Ese chico. Kim Jones

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Ese chico - Kim Jones

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de mi casa. Ahora mismo.

      Los hombres me dirigen una mirada fría. Parecen enfadados. Conmigo. Con la persona que les acaba de salvar el culo.

      Yo también me tendría que ir. Pero necesito la bolsita de caca que reposa a los pies de Jake. Avanzo para agarrarla y me hace parar en seco levantando un dedo.

      —Tú no. Tú no te vas hasta que no sepa exactamente qué ha ocurrido.

      —Vale, pero primero tienes que dejar de hablar en este tono. De verdad, es que…

      —Que te expliques —me espeta.

      Su tono me intimida.

      —¡De acuerdo! Vale… Bueno, pues mi mejor amiga estaba haciendo unas prácticas aquí. Conoció a un chico y salieron juntos durante todo el verano y cuando se acabaron las prácticas, ella volvió a casa, pero mantuvieron la relación a distancia. Pero todos sabemos que eso nunca sale bien. —Hago una pausa para que asienta o algo. Sin embargo, se muestra impertérrito.

      Me aclaro la garganta.

      —Vino a verle y descubrió que la estaba engañando con una chavala que él había tenido en Chicago durante toda la relación. Así que como soy muy buena amiga, he venido a vengarme de su pobre corazón roto.

      Señalo la bolsita que hay en el suelo.

      —He robado esta caca de perro para poder prenderle fuego delante de su casa. Porque, verás, resulta que él tiene una fobia muy rara, a la caca de perros. Sea como sea, el perro y su amo me han perseguido por toda la ciudad. Y cuando he torcido la esquina y he visto el coche ahí aparcado, esperando, me he metido dentro para esconderme. Estaba a punto de bajar, pero entonces Ross le ha ofrecido a la misteriosa señorita Sims que nadie ha visto traerla hasta aquí y he aceptado, porque necesitaba alejarme de ese tipo chiflado y de su perro tanto como pudiera.

      »Cuando he llegado aquí, me iba a marchar. Pero es que justo estoy escribiendo un libro sobre un ejecutivo millonario que tiene un apartamento como este. Me está costando mucho encontrar la inspiración y… ¡Es que mira qué casa! ¿Has visto qué ventanales?

      Señalo los ventanales y Jake Swagger se limita a observarme con esa mirada, ya sabes cuál.

      —Eh, vale, bueno, sí, claro que los has visto. Bueno, ¿puedes culparme por quedarme aquí para investigar? Creo que no. Sobre todo porque me iba a marchar antes de que volvieras, que se suponía que tenía que ser mañana al mediodía. Pero has vuelto antes de tiempo. Así que me temo que si todo esto es culpa de alguien, es tuya, señor Swagger.

      Me mira de hito en hito. Un tanto atónito, creo. No soy buena interpretando las reacciones de la gente. Pero le tiembla la mandíbula. Y tiene el cuello rojo. Le ha aparecido una venita en la frente, justo encima del ojo derecho.

      Vale. Quizá no está sorprendido. Quizá está furioso.

      —Vete.

      ¿No es extraño que tenga una voz tan tranquila cuando está temblando literalmente de la rabia?

      O del deseo.

      No, qué va. Es rabia.

      —¿Sabes? No me importaría quedarme a cenar —me ofrezco, aunque son las tres de la madrugada.

      Se pone rígido. Me mira boquiabierto, como si estuviera loca. No lo estoy, de verdad. Solo soy oportunista. Hablando de oportunidades, he conseguido acercarme unos pasos a él con la esperanza de descubrir de qué color tiene los ojos. Ahora que estoy a un metro o así, veo que sus ojos son de un gris verde azulado.

      —Tienes suerte de que no llame a la policía.

      Escucho en silencio cómo se pone a despotricar mientras inspiro profundamente para olerlo. En las novelas parece tan fácil. Es mentira. A poco más de medio metro, no huelo nada.

      Doy un paso más. Él se aleja otro.

      —¿Qué haces?

      —Me encantaría decírtelo, pero casi que mejor que no. Estoy segura de que te pondrías como loco, porque eres ese chico, ¿sabes?

       —¿Ese chico?

      —¡Sí, hombre, ese chico! —Lo señalo. Él en todo su esplendor. Justo como lo describen en los libros. E intimida que te cagas. Incluso tiene el pelo como toca. La postura. La altura. La anchura. La amplitud de la espalda. Es tan perfecto. Como si acabara de salir de una de esas…

      —Sal de mi casa. Y asegúrate de que no te vuelva a ver jamás.

      Regreso a la realidad con ese gruñido enfadado y asiento rápidamente.

      —Lo entiendo, de verdad. ¿Y si te doy un abrazo? —«Así seguro que lo huelo», ¿sabes? Para mi investigación. Quizá sea la única oportunidad que tengo.

      Con los brazos abiertos, doy otro paso hacia adelante. Él retrocede otro.

      —¡Que salgas de mi casa, joder! —«¡Pero qué genio!».

      —Por Dios. Vale. —«Y cómo me pone. Puaj. ¿Por qué me gustan los tipos difíciles?».

      —¡Y llévate tu caca de perro!

      —¡Eso hago! —Le dirijo una mirada asesina y agarro la bolsa de caca de perro.

      Me alejo pisando fuerte. Descalza. Medio desnuda. Cachonda…

      Mi mala cara se convierte en una mueca. Abro los ojos, hago que me tiemble el labio y le ofrezco mi mejor cara de pena.

      —¿Señor Swagger? —«Uau. Incluso me tiembla la voz. Pero qué buena soy…»—. ¿Le importa si uso su secadora? Se me han mojado los tejanos y…

      Se acerca a mí con una intención clara. «¿Matarme?». Me niego a arriesgar la vida por olerlo, así que salto por encima del sofá y salgo corriendo hacia la puerta sin olvidarme de recoger mi ropa con las prisas.

      Durante unos segundos, incluso me planteo fingir que me caigo solo para ver si me ayudaría a levantarme. Lo descarto en cuanto me tiene a su alcance.

      —¡Espera! ¡El móvil! —grito, antes de que cierre de un portazo.

      Él agarra mi móvil de la mesa a toda velocidad y me lo tira. Manoseo con torpeza las botas y la chaqueta y me lanzo para alcanzar el cacharro. Lo atrapo al vuelo porque soy una ninja, pero eso no quita que me cabree.

      —¡De verdad que eres un imbécil!

      Cierra de un portazo sin molestarse siquiera en mirarme a los ojos porque está concentrado en su móvil. Lanzo las botas contra la puerta y me invade cierta satisfacción al ver el barro seco que se esparce por doquier con el golpe.

      Observo la puerta mientras me pongo los tejanos mojados como puedo y me calzo las botas húmedas. Solo debería llevarme unos segundos, pero lo alargo. Una parte de mí espera que abra la puerta para ver si aún sigo aquí. Incluso aunque lo haga para pegarme gritos, no me importaría volver a ver su rostro una última vez antes de irme. Tal vez incluso podría sacarle una foto.

      La

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