Un hijo inesperado. Diana Hamilton

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Un hijo inesperado - Diana Hamilton Bianca

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      –Por supuesto –dijo él fríamente–. Pero dentro. Ha sido un día muy cansado.

      Jed fue hacia la casa y Elena lo siguió. Casi hubiera preferido sus recriminaciones, su rabia, en lugar de aquella frialdad. Al menos hubiera sabido qué pensaba. Y podría haberlo tranquilizado, pedirle que comprendiera.

      Ella no lo había conocido ni se había enamorado de él cuando había tomado la decisión de quedar embarazada. Y en aquel momento, le había parecido tener razones válidas para ello.

      Jed fue hacia la cocina y sacó una botella de whisky del armario de cocina, la abrió y se sirvió una medida generosa.

      –En vista de tu estado, no te pediré que bebas tú también –se bebió el whisky casi de un trago, luego se sentó en una silla de pino. Tamborileó los dedos insolentemente y dijo mirándola fríamente:

      –Bueno, habla, entonces. Te escucho. ¿O quieres que empiece yo la conversación?

      Elena sintió que aquella actitud le helaba la sangre y el alma. Temblorosa, apartó una silla y se sentó en el borde, no frente a él, sino más lejos, de modo que él tuviera que girarse para mirarla.

      Pero él no la miró. Elena casi se alegró. No quería ver aquella indiferencia en sus ojos, después de que la hubieran mirado con tanto amor.

      Ella se estremeció y entrelazó sus manos en su regazo. Echó una mirada breve a la cocina, a sus cazuelas de cobre brillando en la pared blanca, al suelo de terrazo, los cajones de madera maciza y las macetas con geranios.

      Siempre le había gustado la cocina, y aquella semana, en ausencia de Pilar, Jed y ella habían preparado la comida juntos. Habían cortado la verdura de su huerta, habían lavado la fruta. Habían conversado, reído. Se habían deseado, amado… Y se habían olvidado de la comida.

      No volverían a recuperar aquella magia de amor y risas. Pero ella no se atrevía ni a pensarlo.

      De todos modos, él había erigido una montaña entre ellos. Y ella no sabía si podría escalarla para llegar a él.

      Pero tenía que intentarlo.

      Se lamió los labios en busca de palabras para empezar a hablar. Tenía que elegir cuidadosamente las palabras, para que él la comprendiera.

      –Como parece que te has quedado muda, hablaré yo– se bebió lo que quedaba de whisky y la miró achicando los ojos–. He pensado en nuestra desagradable situación y he tomado algunas decisiones, que no son negociables. Permaneceremos casados –afirmó. Luego tomó la botella y llenó el vaso.

      Elena sintió una punzada en su corazón.

      –¿Has pensado en el divorcio? –le preguntó Elena.

      Ella apenas podía creerlo, después de lo que habían vivido juntos. ¿Podría olvidar ella que él había pensado en apartarla de su vida sin darle siquiera la oportunidad de explicarle la historia?

      –Naturalmente. ¿Qué otra cosa esperabas? –le dijo sin mirarla, con la vista en el vaso–. En estas circunstancias, es en lo primero que he pensado. Pero he rechazado la idea por dos razones. La primera por Catherine, mi madre, a ella le gustas. Nuestro matrimonio ha sido lo único que ha aliviado su dolor después de la muerte de Sam. Un divorcio tan pronto podría afectarla mucho. La segunda razón es el niño no nacido de mi hermano. Él murió sin saber que te había dejado embarazada. Así que por amor a mi hermano seguiremos casados. Pienso ocuparme activamente de la crianza de su hijo. Llámalo sentido del deber, si quieres. Sam se burlaba de mí por ello, pero tal vez, dondequiera que se encuentre él, agradecerá que lo tenga en este caso.

      Por un momento, Elena vio dolor en la mirada de Jed. Ella también sintió su dolor. Deseaba acariciarlo, consolarlo, decirle que todo podía estar bien si él quería, si se dignaba a escucharla e intentaba comprender.

      Ella se aproximó a él, pero el gesto esquivo de Jed la dejó a medio camino.

      –Lo haré por mi madre y el niño. Pero al margen de eso, no quiero saber nada de ti. Volveremos al Reino Unido en el plazo de tres semanas, como lo hemos acordado. Nos mantendremos lo más alejados posible, yo haciendo viajes a las sucursales fuera del país… Tú puedes poner la excusa de que los viajes no son recomendables en el embarazo.

      Se levantó y enjuagó el vaso en el fregadero. Luego, lo apoyó en el escurreplatos. Elena se reprimió un sollozo.

      Cada palabra que pronunciaba Jed alzaba más el muro entre ellos, haciéndolo imposible de superar.

      Daba igual lo que ella le dijera en aquel momento. Ella nunca olvidaría aquellas palabras: que el matrimonio entre ellos no sería más que eso, una palabra.

      –¿Y si no estoy de acuerdo con esa farsa? –Elena se puso de pie, pero tuvo que sujetarse a la mesa–. Quiero que escuches mi punto de vista. Quiero que sepas lo que pasó. Tengo ese derecho.

      –¡Tú no tienes ningún derecho! –Jed tiró la toalla con la que se había estado secando las manos. Era la primera muestra de verdadera emoción dirigida hacia ella desde que se lo había dicho–. Y has sido tú quien ha empezado la farsa. Te casaste conmigo sabiendo que podías estar embarazada de mi hermano. ¿Por qué? ¿Porque no te gustaba la idea de ser madre soltera? ¿Habías perdido a un hombre y decidiste poner la mira en su hermano? Tal vez no fuera tan guapo, pero serviría. ¿Eso es lo que has pensado? ¿Te casaste conmigo pensando que el sexo me haría hacer la vista gorda a todo lo demás? –se dio la vuelta, como si no pudiera aguantar mirarla–. Bueno, te has equivocado. No es así. Eres buena en la cama. Te lo reconozco. Pero no tan buena. En cualquier caso, puedo tener buen sexo cuando me dé la gana. Sin ningún lazo afectivo, sin secretos, sin lamentaciones posteriores.

      Aquello le hizo daño. Si Jed le hubiera arrancado el corazón con sus manos, no la habría herido más.

      El dolor la dejó muda. Pero tenía que hacerle comprender de alguna manera.

      La desconfianza hacia ella lo había vuelto un desconocido.

      –Cuando nos conocimos, realmente pensé…

      A Elena se le hizo un nudo en la garganta al recordar cuando Jed se había acercado a ella en el entierro de su hermano.

      –Tú debes de ser Elena Keel. Sam hablaba mucho de ti. No te marches –le había tocado brevemente la mano enguantada de negro y, de pronto, la pena que había sentido en su alma se había transformado en una corriente de calidez–. Ven a casa con nosotros. Creo que tu compañía puede ser un consuelo para mi madre y para mí. Realmente, es como si te conociera a través de Sam.

      Y así había empezado todo.

      Elena era consciente de que Jed observaba el esfuerzo que ella hacía al hablar. Pero él torció la boca irónicamente.

      –Yo no pensaba que estuviera embarazada. Tuve el periodo el día del funeral de Sam –había manchado poco y apenas le había durado. Pero ella lo había achacado al golpe emocional por la pérdida de su amigo y al ajetreo de conseguir rápidamente un vuelo a Londres, alquilar un coche y conducir a toda prisa a casa de la familia para darles el pésame.

      El siguiente periodo le había durado muy poco también. Pero no se le había ocurrido que pudiera estar embarazada de Sam. Luego, había vuelto a España a pasar un par de semanas

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