Ese chico. Kim Jones

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Ese chico - Kim Jones

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y acerco la nariz a la esquina. Trato de no pensar demasiado en lo que pasaría si los frenos de este trasto fallaran y me centro en lo afortunada que soy.

      No ha llamado a la policía.

      Ha dejado que me vaya.

      ¿Qué habría pasado si yo hubiese vuelto a casa y me hubiese encontrado con alguien en mi apartamento? Me habría dado un ataque. A menos, claro está, que el intruso fuera alguien con el aspecto de Jake Swagger. Entonces, lo habría obligado a acostarse conmigo a cambio de no llamar a la policía.

      En el momento en que salgo como puedo de esa trampa mortal, me recibe un Alfred que todavía está cabreado. Me mira con desdén y tengo que morderme la mejilla para no decirle lo feo que es.

      —El señor Swagger quiere que abandone el edificio enseguida. Así que en vez de esperar un taxi, ha ordenado a Ross que la lleve a su hotel.

      El enfado de Alfred me hace sentir como una mierda. Podría haber perdido el trabajo por mi culpa. Todavía podría sufrir las consecuencias de algo que he hecho yo.

      —Lo siento mucho, Alfred. De verdad. No quería causarle problemas a nadie.

      Se le ablanda la mirada un poquitín. No demasiado, pero algo es algo. Asiente una vez y gira sobre los talones. Lo sigo hasta el vestíbulo. Al otro lado del cristal que se extiende por la fachada del edificio, todo es de color blanco. La nieve sigue cayendo en diagonal y a montones.

      «Vaya, así que esto es una tormenta de nieve».

      Cualquier otra mujer quizá se pondría a llorar si estuviera en mi situación.

      Pero yo no lloro.

      Nunca.

      ¿Estoy desanimada? ¿Me siento un tanto derrotada?

      Sí.

      Pero se necesita mucho más que un montón de nieve y un imbécil buenorro para hacerme llorar.

      Alfred me mira por encima del hombro. Su desaprobación es patente. Desaparece por una puerta y regresa con un sombrero y una chaqueta.

      —No es la última moda, pero es mejor que lo que tiene.

      Acepto las prendas que me ofrece sin mirarlas mientras él descuelga el teléfono que hay junto al estrado.

      —¿Cómo se llama su hotel?

      —No tengo hotel. Mi avión despega en tres horas.

      Asiente.

      —Ross, ¿te importaría llevar a… la señorita al aeropuerto, por favor? Sí. De acuerdo. Gracias.

      —No voy a ir al aeropuerto, Alfred.

      De nuevo, me mira con aire de desaprobación. Pero su enfado se ha disipado.

      —¿No? Pues no le queda mucho tiempo para hacer otras cosas.

      —Me da igual. Vine a Chicago por algo y es lo que pienso hacer.

      —¿De verdad? ¿A qué vino?

      Levanto la bolsita que llevo en la mano.

      —A prenderle fuego a la caca.

      Capítulo 4

      Estoy agradecida por el sombrero y la chaqueta que Alfred me ha dado.

      De verdad. Mucho.

      Pero parezco una idiota.

      La «chaqueta» no es para nada una chaqueta. Es una de esas gabardinas largas hasta el suelo que tiene tantos bolsillos como botones. Y el «sombrero» no es una gorrita o una gorra de béisbol. Es un sombrero de copa, con unas orejeras calentitas. Añádelo a mis botas destrozadas, los pantalones mojados y la camisa blanca del señor Swagger y me tienes a mí, que parezco una puñetera vagabunda.

      Me he disculpado con Ross en cuanto me he subido al coche. Él me ha respondido preguntándome la dirección a la que tenía que ir. Se la he dado y a medio camino, he reparado en que no tenía encendedor. Ni una bolsa de papel. Cuando le he pedido a Ross que se detuviera en un supermercado de 24 horas, me ha fulminado con la mirada a través del retrovisor. No obstante, se ha detenido ante uno sin decir nada. No me esperaba que siguiera ahí cuando he salido, pero ha resultado que sí.

      Quizá ese ha sido su modo de aceptar mis disculpas.

      Separo la bolsa de papel de la botella y me la meto en un bolsillo de la gabardina para mantenerla seca. Cuando lo hago, algo afilado me pincha el dedo. Es la esquina de una tarjeta de visita. La saco y la inspecciono mientras me bebo la cerveza.

      «Jake Swagger».

      El nombre parece aún más sexy de lo que suena grabado en letras plateadas en la tarjeta negra. La única otra cosa que hay en la tarjeta es un número.

      Igual que a la bolsa de caca que tengo al lado, me entran ganas de prenderle fuego a la tarjeta. Sin embargo, me la meto en el bolsillo frontal de la gabardina. No porque quiera recordar el momento en que conocí a Jake Swagger, sino porque puede servirme para mi investigación. Diseñaré la tarjeta de visita de ese chico para que parezca tan elegante y seductora como esta.

      El coche se detiene ante la casa de Luke Duchanan. Ross clava la vista enfrente sin dedicarme ni una sola mirada. Aprieta los labios.

      —Ross, de verdad que lo siento. No quería causarle problemas a nadie. Tienes pinta de ser un tipo majo. —Al cabo de un momento, se aclara la garganta y asiente con tirantez, sin mirarme a los ojos aún.

      Salgo y cierro la puerta. El coche desaparece y me quedo de pie en la nieve, a las tres de la madrugada, borracha y completamente sola en una gran ciudad. La calle oscura me intimida. Pero la luz del porche de Luke brilla como un faro y me recuerda que toda la mierda por la que he pasado en este viaje valdrá la pena solo para ver a Emily sonreír.

      Y explicarle la historia a un desconocido.

      Y follárselo en un aparcamiento.

      Y enamorarse.

      Y mudarse a otro sitio, joder.

      «Qué buena amiga soy».

      Me resbalo y casi me rompo el cuello en los escalones helados. Antes de llegar al rellano, el resto de la botella se me vacía en la parte delantera de la chaqueta. Por fin en el porche, tiro la botella por la barandilla, me saco la bolsa de papel del bolsillo, desato la de plástico, cambio la mierda de perro de bolsa y agarro el encendedor.

      El toldito que hay sobre la puerta no me protege de las capas de hielo y nieve que el viento arrastra en diagonal. Así que me arrodillo y uso la gabardina para cortar el viento mientras prendo fuego a la bolsa.

      La caca prende muy bien. Arde que da gusto y con unas llamaradas calientes que dan miedo. Saco el teléfono y empiezo a grabar. Entonces, pico el timbre y aporreo a la puerta una vez tras otra hasta que oigo pasos dentro y oigo que Luke Duchanan me pide que espere un momento, joder.

      Mi

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