Ese chico. Kim Jones

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Ese chico - Kim Jones

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luego inspecciono todos los cajones. Están cerrados a cal y canto.

      No hay ordenador. No hay artículos de papelería. No hay bolígrafos personalizados. Alzo la piedra grande y gris que hay en una esquina del escritorio y que supongo que es un pisapapeles. Toco la lámpara y se enciende. La vuelvo a tocar y aumenta de intensidad. Al cabo de otros seis toques empieza a atenuarse. Entonces, tengo que tocarla ocho veces más para que la maldita lámpara se apague. El único otro objeto presente en el escritorio es un teléfono elegante y negro sin cable que debe de haber salido del futuro.

      Hago una foto.

      En la planta de arriba, hay una habitación para invitados con más mierdas decorativas de esas. Ruedo por la cama, en la que seguramente no ha dormido nadie, y, al hacerlo, se desordenan las almohadas. Me doy un golpe en el codo con la mesita de noche de color gris claro que hace juego con el resto de los muebles de la estancia. Duele que te cagas.

      Acaricio las cortinas blancas y suaves que cubren la pared opuesta a la cama. Esconden otras vistas del centro de la ciudad. Es otra parte, pero siguen siendo tan bonitas como las del salón.

      De nuevo en el vestíbulo, paso por delante de una puerta más grande que las demás y que tiene un pequeño teclado numérico justo al lado. Suelto un chillido cuando trato de abrirla y resulta estar cerrada.

      «Madre mía…».

      Es una habitación del placer.

      Lo sé.

      Estará llena de todo tipo de elementos de tortura y bancos de azotes. Las paredes serán de color rojo. Habrá grilletes, cruces y pinzas para pezones. ¡Madre mía!

      Me dirijo hacia la última puerta y por poco me meo encima. Es la habitación principal. O la suite. Es el arquetipo del dormitorio de un director ejecutivo. Cama de matrimonio extragrande. Con tonos azul marino, plata y madera. Más vistas. Una silla descomunal y un otomano donde ese chico se sienta a leer el periódico. Donde se pone los zapatos. O donde cuida de una sumisa después de haberla azotado hasta la saciedad.

      Hay un vestidor lleno de trajes de ejecutivo. Los olisqueo. Hay cajones de corbatas y relojes y calcetines doblados y botones blancos de camisa y calzoncillos bóxer. Lo toco todo. Hay zapatos en los que me veo reflejada. Los pringo al acariciarlos.

      —Una mezcla entre Ray Donovan y Christian Grey.

      Me saco un selfie con todas esas cosas molonas de fondo. La subiré más tarde a Instagram.

      #adivinaddóndeestoy

      El cuarto de baño principal es de otro mundo. No podía faltar una ducha en la que cabrían tranquilamente veinte personas. Además, hay un jacuzzi descomunal. Un calentador de toallas. Vanidad al cuadrado. Un armario para toallas y sábanas que es lo suficientemente grande como para dormir dentro. Pero nunca se habla del retrete.

      Nunca.

      ¿Y este retrete?

      Es un retrete digno de un rey.

      No solo está colocado a la altura perfecta, sino que se alza en un rinconcito con una puertecita para darle más privacidad. Hay un revistero. El portarrollos más alucinante que he visto en la vida. Y si cierras la puerta, hay un televisor detrás.

      Un televisor.

      «Un televisor, joder».

      En el cuarto de baño.

      «En el puñetero cuarto de baño».

      Me paso las siguientes dos horas de mi vida en el cuarto de baño. Primero, en ese retrete tan maravilloso que viene equipado con un chorrito de cortesía. Luego, en la ducha. Y después, me doy un buen baño caliente en el jacuzzi.

      De vez en cuando, los nervios se apoderan de mí y la realidad se abre paso en mi cabeza con preguntas estúpidas:

      ¿Y si aparece la señorita Sims de verdad?

      ¿Y si el señor Swagger regresa antes de tiempo?

      Con cada preocupación encuentro algo nuevo que me distraiga. Como el botón que hay a un lado del jacuzzi y que enciende una pantalla táctil que me permite controlar la temperatura del agua, la luz, la música y el ritmo de los chorros.

      Me dejo llevar por la música melodiosa e instrumental y los chorros me calman de forma que casi me duermo, hasta que estoy arrugada como una pasa. Entonces, salgo. Pongo un poco de Maroon 5. Agarro una toalla del calentador. Casi me muero de un ataque al corazón. Me estiro en el suelo del pasillo para tranquilizarme porque las baldosas del baño tienen calefacción incorporada. Y luego, me paseo desnuda por el vestidor y elijo una de las camisas blancas con cuello abotonado que son mil por cien de algodón y parece que vaya vestida con una nube.

      Suena «Sugar»: ¡me encanta esta canción!

      Salto en la cama como si de un trampolín se tratara. Me dejo caer sobre la espalda y miro al techo. Me pregunto si esto es lo que haría la señorita Sims. Es evidente que no vive aquí. O, si vive aquí, no se viste aquí. A no ser que su habitación sea la que está cerrada a cal y canto. ¿Y si regresa?

      «No sigas por ahí».

      «No va a aparecer por aquí».

      «Son los designios del Señor».

      «Dios no dejará que regrese aquí».

      Pero ¿y si el señor Swagger no es el señor Swagger cuyos hijos quiero tener? Podría rozar los noventa años. Estar chaladísimo. Podría oler a naftalina, algo que dudo mucho, puesto que su ropa desprende el mejor olor a limpio que haya olido jamás, con un toque de esa colonia que no puedes comprarte en unos grandes almacenes cualquiera.

      «No es un viejo».

      «Es imposible».

      «Son los designios del Señor».

      Confío en Dios. De verdad, confío en Él. Pero de todos modos, inspecciono el apartamento en busca de una foto del señor Swagger. Solo para asegurarme. Después de rebuscar en todos los cajones y mirar en todas las habitaciones menos en la que está cerrada, acabo con las manos vacías.

      En el despacho, uso el teléfono y pulso el botón etiquetado como «Conserje» y Alfred descuelga al segundo tono.

      —¿En qué puedo ayudarla, señorita Sims?

      —¿Tenéis algún restaurante aquí que esté abierto?

      —No, señorita. No disponemos de restaurante en el edificio. Pero le puedo indicar alguno que esté en esta zona, faltaría más.

      —Vaya, no tengo muchas ganas de salir. Y parece que los únicos restaurantes de esta zona de la ciudad son muy caros… —«¿Qué clase de edificio tiene conserje pero no un restaurante?».

      Me echo el pelo tras el hombro. «Qué cutres».

      —En ese sentido no debe preocuparse, señorita Sims. Le puedo asegurar que no hay ni un solo restaurante en la ciudad en el que no pueda pedir para llevar. Puede pedir lo que quiera.

      Madre mía. El

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