Ese chico. Kim Jones

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Ese chico - Kim Jones

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verdad? Ponerme de lado suele funcionar. Mi abuela solía pedirle a mi abuelo…

      —Deja de respirar.

      La miro confundida. Sus ojos me dicen que si no puedo dejar de respirar por mí misma, ella puede ayudarme a conseguirlo.

      Inspiro una bocanada de aire y lo guardo en la boca. Ella asiente con satisfacción y regresa a su litera con pasos firmes. Los muelles chirrían bajo su peso cuando se gira de forma que pueda verme.

      Justo antes de que yo pierda la consciencia, se abre la puerta de la celda.

      —Tú. —El agente me señala—. Vamos.

      Me deshago de la manta y bajo de un salto. Cuando paso junto a mi compañera de celda, que me dedica un gruñido seguramente porque ha oído que estoy respirando, cometo una estupidez:

      —Te huele el aliento a pedo —le siseo y le hago un corte de mangas. Antes de que se pueda levantar de la litera, he salido de la celda y la puerta se ha vuelto a cerrar de forma que ella se ha quedado dentro. Sonrío porque soy una mujer libre y no puede matarme.

      —Siéntate. —El agente de policía me señala una silla plegable de metal que hay en el pasillo junto a su cubículo. Me siento mientras él sirve café en una taza y me lo ofrece. Además, me tira una cucharilla de plástico, un par de sobres de azúcar y un poco de leche en polvo.

      Me acabo de preparar el café mientras el agente se sienta y empieza a aporrear las teclas del teclado con solo dos dedos. Parece aburrido. El uniforme le va pequeño. Lleva las gafas manchadas. Y el pelo peinado por encima de una zona de calvicie.

      Se repantiga en la silla, cruza las manos detrás de la nuca y me mira de hito en hito.

      —Los chicos que te recogieron nos dijeron que te habías montado un fuego en el porche de alguien.

      Asiento y tomo otro trago de café.

      —¿Quieres explicármelo?

      Le ofrezco una parte de la verdad, empiezo con la parte en la que llego a casa de Luke. Me lleva un rato contar la historia porque no puede parar de reírse. Y no deja de interrumpirme repitiendo todo lo que le cuento formulado como una pregunta. Cuando termino, le cuesta sofocar las ganas de reír y a mí me entran ganas de darle un puñetazo en la cara.

      —Mira —me dice una vez consigue hablar sin sonreír—. Como te arrestaron solo por una infracción menor, voy a dejar que te marches… Si viene alguien a buscarte.

      —¿Y no puedo irme sola?

      Niega con la cabeza y me mira con dureza.

      —Te estoy haciendo un favor. No te pases.

      —¿Y si no tengo a nadie para que me venga a buscar?

      —En tal caso, tendré que ficharte. Y alimentarte. Y todo eso cuesta dinero. Y no quiero tener que hacerlo.

      No me importaría que me ficharan. Cumpliría mi sentencia, tendría algo para desayunar y podría usar el tiempo encerrada para pensar en cómo demonios voy a volver a casa, puesto que mi vuelo ha despegado hace tres horas. El problema es que he cabreado a mi compañera de celda. Así que ahora, o encuentro alguien que me venga a buscar o me matará.

      Mis ojos se posan en el bolsillo delantero de la gabardina. Una parte de mi cerebro me grita que es mala idea. La otra, que es mejor que morir.

      El agente arrastra el teléfono por el escritorio y me lo coloca delante y luego se marcha tras decirme que volverá enseguida.

      Descuelgo el auricular y aprieto los números rápido mientras aún me atrevo. Alguien contesta después del primer tono.

      —Oficina del señor Swagger. —La mujer usa uno de esos tonos molestos, agudos, que solo poseen las guapas.

      —Hola, soy Penelope Hart. Soy amiga del señor Swagger. —Me ha salido así. No he podido evitarlo.

      —¿Cómo puedo ayudarla, señorita Hart? —La mujer parece aburrida. Me siento estúpida. Seguro que no soy la primera persona que llama a su oficina y dice que es su «amiga».

      —Pues… verá…

      «No puedo».

      Mis manos temblorosas toquetean con torpeza el auricular hasta que consigo colgarlo.

      ¿Cómo he podido ser tan imbécil?

      ¿Tan insensata?

      ¿Tan… sí, imbécil?

      Jake Swagger no vendría a recogerme. Me detesta.

      «Él se lo pierde».

      Si me hubiese invitado a quedarme a cenar, habría podido conocerme mejor. Podría haberlo conquistado. Hacer que me quisiera. Entonces, me habría acabado obligando a pedir una orden de alejamiento, porque los hombres suelen apegarse a las mujeres que son como yo.

      Sin embargo, se perdió lo muy fabulosa que soy y optó por quedarse solo con lo malo: como que me metí en su casa y dejé una bolsa de caca de perro en su encimera. Así que lo único que Jake Swagger haría por mí sería mandarme a su abogado para denunciarme. Se aseguraría de que mis últimos minutos fueran al lado de la Gran Berta, quien, sin duda, se me sentará encima y me respirará en la cara hasta que me cause una muerte lenta y agonizante.

      Ya voy por la tercera taza de café. No tengo ni idea de dónde se ha metido el agente. El reloj de la pared me revela que lleva media hora desaparecido. Seguramente, podría colarme por la puerta sin que nadie se enterara, si no fuera porque llevo este ridículo sombrero de copa que me ha hecho ganar un montón de miradas raras por parte de todos los presentes en comisaría.

      «Muchas gracias, Alfred».

      Clavo los ojos en la tarjeta que tengo en la mano y me planteo llamar al número de teléfono móvil que aparece en el dorso. Es el teléfono de Jack. Podría oír su voz. Quizá disculparme. O podría esperarme a llegar a casa y llamarlo cuando esté borracha. Si es que llego alguna vez.

      «¡Piensa, Penelope!».

      Emily.

      Emily conoce a gente en Chicago, ¿verdad? Realizó las prácticas aquí. Seguro que hizo algún amigo o unos cuantos, más allá de Luke Duchanan. Quizá podría llamar a alguno y pedirles que me vengan a buscar. Entonces, podría pedirle a mi madre que me mande un poco de dinero para volver a casa. Sé que no va sobrada, pero sin duda me ayudará. Puedo vender mi cuerpo a hombres desesperados para devolvérselo. O venderle mi alma al diablo. O mi fama inminente a los illuminati.

      —¿Penelope?

      Alzo los ojos y me encuentro con un hombre de pie a mi lado. Y me quedo mirándolo. Es como el mejor amigo buenorro de ese chico. Ese que siempre tiene una media sonrisa en los labios. Que es un pícaro. Que tiene la mirada sexy. Ese que esperas que se enrolle con la mejor amiga de la protagonista para que haya un segundo libro.

      Pongo los ojos en blanco ante este despliegue de pensamientos de escritora.

      —¿Sí?

      Me

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