E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery

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E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery Pack

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espacio. Tenía los hombros tan anchos que desbordaban el respaldo de la silla. No era capaz de fijarse en nada que no fuera él y eso la frustraba y le hacía desear fingir que no estaba allí. Una tarea imposible. Se sentía completamente cautiva de aquella mirada oscura.

      –He decidido quedarme en Fool’s Gold –continuó explicando May, aparentemente ajena a aquellas malas vibraciones.

      Quizá fuera porque Heidi era la única que las estaba sintiendo. A lo mejor Rafe era un hombre arisco por naturaleza y apenas fuera consciente de su existencia. A lo mejor...

      «Tranquilízate», se ordenó a sí misma, obligándose a concentrarse en May.

      –Tengo muchos recuerdos de este rancho –continuó diciendo May.

      –Es un verdadero hogar para una familia –reconoció Glen–. Agradecemos que tengas la voluntad de que podamos solucionar este problema de manera amistosa.

      –Por supuesto. Estoy segura de que tiene que haber una solución que no suponga una decepción para ninguno de nosotros.

      Rafe musitó algo que Heidi no fue capaz de comprender, pero estaba convencida de que no era nada relativo a un posible acuerdo amistoso.

      May le dirigió a su hijo una mirada de advertencia y se volvió después hacia Heidi.

      –¿Crees que podríamos dar una vuelta por el rancho? Me encantaría ver los cambios y entender algo más sobre tu negocio.

      –Eh..., sí, claro –Heidi habría preferido darle la dirección de vuelta a San Francisco, pero no era una opción–. ¿Cuándo te apetecería hacerlo?

      –¿Ahora, por ejemplo?

      Glen se levantó en aquel momento.

      –No hay nada mejor que poder pasar un buen rato con una mujer atractiva.

      Rafe elevó los ojos al cielo.

      –Qué halagador –musitó May.

      Heidi se descubrió del lado de Rafe en aquella ocasión. Los intentos de seducción de Glen no iban a ayudarlos nada. Hablaría con él más adelante, después de la gira por el rancho.

      Ella también se levantó.

      –La verdad es que no hay mucho que ver –comenzó a decir–. Las cabras y el corral en el que están y, por supuesto, los establos.

      –Y no te olvides de las cuevas –le recordó Glen. Apartó la silla de May–. Hay cientos de cuevas. Probablemente los nativos las utilizaban como refugio. Podrían ser un auténtico tesoro.

      Heidi suspiró.

      –Me temo que no tienen mucho interés. Yo las utilizo para curar el queso. La temperatura es perfecta y no tengo que preocuparme por el espacio. Hay más que de sobra.

      Rafe se levantó.

      –Cabras y queso. Genial.

      –No tienes por qué venir con nosotros –le dijo Heidi–. A lo mejor prefieres quedarte aquí y llamar a tu oficina.

      Rafe arqueó una ceja, como si le sorprendiera que estuviera dispuesta a comprenderle. Heidi alzó ligeramente la barbilla. No estaba segura de que sirviera de mucho, pero hasta la más mínima ayuda psicológica sería bienvenida. Tenía la sensación de que Rafe no solo tenía muchos más recursos en el campo de batalla, sino que además estaba acostumbrado a ganar a cualquier precio. Y lo más parecido a un buen combate a lo que se había enfrentado Heidi había sido a capturar a Atenea cuando se escapaba.

      –No me gustaría perderme el hallazgo de algún tesoro.

      Y entonces, advirtió Heidi, sonrió por primera vez. Por un instante, le pareció una persona accesible, atractiva e increíblemente sexy. Deseó devolverle la sonrisa y decir algo gracioso para verle sonreír otra vez. Curvó los dedos de los pies y le entraron unas ganas sobrecogedoras de sacudir aquella melena que, en realidad, llevaba recogida en sus habituales trenzas.

      «¡Contrólate!». Rafe no era un hombre cualquiera con el que pudiera apetecerle coquetear. Era el enemigo. Era peligroso. Estaba intentando robarle su casa. El hecho de que pudiera desarmarla con una sonrisa solo era una prueba de lo patética que había sido su vida amorosa durante lo que le parecían décadas. Pero cuando todo aquello se solucionara, encontraría a un hombre bueno y atractivo y tendría una relación. Pero de momento, haría bien en recordar todo lo que estaba en juego y en actuar en consecuencia.

      Salieron de la casa y caminaron hacia la zona en la que vivían las cabras. Heidi había elegido una bonita zona para el rebaño. La mayor parte de las cercas del corral estaban todavía en su lugar, lo que le había permitido invertir casi todo el dinero en el cobertizo que ella llamaba «la casa de las cabras». Era una estructura sólida en la que solía ordeñarlas. Había espacio suficiente como para que se refugiaran cuando hacía frío o cuando alguna de ellas iba a dar a luz. Unas enormes puertas corredizas permitían que las cabras salieran y entraran a su antojo.

      May se reclinó contra la cerca y estudió a las cabras.

      –No son todas iguales.

      –No, tengo tres alpinas y tres nubias –Heidi miró a Rafe–. El otro día conociste a Atenea.

      –Sí, una cabra encantadora.

      Heidi estaba segura de que estaba siendo sarcástico, así que ignoró su respuesta.

      –Atenea más o menos es la que dirige el rebaño. Perséfone y Hera son las que están embarazadas.

      Pensó en la posibilidad de mencionar que pensaba utilizar el dinero que consiguiera con la venta de los cabritos para pagar la deuda, pero decidió que no era la mejor manera de impresionar a nadie. Lo que necesitaba era conseguir un mercado estable de queso. Un mercado que se extendiera más allá de los límites de Fool’s Gold.

      Se había puesto en contacto con algunas tiendas de Sacramento y San Francisco para llevarles queso. Pero aunque se habían mostrado interesados, llevar muestras hasta allí significaba tener que dejar el rancho y las cabras. Lo que ella necesitaba era un comercial, un representante que pudiera hacer ese tipo de trabajo por ella. Alguien con experiencia. Encontrar a una persona de esas características parecía casi imposible. Ella era capaz de controlar a una multitud expectante o de organizar una atracción de feria en quince segundos. Pero no tenía ninguna experiencia en el mundo de los negocios. De hecho, era algo que no le había preocupado hasta aquel momento.

      –¿Todas tus cabras tienen nombres de diosas griegas? –preguntó Rafe.

      –Me pareció que era divertido, tanto para ellas como para mí.

      –¿También a ellas les gusta leer a los clásicos?

      –¡Oh, Rafe! –May sacudió la cabeza–. Tendrás que perdonar a mi hijo. No tiene mucho sentido del humor.

      –¡Claro que tengo sentido del humor!

      Heidi inclinó la cabeza.

      –Sí, claro, y todos los que prueban suerte en American Idol creen que saben cantar.

      Rafe se volvió hacia ella, clavando

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