Ese chico. Kim Jones

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Ese chico - Kim Jones

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—Me aclaro la garganta—. ¡Joder! —Repito, intentando poner el mismo acento que antes.

      El whisky es tan fuerte que me escuecen los pelillos de la nariz cuando lo olisqueo con ganas. No estoy segura de si es buena o mala idea, pero me sirvo un vaso. O un dedo. Como sea que lo llamen. Me planteo añadirle hielo, sin saber cómo se supone que debería servirse.

      «Ojalá hubiera cerveza».

      Esta gasolina, que hay quien la llama licor, me quema de pies a cabeza. Pero tiene un sabor agradable y ahumado que perdura en la lengua. Muerta de ganas de dar el siguiente sorbo, me termino el vaso y, cuando se vacía, ya noto una sensación cálida que me invade el cuerpo entero. Y también me siento un poco más segura de las malas decisiones que me han llevado hasta aquí.

      A ver, ¿qué es lo peor que puede pasar? Voy en un coche. No hay ninguna ley que impida subirse a un coche para escapar de un frío que pela. Si me pillan, pondré una carita triste y les diré que soy pobre.

      Y no es mentira.

      Soy pobre.

      Razón de más por la que he hecho este viaje, aunque nunca lo admitiré ante Emily.

      Además de mi plan de búsqueda y captura, espero encontrar mi musa perfecta para escribir al fin esa novela erótica y romántica que hace meses que tengo en la cabeza. La típica novela romántica con un protagonista al que he bautizado como ese chico.

      Ya sabes, el típico director ejecutivo, poderoso y muy rico que además es sexy a rabiar. Vive en un ático de lujo. Es sensacional en la cama. Tiene chófer. La polla grande. Es un tanto imbécil, pero en realidad no lo es porque esconde un secreto inconfesable que descubres pasada la mitad de la novela, algo que explica todos sus demonios del pasado y revela por qué es como es y así, se redime por completo y hace que todos los lectores que lo detestaban lo adoren.

      El coche se detiene.

      —¿Señorita Sims? —Se oye por el interfono—. ¿Le gustaría que la acompañara arriba?

      —N… no. No será necesario.

      «¿Por qué sigo poniéndole acento?».

      —Si no se siente cómoda con el conserje…

      —No me importa el conserje. Gracias.

      En ese momento, la puerta se abre y me encuentro con una mano enguantada. Acepto la mano que se me ofrece, agarro la bolsita de caca y salgo del coche.

      La repentina ráfaga de viento glacial hace que se me salten las lágrimas. Me duelen los dedos y echo un vistazo de reojo al hombre que tengo al lado. Me brinda una sonrisa educada y asiente. Levanto la vista, cada vez más arriba, para contemplar el enorme edificio y lo vuelvo a mirar.

      —¿Qué tipo de edificios tienen conserje? —El viento se lleva mi voz cuando el hombre me conduce hasta el vestíbulo. Me detengo al otro lado de la puerta y observo. La nieve y el hielo que hay en mis destrozadas Uggs se están deshaciendo sobre la alfombra oscura mientras asimilo dónde estoy. Con la mandíbula colgando como si fuera idiota, recorro con los ojos la entrada y toda su opulencia.

      Los muebles lisos de color crema están colocados en un semicírculo alrededor de una chimenea de piedra gris que se alarga hasta el extremo del alto techo. Las llamas anaranjadas y rojas dentro del hogar bailan y oscilan acompañadas de la tenue música clásica que envuelve la estancia. Me entran ganas de meter las manos y el culo, que los tengo helados, en el fuego, y luego tumbarme despatarrada como un gato sobre la alfombra gruesa que hay delante.

      —Por aquí, señorita Sims.

      Sigo al hombre por la estancia. Las botas chirrían sobre el suelo de mármol y voy dejando una estela de agua sucia. Giro la cabeza a ambos lados y la levanto para contemplar el techo. Todo es de cristal y dorado, acentuado con toques de amarillo y gris. Desde los jarrones hasta las lámparas colgadas, las esculturas y los cuadros, todo irradia una magnificencia superior a cualquier cosa que una chica de pueblo como yo haya visto nunca.

      —Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme. —Alfred (juro que eso es lo que pone en su placa) se detiene delante de una enorme puerta de ascensor. El color sólido y apagado contrasta soberanamente con las demás cuatro puertas de ascensor, que son de cristal con efecto espejo tintado dorado. Cuando el hombre pasa una tarjeta por un lector pequeño y negro que hay junto a la puerta con una gran Á inscrita, aprovecho para mirarme en uno de los espejos.

      El cabello rizado y castaño me brota de la cabeza como si llevara ramitas rotas y me cae por los hombros hasta media espalda. Mi chaqueta «impermeable» que sirve para todo en Misisipi no es más que un simple chubasquero en Chicago. Y mis tejanos, que parecían tan modernos, ahora me cuelgan empapados y pesados de la cadera. Están tan estirados y holgados de llevarlos tantas horas que cualquiera pensaría que una nidada de codornices me acaba de salir volando del culo de los pantalones.

      Las puertas del ascensor se abren suavemente y Alfred me indica con un gesto que entre. Vuelvo a la realidad.

      —Alfred… —Alargo la mano y lo agarro del brazo.

      Las comisuras de los labios se contraen en una mueca y abre mucho los ojos.

      —Tengo que confesar algo.

      Me da unas palmaditas en la mano y su preocupación desaparece y da paso a una sonrisa cálida.

      —No diga más. Ya lo sé.

      —¿De verdad?

      —Por supuesto. Y no se preocupe… señorita Sims. —Se inclina hacia delante y susurra—: Su secreto está a salvo conmigo. —Se yergue y me guiña el ojo—. El señor Swagger no volverá hasta mañana al mediodía. Tiene la casa para usted. Disfrute.

      «¿Puede haberse enterado de que no soy la señorita Sims?».

      «¿Suele dejar que desconocidos entren en casa de este hombre sin preguntar?».

      «¿Qué tipo de persona es este tal Alfred?».

      Entro en el ascensor. Las puertas se cierran y sube disparado hasta la cima del edificio a tal velocidad que tengo que apoyarme en la barandilla para no caerme.

      Detesto los ascensores. Tiene un no sé qué aterrador estar en un espacio cerrado, colgando sobre el suelo en una caja de metal suspendida en el aire solo mediante cables y poleas… ¿y si se va la luz?

      Engancho la nariz a la pared. Cierro los ojos y me agarro fuerte mientras tarareo mi canción favorita para evitar desmayarme. Por fin, se oye el ¡din! informativo y las puertas se abren. Salgo a un vestíbulo pequeño con una mesa decorada con el jarrón más grandioso que he visto en la vida. Hay una puerta de madera maciza con un pomo dorado y brillante detrás de la mesa.

      Sin la presión de un chófer ni de un conserje ni de un amo con su perro, tengo tiempo de pararme a pensar en todo este marrón.

      Si abro la puerta, podría acabar en prisión. Y aunque sé que la cárcel también es una probabilidad si Luke Duchanan me pilla en su propiedad, la invasión de la propiedad privada no es tan grave como un delito de allanamiento de morada.

      Llamo a Emily.

      —¿Sí?

      Joder.

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