir como Caballería al soberano rey. Observaron la pobreza, la castidad y la obediencia según la regla de los canónigos regulares. Sus jefes eran dos hombres venerables, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer. Al principio no había más que nueve que tomasen tan santa decisión, y durante nueve años sirvieron en hábitos seculares y se vistieron con las limosnas que les daban los fieles».

      Como se ha mencionado, las organizaciones deben contar con sistemas de funcionamiento pero sin rigidez. Si no se concreta lo suficiente, falta orden; si se detalla en exceso, se acogota y las instituciones se tornan cadavéricas. Definir el equilibrio entre regulación y libertad no es sencillo. Demasiadas instituciones convocadas a grandes objetivos acaban en la mediocridad por el excesivo control. El equilibrio buscado por los templarios fue aceptablemente conseguido. Perduraron en el tiempo, además de por una razonable estructura jurídica, porque defendieron su singularidad, acoplándose a los tiempos. Mantener las ventajas competitivas sin concluir que son inamovibles o irreformables fortalece. Afirmar que lo que uno diseñó resulta insuperable es tan grotesco como perjudicial. Con expresión de Hamell y Prahalad en Competing for the future, quien pretende expender siempre lo mismo y del mismo modo acabará en bancarrota… y además habrá dejado muchos empleados descontentos y clientes insatisfechos. Donde no hay harina, hay mohína.

      Los templarios, tras diseñar su estructura en servicio de los peregrinos como, según terminología del siglo XX, un «océano azul», desarrollaron una eficaz banca privada que proporcionaría servicio a diversos papas: Gregorio IX, Honorio III, Gregorio X, Honorio IV, Martín IV, Inocencio III e Inocencio IV. Entre los reyes ingleses clientes de los templarios se enumeran Enrique II, Ricardo Corazón y Juan sin Tierra. Entre la nobleza francesa, Luis VII, Felipe Augusto, Luis VIII, San Luis, Felipe el Atrevido, Felipe el Hermoso, Blanca de Castilla, Alfonso de Poitiers, Carlos de Anjou, Roberto de Artois, Roberto de Clermont, duque de Borgoña, conde Nevers o la reina Juana de Navarra, esposa de Felipe el Hermoso.

      Múltiples enseñanzas pueden espigarse en la escritura de constitución. Comenzamos con el título XXXVII, De los frenos y las espuelas: «Mandamos que de ninguna suerte se lleve oro o plata, (…) en los frenos, pectorales, espuelas y estribos; ni sea lícito a alguno de los militares perpetuos o profesos, comprarlos. Pero, si de limosna se les diere alguno de estos instrumentos viejos o manidos, cubran el oro y la plata de suerte que su lucimiento y riqueza a nadie parezca vanidad. Si los que se dieran son nuevos, el maestre disponga de ellos a su arbitrio». Y en el siguiente, el XXXVIII, Que las lanzas y escudos no tengan guarniciones–: «No se pongan guarniciones en lanzas ni escudos, porque esto no solo no es de utilidad alguna, antes se conoce como cosa dañosa a todos». Por si no hubiese quedado claro, y ahora se trata de austeridad en el empleo del tiempo, se señala en el título XLVI, Que ninguno vaya a caza de cetrería: «Opinamos que ninguno debe ir a caza de cetrería, porque no está bien (...) vivir tan asiduo a los deleites mundanos (...). Ninguno vaya con hombre que caza con halcones y otras aves de cetrería, por las causas que se han dicho».

      Les preocupaba proporcionar al mercado una imagen adecuada. En el XXIX, De las trenzas y copetes: «No hay duda de que es de gentiles llevar trenzas y copetes. Y como esto parece tan mal a todos, lo prohibimos y mandamos que nadie traiga tal aliño. Ni tampoco las permitimos a los que sirven por determinado tiempo en la orden. Y mandamos que no lleven crecido el pelo, ni los vestidos demasiado largos».

      La forma parte del fondo, no hay ética sin estética. En el capítulo XX, Del vestido, se indica: «Los vestidos sean siempre de un color, como blanco o negro, o por mejor decir, de buriel. A todos los caballeros profesos señalamos que en verano e invierno lleven por poco que puedan el vestido blanco; pues dejando las tinieblas de la vida seglar se conozcan (...) en el vestido blanco y lucido. ¿Qué es el color blanco sino entera pureza? La pureza es seguridad de ánimo, salud del cuerpo (...). Porque con el vestido no se ha de mostrar vanidad ni gala, mandamos que sea de tal hechura, que cualquiera, solo y sin fatiga, se pueda vestir y desnudar, calzar y descalzar. El encargado de dar los vestidos cuide que ni vengan largos, ni cortos, sino ajustados al que haya de usarlos. Al recibir un vestido nuevo, devuelvan el que dejan para que se guarde en la ropería, o donde señalare el que cuide de esto a fin de que se aproveche para los escuderos, criados y, algunas veces, para los pobres».

      Otro ejemplo de la sobriedad impuesta a los miembros: «Prohibimos los zapatos puntiagudos y los cordones de lazo y condenamos que un hermano los use; ni los permitimos a quienes sirvan en la casa por tiempo determinado; más bien prohibimos que los utilicen en cualquier circunstancia. Porque es manifiesto y bien sabido que estas cosas abominables pertenecen a los paganos».

      El respeto a la competencia, sin menosprecios, fruto de la vanagloria, es una notoria habilidad directiva. Los templarios lo vivieron en algunas épocas. Cuando Acre se rinde ante Felipe II en 1191, el clérigo inglés voluntario de la Tercera Cruzada y autor de la obra El viaje de los peregrinos y las gestas del rey Ricardo, escribió que los combatientes musulmanes

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