Un hijo inesperado. Diana Hamilton

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Un hijo inesperado - Diana Hamilton Bianca

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Sam deploraba el hecho de que yo cumpliera con mi deber, como él lo llamaba, el que me hubiera hecho cargo del negocio familiar después de que muriese nuestro padre. Yo diría incluso que me despreciaba un poco.

      –¡No! Él te admiraba y te respetaba, es posible que a su pesar, por cumplir con tu deber, y por hacerlo tan bien. Una vez me dijo que tu cerebro para los negocios lo impresionaba, y que prefería salir y hacer su trabajo por ahí, en lugar de vivir a la sombra de su hermano en la empresa familiar.

      Jed la miró intensamente, como si estuviera reflexionando acerca de ello. Finalmente dijo:

      –No lo sabía. Quizás no debí de envidiar su libertad de hacer lo que quería y mandar a paseo a todo el mundo, si era necesario para lograrlo –la tristeza tensó su voz–. Supongo que había un montón de cosas que no conocía de mi hermano pequeño, excepto cuánto te quería. Cuando venía de visita a casa, siempre hablaba de ti. Me regaló uno de tus libros y me dijo que me impresionaría. Me impresionó. Manejas el terror con una sofisticación, una inteligencia y una sutileza tal, que logras algo refrescante, alejado de las novelas llenas de sangre que abundan en el género.

      –Gracias.

      Notó algo diferente en el tono de voz. Algo que jamás había oído. Tal vez fuera un ápice de reproche. Ella se levantó y se apoyó en la pared, mirando el paisaje, algo que siempre le daba tranquilidad de espíritu. Pero aquella vez no lo logró.

      Su casa estaba en lo alto. Abajo quedaba el pueblo de casas blancas. Aquella altura se beneficiaba de una brisa con olor a pino que atravesaba Andalucía occidental desde el Atlántico, moderando el calor del sol de mayo.

      Elena cerró los ojos e intentó cerrar su mente a todo también, excepto a aquella sensación de brisa fresca en su cara.

      Tenía que enfrentar la verdad. Debía decírselo antes de que terminase el día.

      ¿Podría usar su don de las palabras para hacerle comprender por qué había actuado de aquella manera? No parecía posible.

      Desde el fin de su desastroso matrimonio, se había negado a dejarse derrotar por nada, a perder su independencia. Pero aquello… Aquello era diferente.

      –No has comido nada –Jed se había puesto de pie detrás de Elena, sin tocarla. Ella sentía el calor de su cuerpo, no obstante. A pesar de ello, Elena tembló.

      –¿No tienes hambre? ¿Has perdido el apetito de repente?

      Aquel tono frío la aterraba. ¿Sospecharía algo? No. No era posible.

      Elena sonrió forzadamente.

      –No. Simplemente estoy perezosa, supongo –dijo. Volvió a la mesa. Tendría que obligarse a comer algo, aunque su estómago rechazara cualquier cosa que le ofreciera–. Creí que íbamos a ir a la costa hoy –tomó algunas uvas–. A Cádiz, tal vez, o a Vejer de la Frontera si quieres algo más tranquilo. No hemos salido apenas en toda la semana.

      –No hemos sentido la necesidad de hacerlo. ¿No te acuerdas?

      Ella mordió la uva. Jed había hablado con desgana, pero no podía negar que aquellas palabras tenían un cierto tono de acusación.

      No habían necesitado abandonar la casa. Les bastaba con ellos solos. Sólo habían hecho algunas excursiones a los jardines y a los pinares, habían comido en el patio o en la pérgola llena de flores, disfrutando de la maravillosa soledad, de hacer el amor, sólo conscientes de estar viviendo. Juntos.

      –Por supuesto que sí –contestó ella, con un nudo en la garganta.

      De pronto, pareció evaporarse aquel sentimiento de intimidad, de ser el uno para el otro. Sabía que aquello ocurriría cuando le diera la noticia, pero en aquel momento no tenía por qué ser así.

      Algo había pasado desde que había empezado a hablar de Sam.

      –Le dije a Pilar, la persona que me ayuda con las cosas de la casa, que se marchara después de poner la compra en el frigorífico. Ya no vendrá por aquí –ella habló suavemente, tratando de reconstruir la maravillosa atmósfera durante un tiempo más–. Estamos quedándonos sin provisiones, así que pensé que podríamos combinar las excursiones y paseos con las compras. Eso es todo –agregó Elena.

      –¿Sí? –él se echó hacia atrás en la silla y se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. Sus ojos grises de acero observaron el rostro de Elena. Habló en voz baja, pero sombría–. Sam y yo teníamos nuestras diferencias, pero él era mi hermano y yo lo quería. Su muerte fue un duro golpe para mí. Hasta que no llegué aquí, donde él fue feliz, donde encontró paz y alivio, no he podido ser capaz de ver lo que sentía. Pero me parece que tú no quieres hablar acerca de él. Parece que te resulta molesto hablar de Sam. ¿Por qué? –preguntó Jed.

      Ella no podía negarlo. Tomó la taza de café, que se había quedado frío, y tragó la mitad.

      –¿Erais amantes? ¿Es ésa la razón?

      Ella sintió un dolor en su corazón, un nudo en el estómago y el sudor asomando a su frente. Por primera vez desde que lo había conocido lamentó profundamente aquella habilidad que tenía Jed para leer su alma. Se retorció las manos en su regazo e intentó sonreír.

      –¿Por qué lo preguntas? ¡No me digas que quieres empezar una pelea!

      –Pregunto porque el que yo hable de él parece perturbarte. Es algo en lo que no había pensado antes. Pero, por lo visto, Sam pasó bastante tiempo aquí. Él era un hombre atractivo. Y a eso hay que agregarle el aura de peligro de su profesión, no era simplemente el «dueño de una tienda», y tú eres una mujer extremadamente hermosa con un talento que él admiraba… Te repito la pregunta.

      Elena sintió que temblaba todo su interior. Aunque Jed hacía todo lo posible por parecer sereno, sus manos estaban apretadas en forma de puños dentro de los bolsillos y su mandíbula parecía tensa. Había algo más en aquel hombre que ella no podía comprender.

      El hecho de que ella hubiera estado casada antes no le había importado. No había querido que ella le hablase de ello. Lo había asimilado perfectamente.

      –Fue un error terrible. Él resultó ser un hombre despreciable –había dicho ella. Pero no la había dejado continuar con más explicaciones.

      Él había quitado importancia a su matrimonio con Liam Forrester. Lo había considerado totalmente irrelevante y no había preguntado si había habido algún otro hombre en su vida después de entonces. Había actuado como si lo único que le hubiera importado hubiera sido su futuro con ella.

      Sin embargo, al mentar a Sam había empezado a mirarla con algo parecido a los celos y el enfado con aquellos ojos que antes sólo la habían mirado con amor, calidez y deseo hambriento.

      ¿Sería porque Sam había sido su hermano? ¿Había una cierta amargura en aquella boca sensual en aquel momento? El tono con el que había pronunciado la palabra «dueño de una tienda» le hacía pensar que Sam había empleado aquel término alguna vez con él. Y que el resentimiento aún estaba vivo en él.

      ¿Había sido apuesto Sam? Desde luego no había sido tan alto como su hermano. Ni tan atractivo. Sam no tenía aquel aura de peligrosa masculinidad, ni de fruto prohibido que tenía Jed.

      –Elena, necesito saberlo –dijo con tensión en

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