Un hijo inesperado. Diana Hamilton

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Un hijo inesperado - Diana Hamilton Bianca

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y lo que había empezado siendo una terapia se convirtió en toda mi existencia.

      Habían tomado vino en aquella noche de febrero, y ella había encendido la chimenea, porque las noches eran frías en aquellas colinas. Sam estaba pensativo y sombrío aquella noche, y la atmósfera invitaba a las confidencias.

      –Ahora, gracias a mis libros, lo tengo todo: una profesión con éxito, me siento orgullosa de mi trabajo, tengo un hogar bonito en un sitio maravilloso, un grupo de amigos estupendos, seguridad económica… Todo, excepto un niño, y eso a veces me duele. Supongo que se me está pasando el tiempo. Pero como no tengo intención de casarme otra vez… –le había dicho ella, sorbiendo el vino para aplacar el dolor de su vacío vientre, de sus brazos vacíos. Liam se había negado a la paternidad. Él había querido una esposa con glamour, no una esposa cansada, atada a la casa y a un montón de niños berreando.

      –Tenemos muchas cosas en común –había dicho Sam, levantándose del sillón que se hallaba en el lado opuesto al fuego. Acababa de abrir la última de las tres botellas de vino que había llevado. Aquella tarde, más temprano, se había invitado a cenar.

      –Tú quieres un niño, pero no soportas la idea de un marido –había dicho Sam. Había dejado a un lado el corcho de la botella, y aunque Elena sabía que había bebido más de la cuenta, lo había dejado que le volviera a llenar la copa.

      Durante los dos años que Sam había ido por allí, para tomarse unos días de descanso entre trabajo y trabajo, se había transformado en un amigo muy querido. Podía entenderse muy bien con él, y sin embargo, no había nada remotamente sexual entre ellos. Por lo que se había sentido doblemente cómoda en su compañía.

      Ella le había sonreído afectivamente. Tenía razón. Ella no quería un marido, ni lo necesitaba. Nunca más tendría un marido. El que había tenido había resultado un desastre.

      Sam había pateado un leño con su bota y se había quedado mirando las llamas, con la copa en la mano. Luego había agregado:

      –Yo también odio la idea del matrimonio, pero por diferentes motivos. No encaja con mi forma de vida. Además te confesaré algo que no se lo diría a cualquiera: no soy una persona muy sexual. A diferencia de mi hermano.

      Sam hablaba a menudo de Jed. Éste vivía en la casa familiar y llevaba el negocio familiar. Y parecía ser un mujeriego, por lo que acababa de decir.

      Sam siguió diciendo:

      –Desde los dieciocho o diecinueve años siempre ha tenido mujeres de todo tipo. Pero él es muy exigente y muy discreto, hay que reconocer. Estoy seguro de que se casará algún día, para tener un heredero. Seguramente no querrá que el negocio familiar se termine con él. Pero yo no me casaré. Toda mi energía física y mental está destinada a mi trabajo. Sólo me siento vivo cuando me enfrento al peligro, haciendo fotos en situaciones difíciles.

      A Elena le disgustaba oírlo decir aquello. La hacía sentir incómoda.

      –Como tú, lo único que lamento es saber que no voy a tener un hijo. Al fin y al cabo, pasar los genes a otra persona es la única inmortalidad que podemos alcanzar –la había mirado–. Pero esto tiene una solución. Me alegraría mucho de ser un donante para un hijo tuyo. Me pareces la mejor mujer del mundo para llevar un hijo mío en su vientre. No te pediré nada más que el derecho a visitaros a ambos cuando me sea posible. No interferiré. Piénsalo.

      Había dejado la copa vacía en una mesa y se había inclinado para darle un beso suave en la frente.

      –Jamás perderás tu libertad e independencia a manos de un marido. Ni siquiera tendrás que pasar por el mal trago de tener que acostarte con alguien para conseguir tener un niño. Y yo conseguiría la única cuota de inmortalidad posible –sonrió–. Piénsalo. Te llamaré por la mañana. Si estás de acuerdo, podemos ir a Londres directamente y comenzar el proceso. Hay una clínica privada dirigida por un profesor de ginecología que me debe un favor. Es útil tener amigos en cargos importantes en ciertos casos. Piénsatelo, Elena. Y ahora, me marcharé.

      Al principio, ella había rechazado la idea, pero a medida que lo pensaba le iba pareciendo más aceptable.

      Sam había hablado de su necesidad y deseo de tener un hijo. Había tenido razón. A veces añoraba tener un hijo en brazos, y sentía pena por la imposibilidad de lograrlo. Cuando sentía aquel vacío, todos sus logros profesionales y personales le parecían no tener ningún valor.

      No se volvería a casar, y la idea de tener que acostarse con alguien para quedar embarazada le repugnaba. Y a ella le gustaba Sam Nolan, y lo respetaba. Incluso lo admiraba. Un niño con sus genes sería una bendición.

      Cuando Sam había llamado a la mañana siguiente ella le había dicho que sí.

      Había ido a Londres con Sam, sin saber que a las seis semanas de aquello asistiría a su funeral.

      La noticia de su muerte la había hundido en la tristeza. Una vida joven y llena de talento había sido segada por una bala en una guerra en África Oriental. No sólo se había sentido devastado por ello, sino también porque, después de un mes de esperanza, había descubierto que la idea de Sam no había funcionado. Ambas noticias habían coincidido en el tiempo prácticamente.

      No había conseguido su cuota de inmortalidad, y ella jamás tendría un niño a quien amar y abrazar.

      Elena había conocido a Jed en aquella triste ceremonia, y desde aquel momento, todo había cambiado para ella. Para ambos.

      Era de noche cuando volvió Jed por fin. Elena oyó el ruido del coche aproximándose y sintió pánico.

      ¿Vería de otro modo su embarazo cuando supiera cómo había sido concebido? ¿Creería que su hermano menor y ella jamás habían sido amantes? ¿Aceptaría el hecho de que sólo habían sido buenos amigos que se habían encontrado en una situación similar de frustración a la que le habían puesto una solución racional?

      Las luces de fuera estaban encendidas. Eran luces doradas sobre paredes encaladas. Las flores daban su perfume dulce al aire.

      Cuando el coche paró se hizo un inmenso silencio. Elena se quedó esperando. El sudor le corría por la cara y la tensión anudaba todo su ser. Ella tenía que lograr que él la escuchase. El amor que sentían la hacía merecedora del privilegio de escucharla.

      Jed apareció en el arco de entrada al patio. La penumbra le daba aspecto de tentación prohibida. Elena se aferró al respaldo de un sillón de hierro que había junto a una mesa a juego. Necesitaba sujetarse.

      –¿Dónde has estado?

      Él no parecía tener prisa por romper el hielo. Pero alguien tenía que hacerlo.

      –En Sevilla –contestó. Se acercó a ella–. Como sabes, los Nolan vamos a adquirir una propiedad en Sevilla. Tenía que ver a nuestro arquitecto dentro de quince días, para elegir la propiedad que vamos a comprar –hizo una pausa–. Por razones que supongo que comprenderás, he pensado que hoy podía ser un día como otro cualquiera para volver a tomar contacto con el trabajo.

      Elena se encogió por dentro. Ellos habían planeado tres semanas de luna de miel en Las Rocas, su casa, y luego, pasar una semana en Sevilla juntos y ver a su arquitecto y visitar la ciudad. Evidentemente la luna de miel había terminado. Pero, después de lo que le había contado, ¿qué otra cosa podía esperar?

      Ella

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